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El mogólico

El mogólico giró la cabeza. De su boca abierta se escurría saliva. Tenía hambre. Hacía días que no le daban de comer. Y también tenía frío. Se sentía además sucio y con mal olor. Nadie lo cuidaba ni le prestaba atención. Su padre había muerto hacía años, y su padrastro no lo quería. Su madre tampoco.
Los vio en el jardín. Sonreían felices como nunca. Se puso de pie y se acercó en silencio. Se escondió detrás de un árbol. Los espió. Estaban abrazados. La mano de él acariciaba la panza creciente de ella. Parecían tener esperanzas, renovadas esperanzas de concebir a alguien normal. Bajó la vista. No se sentía mal. Su idiotez no le permitía reconocer el rencor ni la angustia. Más bien fue su instinto. Su innato poder humano de la supervivencia. El monstruo ya había sido creado. Sólo faltaba que encendieran su locura.

Ella estaba recostada en la cama. Leía Apología del Silencio. El iba a encerrarlo en el sótano, como todas las noches. Afuera soplaba un fuerte viento. Lo buscó por toda la casa. No estaba. Fue hasta una ventana y observó hacia fuera. Tampoco. Se dirigió hacia la puerta que da al sótano y la abrió. Prendió la luz, pero el foco no encendió. Maldijo. Lo llamó por su nombre, pero no respondió. Buscó una linterna y volvió. Alumbró hacia abajo. En la cama se veía un bulto. Observó luego la lámpara. Había sido rota. Comenzó a descender. Todo aparentaba estar en extremada disposición. Bajó el último escalón y fue hasta la cama. Pero algo no andaba bien.
Descorrió la sábana y se encontró con varios almohadones. Miró perplejo. No podía ser. Giró a la derecha cuando una agitación lo previno. El primer golpe de un caño le pasó muy cerca del cuerpo y dio en la linterna. Se apagó. Un segundo golpe le dio de lleno en la cara. A continuación, una patada en la boca del estomago lo dejó sin aire. Y un último y certero impacto en la zona trasera de su nuca lo volvió del todo inconsciente. La ya demasiada oscuridad se volvió aún más oscura.

El libro estaba en el suelo. Se había caído minutos después de que se quedara dormida. Lo levantó. Una de las hojas estaba doblada. La enderezó y dejó el libro sobre la cama. Luego se acercó a ella.
La observó detenidamente, sin siquiera tocarla. Dónde está, se preguntó, la parte de su madre que lo aborrecía. O quizás no se haya preguntado nada y simplemente reprimía sus deseos. Todavía tenía en una de sus manos el caño firmemente agarrado.
Ella giró en la cama y quedó boca arriba, con la panza al descubierto. El alargó la mano vacía hacia allí. La tocó. Fue una rara sensación. Sintió el corazón latir en su mano. Sonrió. La observó a la fijamente a la cara. Era tan bonita. Y la quería tanto. Pero ella no lo cuidaba. Ni muestras de cariño le daba. Y menos ahora que tendría otro hijo. Se olvidaría por completo de él. Levantó el caño y, sin dudarlo, lo dejó caer con fuerza sobre el bebé.
El golpe la despertó, pero esos segundos de eterna desorientación le bastaron para que la golpeara de nuevo. Y de nuevo. Ella sentía el dolor. No podía creer lo que estaba sucediendo. Le pegó de nuevo. Estaba como poseído. Trató de defenderse, pero sentía contracciones. Sin darse cuenta ya estaba llorando. Llamó a su marido, pero no le respondía. La golpeó de nuevo. Entonces lo sintió. Fue ese último impacto el que lo acabó. Un grito de lo profundo de su ser llenó de escalofrío la habitación. El se detuvo, expectante. Su madre sangraba. El colchón estaba húmedo. La miró de nuevo a la cara. Entre sollozos ya no le parecía tan linda. Era como él. Y sin embargo la quería. Maldita. No se merecía tanta indiferencia. Levantó el caño y lo bajó sobre su rostro. Una, dos, tres veces. Apenas si se resistía. Entonces emitió un leve gemido lastimero como fatídica respuesta a un ataque que finalizó con su miseria.
Soltó el caño. Golpeteó furibundamente antes de quedar quieto por completo. La sangre caía ya en el suelo. Le echó un vistazo por última vez. La nariz fracturada. Los ojos cerrados. La boca hinchada. El útero reventado y una hemorragia teñida de muerte inundando la vida.
Salió de la habitación entre feliz, vengado y satisfecho. Se dirigió hacia el sótano. Descorrió la traba y abrió la puerta. Descendió a tientas hasta su cama. Pero entonces se detuvo en seco.
El cuerpo de su padrastro no estaba allí.
Permanecía todavía sorprendido por la desaparición cuando sintió un golpe de mano en su cabeza. Más que dolor le produjo miedo. Giró sobre sí mismo. Lo vio. Era él. Todo había terminado.
- ¿Qué haces escondido atrás del árbol? ¿Nos estabas vigilando? Vamos al sótano, ya es tarde.
- Salí che, te voy a matar…
Datos del Cuento
  • Autor: Florencia
  • Código: 5557
  • Fecha: 29-11-2003
  • Categoría: Sin Clasificar
  • Media: 6.38
  • Votos: 74
  • Envios: 1
  • Lecturas: 2388
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