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Categoría: Terror

Elemento abrasador

Mi temperamento cambió radicalmente cuando me enamoré. Luego de años de conformarme con satisfacer deseos lujuriosos, conocí a Vera y me sometí a sus deseos. Qué hice y dejé de hacer para que fuera mi novia y más tarde mi esposa, es algo que callaré porque las horas de la agonía deben usarse para ponerse a buenas con el honor. Baste señalar que me valí de numerosas estrategias con tal de lograr mi propósito. A la larga triunfé y fui feliz. Antepuse los deseos de ella a mi propia voluntad, lo que le permitió apreciar mi sumisión sin esforzarse.
Yo la amaba en la misma medida en que la deseaba. No se me ocurría insinuarle mis lascivas intenciones, pero normalmente fallaba al querer ocultar ciertas señales que producía mi cuerpo. Ella notaba mi prurito y me lo demostraba mediante sonrisas terribles, así como frases que podían traducirse en una sola palabra: “Espera.”
Nos casamos en una iglesia porque a Vera le chocaba que yo fuera ateo. Celebré en mi fuero interno el paso que daba, pues nada podía disuadirme de que Vera no hallaría ahora pretexto alguno para entregárseme. La ceremonia fue breve y los invitados se cansaron pronto. Menos de seis horas después de iniciado el festín, Vera y yo nos vimos a solas en una habitación. Por fin tuve acceso a las áreas que en el pasado me estuvieran prohibidas. Otros las habían penetrado ya, pero me sentí dichoso de no molestarme por una circunstancia tan previsible.
Nuestra noche de bodas transcurrió en un departamento que yo rentaba porque un hombre soltero no necesita un espacio demasiado grande. Pero la inminencia de mi boda me había obligado a apresurar la compra de una vieja casa que me había atraído desde hacía años. La constancia en mis hábitos ahorrativos había valido la pena, aparte de que la construcción era tan antigua que no merecía un costo elevado. En cuanto a su falta de mantenimiento, sería una circunstancia que me encargaría de reparar con el tiempo y previas consultas a Vera.
El aspecto de nuestra nueva residencia no levantó el ánimo de mi mujer. Lo encontró triste e incluso siniestro. Sin embargo, se abstuvo de explicarme por qué se echó a temblar en cuanto empezamos a recorrerla. Asumí que el frío circundante había sido el responsable de la reacción de mi mujer, y dejé de pensar en esa cuestión cuando noté el efecto que se operaba en mi talante mientras caminaba entre aquellos muros. Me sentía casi exultante y capaz de hacer cosas que normalmente no se me ocurrían. Callé estas sensaciones con tal que Vera no perdiera el tiempo buscando conclusiones que las explicaran, y me propuse salir de dudas respecto de si todo lo que veíamos a nuestro alrededor era lo único que lo componía.
Vera se encargó de que el interior fuera redecorado. Poco a poco, el entorno se convirtió en una atmósfera acogedora y digna de ser mostrada. Organizamos reuniones con familiares y amigos para poner nuestro hogar a sus órdenes; la asistencia fue considerable y la atención que demandaba partió especialmente de Vera, dado que yo mostraba ya los síntomas del mal que destruiría lo que mi persistencia había conseguido.
Tenía que haber algo más en la casa, una parte desconocida. Una habitación oculta o algo parecido. En un principio, esa idea me hostigó de un modo inexplicable, y más tarde se reforzó en virtud de numerosas pesadillas que me hacían despertar pero no gritar. Como no lograba conciliar el sueño otra vez, invertía el resto de la noche en contemplar, gracias a la luz de la luna, el cuerpo de mi esposa, y en tratar en vano de ahuyentar extraños pensamientos.
Las pesadillas eran borrosas. Yo estaba seguro de que se desarrollaban en el recinto que ocultaba la casa; era un cuarto de baño donde destacaba una tina que alguna vez fuera blanca, pero que se había vuelto marrón a causa de la decadencia. Había también raros contenedores que parecían ser de hierro y un hombre que siempre daba la espalda, quien empleaba aquéllos para llenar la tina de una sustancia pavorosa. Con ese líquido se fusionaban cuerpos que en cuestión de minutos perdían carne, sangre, órganos y huesos. El fin del horror exponía una fotografía con marco de madera, que se quemaba apenas cuando el hombre sin rostro lo tomaba con una mano enguantada, donde habían permanecido restos del elemento abrasador. La fotografía contenía las imágenes de una mujer y un recién nacido.
Aquellos sueños me causaron un efecto fatídico. Me transformé en un hombre odioso. Intenté en vano que me doliera lo que Vera opinara sobre mi cambio. Con todo, su enojo y sus discursos tendentes a que me comportara fueron inútiles.
Vera había empezado a sufrir anímicamente a causa de mi inexplicable transformación, y ese sufrimiento se volvió físico cuando me dio la noticia de que estaba embarazada. Mientras fuimos novios, no desaproveché una sola oportunidad para darle a entender que no nos convendría tener hijos. Me afanaba en volverla enemiga de la maternidad porque sabía que ello repercutiría horriblemente en su cuerpo; el ensanchamiento de su vientre y otras mutaciones la desvincularían de mi interés. Yo siempre había ambicionado la atención de Vera sólo para mí. Me resistía a compartirla con otro, aun cuando éste llevara mi propia sangre. Sin duda, el tiempo sería inmisericorde conmigo y poseería con mayor vehemencia que la mía el cuerpo de Vera, volviéndolo repelente. Y yo quería ganarle la carrera al tiempo. Debían ser mis actos los que destruyeran lo bello antes de que el transcurso de los años me impidiera experimentar con él. Fui brutal.
Independientemente de los resultados derivados de mis felonías, la salud de Vera no se deterioró como se hubiera esperado. En aquel entonces no comprendí que las memorias de la casa involucraban un plan que excluía la posibilidad de que mi mujer muriera a destiempo o, mejor expresado, antes de que diera a luz. Vera pudo ser atendida en un hospital gracias a la buena fe de los suyos, quienes la recogieron en la casa mientras que yo, furioso, vagaba entre las sombras de la ciudad nocturna en busca de un paliativo para mis tribulaciones. La bebida y mujeres de la calle se ocuparon de mí en el momento en que mi hijo nacía y, milagrosamente, Vera escapaba de la muerte, predecible tanto por el trato que yo le daba como por ciertas complicaciones que se presentaron durante el parto.
Mi esposa contó la suerte que yo la hacía correr, y ello alarmó tanto a sus parientes como a los míos. Me empezaron a odiar. Haber vapuleado a una mujer debía conducirme ante la justicia. Fui apresado y comencé a ser juzgado, pero, a pesar de la defensa que escogí, mi salvación dependería de la propia Vera. En contra de las sugerencias de sus asesores, me otorgó el perdón. Quedé libre de todo cargo y volví a mi hogar, donde supuestamente viviría solo por el resto de mis días. Aunque me había perdonado, Vera prefirió mantenerse alejada de mí, de ahí que se recluyera en la casa de sus padres para gozar por un tiempo del placer que le causaba su hijo.
Yo sabía que Vera regresaría a mi lado. Así tenía que ser. Mi derredor demandaba que el plan se llevara a cabo fatalmente. Aproveché la soledad para encontrar el lugar desconocido. Hice cálculos desde las afueras de la casa y luego revisé un viejo plano que me facilitó el vendedor, quien no tenía idea de los antecedentes de la residencia. De mis investigaciones deduje había otro cuarto de baño. Figuraba debajo de las escaleras que conducían a la segunda planta. Su puerta había sido escondida tras tapias y varias capas de yeso. Descubrí el lugar y me sentí horrorizado y dichoso al mismo tiempo. Ahí estaba el escenario de mis pesadillas. La tina, los contenedores, unos curiosos guantes, todo estaba a mi disposición para poner en marcha lo que debía ocurrir.
El perdón de mi esposa no atemperaría mi afán de escarmentarla. Pagaría por haberse atrevido a abandonarme y por haber desoído mis prédicas sobre la inconveniencia de tener hijos. Yo había hecho demasiado para conseguir su amor y era injusto que me recompensara entregándose a otro. En cuanto a la criatura, había provenido de un error. Mi impulsividad la había engendrado. Era necesario exentarla de vivir. El exterminio le retribuiría los horrendos cambios que su gestación había producido en el cuerpo de Vera.
Tras fingir que la perversidad me había abandonado, me las arreglé para que mi mujer accediera a volver a nuestro hogar. La oposición de los suyos fue más débil que mi capacidad de persuasión. Fui un actor consumado mientras conduje a mi mujer a la casa que había abandonado en mi ausencia, y no digamos cuando acuné entre mis brazos a una criatura ínfima y sonrosada, cuyo sexo, que compartía con el mío, no bastaría para disuadirme de aniquilarlo. Junto con la noche llegó la realidad; mis fingimientos fueron reemplazados por palabras hirientes y acciones carentes de gentileza. Vera sufrió otra vez. Yo la molía a golpes mientras su hijo, desde una cuna que teníamos a la vista, lloraba con desesperación en demanda de alimento.
Aproveché un desmayo de Vera para reponer fuerzas. Inadvertidamente fijé la vista en el tocador, y ahí vi algo cuya presencia no me parecía familiar. Se trataba de un retrato, del retrato de Vera y su vástago, enmarcado en madera. No me importó averiguar si ella lo había traído consigo. En manos de la cólera y de las memorias de la casa, cargué a mi mujer sobre un hombro y al mocoso por el cuello, y los conduje al decadente y corrupto espacio del que no saldrían. De dónde obtuve el ácido es irrelevante; lo vertí en la tina y por un rato observé curiosas burbujas que desaparecían muy pronto. Cargué los cuerpos y los dejé hundirse en el líquido mortal. Vera volvió en sí y en medio de alaridos comenzó a desintegrarse. El último de sus actos trató de ser favorable a su hijo, pero éste era ya una pulpa sangrante y sin vida, que se hundió junto con el brazo fragmentado que, en carne viva, se desprendió del resto de la humanidad de la madre.
Cuando mi vi solo otra vez, salí del cuarto de baño y agradecí humildemente el reconocimiento que, de un modo que temo narrar, me ofreció la casa. Volví a mi cuarto y sin querer tomé el retrato que reposaba sobre el tocador. Al soltarlo noté que había sufrido leves quemaduras en el marco, quemaduras que contemplé extático durante mucho, mucho tiempo.

© 2003
Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
  • Media: 5.59
  • Votos: 37
  • Envios: 2
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