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Renacer

~Lucía esperaba sentada en la mesa de un bar. Era la única mujer entre todos los parroquianos, pero no se sentía incómoda. Más bien al contrario, estaba acostumbrada a ser el centro de todas las miradas, se sabía bella. Habían quedado para cenar y parecía que su acompañante se demoraba. Aprovechó para escribir, pero las palabras no asomaban a su mente. Intentando concentrarse, fijó la vista al fondo, sin saber muy bien qué era lo que le había sorprendido cuando entró. Era un raído tapiz, que mostraba una escena muy típica, la de dos mujeres que atendían a su dueño. Sus caras reflejaban el hastío que les provocaba su mirada, casi obscena. La de más edad, le ofrecía una jarra de vino, al tiempo que, obsequiosa, le brindaba una sonrisa desdentada y fea. La más joven, casi impúber, le acercaba dócilmente unas vetustas zapatillas descoloridas –tal vez fuera que el propio tapiz había perdido su color– dejando entrever sus hermosos y níveos senos.

Lucía pensó en la escena y en la niña que difícilmente cuadraba en tan esperpéntica imagen. Era bella. Se la veía asustada. Seguramente habría sido o sería objeto de los lujuriosos ojos del viejo. Tal vez, como ella misma, habría sentido el miedo y el frío al notar que en medio de la noche, alguien se metía en su lecho, para tocarla, para ultrajar su cuerpo con caricias torpes y repugnantes, sin saber muy bien de quien se trataba. De pronto, comenzó a sentir el mismo frío, al recordar sin quererlo, aquellos momentos que, durante muchos años, habían permanecido en lo más oculto de su mente. Tenía lagunas sobre su pasado, porque no se atrevía a volver a visionar escenas que por nada hubiera querido ni debido vivir. Pero ahora estaban ahí, frente a ella, como el tapiz al que no podía dejar de mirar. ¿Quién era aquél que sin previo aviso se metía en sus infantiles sueños? ¿Tal vez su padre? ¿Quizás su tío? Nunca lo supo con certeza, porque todo ocurría de un modo casi mecánico y ella deseaba que “aquello” pasara rápido, por eso cerraba fuertemente sus ojos, para no ver, para no sentir, para imaginar que era solamente una horrenda pesadilla de la que despertaría de inmediato.

La niña del tapiz tenía la mirada de quien ha sufrido, de quien ha vivido muy deprisa, a destiempo. Sí, pensó en eso, como ella, que se sentía extraña en su infantil cuerpo, porque había aprendido lo que era el placer. Ni sabía ni podía explicar a sus amigas que ella era poseedora de un secreto prohibido, del que ni los mayores hablaban, al menos en público. No se sentía avergonzada, porque no tenía conciencia de que aquello fuera ni malo ni bueno. Fue una de aquellas noches, cuando después de que su pesadilla acabara, al apretar fuertemente la almohada contra su cuerpo, sintió como un escalofrío placentero surgía de entre sus piernas.

Un camarero, solícito, le preguntó si deseaba tomar algo más, ya que no tardarían mucho en cerrar el local. Mecánicamente miró su reloj. Llevaba más de media hora esperando y su cita aún no había acudido. Pensó en el hombre al que aguardaba. Le había conocido a través de un canal de chat. Se habían visto apenas un par de veces, primero en fotografías y después por videocámara. No le pareció especialmente desagradable y por eso había aceptado tan fácilmente su invitación a cenar. Decidió esperar diez minutos más, antes de dar por terminada la supuesta relación en ciernes que seguramente no iba a comenzar.

Obsesivamente fijó su vista en el tapiz, con la idea de matar el tiempo antes de marcharse. Miró a la mujer desdentada y sintió pena. ¿Cuántas vejaciones habría tenido que soportar? ¿Cuántas veces habría accedido a entregar su cuerpo a cambio de nada? Como ella misma. O no, porque ella si se ofrecía a cambio de unas migajas de cariño. Aprendió muy pronto el valor que tenía el placer. El ajeno, claro, porque ella era incapaz de sentirlo. Era muy fácil el juego de la seducción. Por eso se entregaba al mejor postor, con tal de sentir lo que creía tan parecido al amor. Ya no podía recordar cuántos hombres habían pasado por su cuerpo. Tampoco le importaba. Al fin y al cabo, su alma nunca había sido de nadie más que de ella misma. Ni siquiera su marido fue capaz de entender el confuso y turbio mundo de sus sentimientos. Él decía que la amaba, pero siempre era en los momentos de intimidad. ¿Qué clase de amor es ese que no se muestra ante los demás? Es cierto que nunca le puso una mano encima, que jamás hubo una mala palabra que pudiera humillarla a los ojos de los otros. Pero ella se sentía como una ramera cuando estaba entre sus brazos, cuando la miraba como el hombre del tapiz, cuando le obligaba a hacer lo que tantas veces le habían enseñado y ella despreciaba asqueada. Por eso la dejó, por no ser lo suficientemente sucia para él. ¿Acaso podía serlo más? Sintió un nudo en la garganta. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Para qué había accedido a ese encuentro? ¿Era eso lo que verdaderamente deseaba?

Lentamente se levantó para pagar. Quedaban pocos hombres en el local. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo al sentirse observada por alguno de ellos. Pero esa vez no era de placer, sino de hastío, del mismo que vio en los ojos de las mujeres del tapiz.

Se dirigió hacia la puerta presurosa y ensimismada. Casi se dio de bruces con el hombre que en esos momentos entraba.

—¿Eres Lucía? —le preguntó con voz cadente y melodiosa, arrastrando las palabras.

Ella le miró fijamente, le observó durante unos segundos y, por primera vez en su vida, se sintió libre. Libre y liberada del peso que durante toda su vida le había atormentado.

—Llegas tarde. Lucía acaba de morir. —Y sin mediar otra palabra, salió sonriendo y feliz, dejando enterrado en el tapiz el cadáver de la mujer que nunca eligió ser.

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