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Ludopatic

La tenue luz de una vela era el único manchón luminoso en la habitación donde despertó. 
Sus ojos no tardaron en acostumbrarse a la penumbra. Permaneció sentado en la silla donde se encontraba maniatado, mirando aquella luz proveniente del fondo de la estancia.
Poco a poco, Tomás salió de la inconsciencia en la que estaba sumido. Quizás gracias al dolor inconcebible que le llegaba del pié derecho. Giró bruscamente el cuello, buscando con la mirada el dolorido miembro. Después, comenzó a gritar.
Pareció más sorprendido de no oír su propio alarido que de ver un roedor del tamaño de un conejo dándose un suculento festín con varios dedos de su pié.
Volvió a chillar mientras intentaba zafarse de la alimaña, meneando torpemente las bien amarradas piernas. El aullido inaudible no espantó al roedor, que parecía haber elegido como segundo plato un jugoso tendón de Aquiles. 
Horrorizado, Tomás volvió a gritar cuando las fauces del bicho estuvieron a punto de cerrarse sobre el vital ligamento. 
Esta vez sí oyó su voz, que rebotó contra las paredes de la angosta habitación. El dolor desapareció, al igual que el inmenso ratón; y como por arte de magia, volvieron a aparecer los dedos amputados.

 

No entendía nada. ¿Qué había ocurrido? Empezó a investigar a su alrededor con la vista, pues las correas que lo fijaban a aquella silla seguían en su sitio.
Primero descubrió que su cuerpo estaba desnudo. Luego, que el habitáculo que ocupaba parecía desprovisto de puertas y ventanas. La luz era débil, pero suficiente para saber que estaba encerrado. Si no había entrada… ¿Cómo había entrado allí? Éste pensamiento racional empezó a poner nervioso a Tomás, que volvió a gritar.
La ansiedad lo dominaba, y durante unos minutos, continuó con sus gritos y demandas de auxilio. Al comprobar que no recibía respuesta alguna, el pobre hombre desistió. 
Súbitamente, mientras observaba la llama, ésta duplicó su intensidad; para un instante después, apagarse completamente.
La oscuridad dominó en la sala, y Tomás comenzó a llorar. No entendía nada de lo que estaba sucediendo.
De repente, mientras sollozaba, nuevas luces inundaron su visión.
La mesa y la vela habían desaparecido. El lugar ahora era ocupado por tres máquinas tragaperras. Sus parpadeantes destellos iluminaban vivamente las grises paredes.
La adicción que Tomás tenía a estos aparatos no soportó aquella visión, y a sabiendas de las apretadas correas, hizo un esfuerzo por liberarse desesperadamente.


Nuevamente, quedó atónito al levantarse inmediatamente de la silla. No había correas ni cordeles que lo retuviesen y poco le faltó para desnucarse, al levantarse con tanto ímpetu.
Se acercó a las máquinas y descubrió una moneda dorada en cada uno de los cajones. Con mucha cautela, acercó la mano a una de ellas. Cuando sus dedos la prensaron, rápidamente la llevó ante sus ojos.
Anonadado quedó, al ver que la moneda tenia acuñada su cara en uno de los lados. El otro carecía de inscripciones; y por el peso, Tomás supuso que sería de oro. 
Al dirigirse al monedero de la máquina, dispuesto a echar una partida, se percató del letrero que parpadeaba, alternando luces de colores locamente.
“UNA MONEDA, UNA PARTIDA”
“RECUERDE: LA EMPRESA NO SE RESPONSABILIZA DE LOS POSIBLES DAÑOS”
Le hizo sonreír sarcásticamente. Tomás pensó que el daño se reducía a perder una moneda que ni siquiera era suya, y no dudó en introducirla en la ranura roja. 
Cuando activó la manivela, las tres ruletas de la máquina, que se mostraban en reposo como agradables frutas de tonos chillones; giraron rápidamente, mostrando un popurrí de colores sin sentido. Los ojos le brillaban; y parecía haber olvidado la situación tan extraña en la que se encontraba.
La primera ruleta paró en seco y el rostro de Tomás palideció. La figura de una rata aparecía entre una calavera y una guillotina.
La adrenalina se disparó cuando la segunda ruleta se detuvo mostrando unas letras encuadradas en un pequeño marco rojo. “NHO3”
La tercera de las ruletas se detenía iluminando el inequívoco símbolo de un relámpago.
Las luces desaparecieron y Tomás quedó inmóvil, pegado a una pared, gritando. No cesó de hacerlo hasta que la vela situada encima de la mesita iluminó de nuevo la estancia. Dejó de gritar, a la par que sentía de nuevo las correas que lo unían a la silla.
Otra vez sintió la punzada de dolor en el pié. Sin necesidad de mirar, ya sabía que ocurría. Un enorme ratón le estaba cercenando al completo la tibia y el peroné de su pierna derecha, mientras los jirones de carne y los hilachos de sangre volaban por la sala. En medio del sufrimiento, sintió como algo le mojaba la mano. Pero por desgracia para él, no era sangre. De forma repentina, la piel empezó a burbujear, humeando intensamente y efervesciendo. Una nueva gota cayó en su hombro; y detrás de ella, otra. 
Alzó la mirada y horrorizado descubrió que un bote de ácido nítrico, asido de un gotero; se balanceaba y dejaba caer aquel líquido en cada sitio por donde se movía. Una de las gotas alcanzó al animal, que cenaba alegremente; y que tras proferir un pequeño gruñido, abandonó el manjar y corrió al refugio que le brindaba la oscuridad. 
La lacerada pierna ya no era un incordio. Todo su sistema nervioso estaba ocupado enviando al cerebro el dolor producido por las quemaduras del ácido.

Su agonía cesó rápidamente. Cayó en la inconsciencia cuando un relámpago apareció en la sala para fulminarle.
Cuando Tomás recuperó la consciencia, sólo pudo abrir los ojos. No sentía su cuerpo; pero seguía viendo. De nuevo, la vela había desaparecido y las tres máquinas tragaperras seguían con su cantinela luminosa. Entre los dientes, Tomás grito:
-¡Basta! ¡No quiero jugar! ¡Que alguien me saque de aquí! ¡Nunca más Jugaré!
Las máquinas desaparecieron y en la oscuridad, Tomas se desvaneció.
Cuando despertó, se encontró en la cama de un Hospital.
Recordaba el día anterior, cuando Samanta lo abandonó tras averiguar que había fundido los ahorros matrimoniales de treinta años. Él dijo que lo había invertido mal, pero sabía que no era ésa la verdad. Lo había perdido jugando a las máquinas en el casino.
No le sorprendió descubrir que le faltaba la pierna derecha y que su cuerpo estaba cubierto de vendajes.
-Señor Sánchez, ha tenido un accidente muy grave con su coche. Puede dar gracias a Dios de estar vivo, aunque lamento comunicarle que ha perdido una pierna.- Le explicó una doctora, que no entendía la sonrisa de oreja a oreja que exhibía su paciente.

 

Siguió sonriendo durante días. 
Al fin y al cabo, había tenido suerte. Nunca olvidaría aquel tétrico gráfico de la guillotina, al igual que nunca más estaría a menos de medio kilómetro de una máquina tragaperras.

Datos del Cuento
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