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EL MÁRTIR Y LA VÍCTIMA

Por ti, hermano, escribo hoy estas palabras. Por ti, hermano, que nunca has vivido dentro de mi laberinto de cristal. La locura de la noche me devuelve hoy al mar de niebla que antaño me acogió en sus nebulosas aguas.

Navegaba lentamente en mi barca de papel. El mar era inmenso y a mi alrededor, las escasas islas extendían su oscura y angustiosa soledad, cercándome. Mi viaje había sido largo. Había recorrido todos los mundos conocidos y algunos aún por descubrir. En mi frenética búsqueda había encontrado todo tipo de respuestas, salvo la única que podía salvarme, la única que podía salvarnos, hermano. Y ahora por fin estaba llegando al final...

Tiempo atrás había despedazado mi inútil brújula puesto que siempre señalaba al este, la única dirección que yo no deseaba tomar. Ahora sólo me guiaba la Estrella del Tártaro que me llevaba al lugar del que nunca podría regresar. Por supuesto, ese lugar se hallaba al este.

En un arrecife de alas de ángeles caídos encalló mi barca de papel. Una isla inmensa se desnudaba ante mí, guardándose los secretos más remotos que yo necesitaba. “Así debe ser la Eternidad”, recuerdo haber pensado en aquel momento. El silencio estrepitoso me tentaba a seguir el camino marcado por mi cobardía. Pero el mapa señalado a fuego sobre la piel de mi frente ajada mostraba la única salida a mi tormento. Aferrando el corazón de hueso, materia prima de mi horrendo delito, tallado con dedos torpes y criminales, caminé con paso tembloroso pero decidido.

Las sombras emboscadas en las grutas más recónditas de mi destino se burlaban de mi razón perdida. Mientras, las olas que se derrumbaban en la playa, cada vez más lejana, susurraban los peligros que me acechaban, pero yo no podía comprender su lengua elemental y primitiva. El viejo y conocido miedo fluía de nuevo por mis venas como un amor adolescente: Apasionado, impúdico, salvaje, obsceno...

Como llevados por un impulso desconocido, mis pies exhaustos se detuvieron frente a un desastroso palacio. Poco quedaba ya de la fastuosa construcción de antaño, apenas unos gruesos y semiderruidos muros de piedra ennegrecida por el tiempo y una torre majestuosa y solitaria como si de un severo centinela se tratase. En su jardín ruinoso y olvidado, junto a una pequeña laguna de aguas putrefactas y estancadas, dormía tristemente un cisne de plata. En sus plumas creí descubrir el resplandor engañosamente ingenuo de tu piel, hermano.

Extendí lentamente mi mano temblorosa. Tenía que tocarlo, necesitaba volver a sentirte, hermano, pero me aterrorizaba enormemente hacerlo. Aún no sé si temía más que se despertase y huyese o lo que podría pasar cuando mis dedos lo acariciasen. Ya casi rozaban las yemas de mis dedos su argénteo fulgor, cuando extendió sus inmensas alas de arcángel con un lánguido movimiento que apenas duró un instante.

–¿Vienes a salvarme o a matarme?– Susurró el cisne sin abrir los ojos siquiera.

No supe qué contestarle. ¿Cuál era mi misión? Alcé los ojos hacia la torre que se mantenía embrujadamente intacta buscando una respuesta. Pero la fría piedra permaneció muda e impasible, para mi desesperación. No sabiendo cómo enfrentarme a mi angustia, encaminé mi frustración hacia el hermoso e impresionante animal. Entonces el Cielo, justo cuando estaba apunto de cometer el mismo trágico sinsentido, inesperadamente, me respondió.

–Huye, corre lo más rápido que puedas– gritaban los truenos– No vuelvas a hacerlo. No te hundas más.

–Huye, convierte tu cuerpo en gacela veloz– clamaba el viento– Huye de tus instintos.

Con los puños apretados contra mis oídos para acallar las voces que resonaban, como un bramido, dentro de mi cráneo, corrí con pies de Mercurio. Apenas rozaba el suelo con las descalzas plantas de mis pies. Sin apenas darme cuenta, me encontré engullido por un bosque tan sombrío y frondoso que cualquiera podría olvidar y ser olvidado en sus entrañas. Pero yo no podía o no quería.

Me derrumbé exhausto sobre la húmeda hierba esmeralda. La angustiosa oscuridad me cercaba, aplastando la poca cordura que aún me quedaba. Mi mente se iba adentrando cada vez más en las siniestras profundidades de un laberinto de cristal. Yo me resistía con toda la rabia que podía encontrar. Como para esconderme, cerré los ojos con desesperación. Pero sólo logré verte a ti, hermano, siguiéndome con absoluta confianza hacia el campo fatídico, testigo de tu muerte y de mi culpa. ¿Por qué no desconfiaste de mis motivos? ¿Por qué no te negaste a acompañarme? Con que un simple vestigio de recelo hacia mis intenciones hubiese brillado en tus ojos, quizás mi mano hubiese vacilado y tu sangre no hubiese alimentado los campos, siendo perdonadas tu vida y mi alma. Pero tú, hermano, como siempre fuiste todo bondad, todo belleza, todo candor, en resumen todo aquello que yo no era... así, fuiste tú, el muerto y yo, el condenado.

No podía seguir allí, inerte, tenía que cumplir una misión. El tiempo jugaba en mi contra, era mi mayor enemigo. No existía límite, nadie había fijado ningún plazo, pero dentro de mi cabeza algo explotaría si yo no le ponía pronto remedio. Y tú... tú, hermano, no podrías esperar mucho más una oportunidad. La oportunidad que nos debían.

Recorrí el siniestro bosque sin saber hacia dónde dirigirme. La Estrella del Tártaro que siempre me mostraba el camino, estaba oculta por las gigantescas y frondosas copas de los árboles. Fueron horas sin fin, días que nunca terminaban, noches lúgubres y eternas. Me alimenté de mi propio temor y soledad. Aquel aciago bosque parecía ser interminable y desbocaba mi ya embravecida desesperación.

Cuando estaba a punto de dejarme morir derrotado, un cántico pagano, monótono e hipnótico, atrajo mi atención. Era una señal, tenía que serlo. Una innovadora fuerza invadió mi cuerpo como un poderoso y bien organizado ejercito. A medida que me acercaba, el ritmo de las voces se fue haciendo cada vez más salvaje y frenético y los latidos de mi corazón también se hicieron más frenéticos y salvajes.

Oculto tras un milenario roble, pude ver el final de un misterioso y sangriento ritual. El cántico cesó en el mismo instante en que una daga se clavaba en un seno joven y perfecto. Un grito agudo rasgó el terrorífico silencio de la noche (aún no sé si salió de mi garganta, de la de ella o de la tuya, hermano). Poco a poco, todos los participantes de la ceremonia fueron internándose en las entrañas del bosque y desapareciendo. Dejaron abandonado el Altar de Sangre, con su preciosa ofrenda sobre él, como si a nadie importase ya. Pero no era cierto, a mí me importaba.

Una virgen, quizás no demasiado inocente, acababa de ser sacrificada en honor de algún dios desconocido y posiblemente ya olvidado. Yo estaba seguro de que se había sentido privilegiada y afortunada por haber sido La Elegida, a pesar de conocer su fatal destino. Incluso, en el momento en que la exterminadora mano se elevó sobre su doncel corazón, sus ojos la miraron con el ansia de una amante hacia el objeto de su pasión. Casi fue su pecho el que partió en busca de la ceremonial daga y no a la inversa, como habría sido de esperar.

Me acerqué al Altar de Sangre atraído (como las olas por la playa) por aquella fantasmagórica visión. Aunque henchidos los instintos de una furibunda pasión, sujeté mis ansias con fuerza, alejando mis manos de sus cabellos de azabache, de su piel de arena, de sus ojos fijos, de sus labios de cristal... Olvidar que aquello era delito podría ser el fin de mi camino hacia la paz.

Me permití acariciarla sólo con los ojos. Nunca podría cansarme de mirarla. Todo en ella tenía una belleza mortecina que me obsesionaba. Todo en ella me asqueaba y seducía a la vez. Me asqueaba su entrega inútil. Me seducía su entrega infinita. Hasta la todavía sangrante herida de su pecho me parecía lúgubremente perfecta. Un impulso devastador se apoderó de mí y estuvo a punto de hacerme caer: Ansiaba beber su sangre, sumergir mis labios en su pecho rasgado, besar aquella boca sangrante de su seno... Entonces comprendí el por qué de mi fascinación por ella. Eras tú, hermano, hecho hembra.

Debía alejarme de ella, de ti, antes de que fallase el poco control que aún me quedaba. La miré durante un instante más. Mis ojos la devoraron, le hicieron el amor desde la distancia que da el temor a lo ilícito. Me costaba tanto separarme de ella. Era como perderte de nuevo, hermano. Haciendo un esfuerzo casi sobrehumano, le volví la espalda y me interné en el bosque. Tenía que seguir adelante si pretendía llegar hasta el final, pero era tan difícil...

Caminé durante horas, quizás días, puede que hasta meses o años, entre los árboles. Me encontraba tan hundido como cuando tu sangre bañaba mis manos. Desde un principio sabía que este viaje resultaría duro, pero nunca pensé que tanto. La redención no podía estar lejos, pero por alguna razón yo no conseguía encontrarla. Sin apenas darme cuenta, llegué a los límites del bosque. Ante mí se extendía una pradera que parecía infinita. En ella, el sol castigaba sin piedad a los hombres que se aventuraban a desafiarlo. Yo tenía que hacerlo. Mi liberación, nuestra liberación, exigía una gran penitencia.

Atravesé la pradera tratando de no prestar atención a los nómadas que vagaban por ella. No quería mirarles porque sabía que en ellos encontraría tu mirada, tu risa, tu dulzura incomparable... estaba totalmente convencido de que tú, hermano, estabas dentro de todos y cada uno de ellos. Pero los nómadas no se resignaron a ser ignorados y comenzaron a torturarme, repitiendo una y otra vez la condena que tiempo atrás me fue impuesta por mi cruento delito.

– Maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Aunque labres el suelo, no te dará más su fruto. Vagabundo y errante serás en la tierra.

No fue tu voz la que me habló, si no que era el sonido de mi propia garganta. En los viajeros incansables que me rodeaban no encontré tu presencia, no encontré en ellos tu dulzura, tu risa, tu mirada incomparable... Cada niño, cada hombre, cada mujer, cada anciano, todos y cada uno de los individuos que formaban aquella siniestra tribu estaban imbuidos por mi esencia. Me miraban con mis ojos culpables. Me golpeaban con mis manos asesinas. Y continuaban repitiendo la misma condena con mi voz atormentada.

– Maldito seas.– Coreaban los nómadas que poco a poco me estaban cercando– Vagabundo y errante serás en la tierra. Maldito, maldito seas por siempre.

Si cuando creí que tú, hermano, estabas en ellos, necesitaba ignorarlos, ahora que sabía que era yo mismo replicado hasta la saciedad, era vital para mi cordura alejarme de ellos, evitar que me introdujesen cada vez más en el laberinto de cristal. Eran parte de mí, pero sólo aquella en que residía mi conciencia culpable. Por eso no cejaban en sus miradas acusadoras, en sus golpes penitentes y en esa continua retahíla que narraba mi culpa y mi castigo.

– Réprobo asesino.– Gritaban a mi espalda, mientras huía veloz de mi imagen multiplicada– Por siempre seas maldito lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano.

En mi frenética carrera, conseguí dejarlos atrás, convirtiendo sus alaridos acusadores en un ininteligible murmullo que ya nunca habría de abandonarme. Otra vez me encontraba solo con un único objetivo: la redención. Debía seguir adelante. Debía proseguir mi búsqueda hasta su consecuencia final, fuese la que fuese.

El sol, vengativo, resecaba mi piel hasta convertirla en un pedazo de cuero envejecido. A falta de agua, mastiqué con avidez la hierba para saciar mi sed. Poco a poco mis dientes fueron adquiriendo el color del mar embravecido. Mis ojos, casi cegados por el fuego del cielo, apenas alcanzaban a divisar el horizonte, mi meta. Cada vez se hacía más difícil avanzar. Levantar un pie se había convertido en una autentica hazaña. Pero no iba a dejarme vencer. Lo haría por ti, por mí, hermano. Tenía que hacerlo por nosotros.

Nunca nos dieron una oportunidad. Pero yo estaba dispuesto a cambiar el pasado, o por lo menos a convertir el futuro en algo más llevadero, en algo mejor. Tú sabes, hermano, que siempre hice lo que se esperaba de mí; siempre estaba ahí para todos; siempre cumplí con mi deber, pero a mí nadie me amaba. Tú eras el hermoso, el deseado. ¿Por qué eras tú más digno de amor? Incluso yo te amaba más que a mí mismo.

Pero, claro, tu habías nacido con el talento de una experta meretriz, sabiendo en cada momento que era lo que deseaba y satisfacía a todo aquel que se te acercaba. Como una bien instruida concubina, convertías todo lo que te rodeaba en un sin fin de placeres que tú decidías a tu antojo. Tenías el mundo arrodillado a tus pies. Pero no era suficiente ¿Verdad? No podías permitir que yo recibiese una parte de ese amor que todos te brindaban. Y lo más terrible es que ni siquiera te dabas cuenta que cuanto más parecías quererme, más me hundías en la oscura ciena del rencor. Tú sabes, hermano, que no pude evitar lo que sucedió.

De nuevo el sabor de tu sangre anegaba mi boca. Casi me parecía sentir el espeso y cálido líquido deslizándose otra vez sobre mi lengua. Traté de enmascararlo con varios puñados de tierra y hierba. Pero era imposible. Ni arrancándome la lengua y los labios podría borrarlo. Tú, hermano, estabas tan incrustado en mi paladar como un río en su mar.

Aún no sé por qué, decidí que tras la última colina que se alzaba insolente frente a mí se encontraba el final de mi viaje sin retorno. Estaba tan convencido... No fue difícil ascender. Los deseos de paz se anteponían a todo lo demás. Apenas recordaba las llagas de mis pies descalzos, el dolor de mis músculos exhaustos, el abatimiento de mi mente torturada... Sólo podía pensar en la cima de aquella loma y en el final. Por fin podría descansar, tú podrías descansar en paz, hermano. Mi desolación fue infinita cuando allí encontré de nuevo la playa frente a la que había encallado mi barca de papel.

Quise llorar y lo hice. Quise gritar y también lo hice. Quise morir, pero eso no podía hacerlo. Él no me lo permitía. ¿Dónde estaba el sentido de mi búsqueda si me encontraba en el mismo lugar donde comenzó? ¿Es que no encontraría nunca una respuesta, un descanso? Alcé mis ojos al cielo, mesándome los resecos cabellos con desesperación. No daría un paso más sin conseguir que alguien o algo aplacase las voces que martirizaban mi cordura; sin que algo o alguien rompiese los muros del laberinto de cristal en el que me hallaba perdido. Entonces, Él pareció apiadarse de mí y, por primera vez desde que lanzó mi sentencia perpetua, me habló.

– Es inútil. No busques más. Ríndete hoy, ahora, puesto que no hay para ti después, mañana. El perdón es imposible. Él fue tu destino. Naciste para matarlo, aunque le amases, aunque tu alma perdedora fuese más noble que la suya. Tu sino estaba escrito siglos antes de que fueseis engendrados en el mismo útero. No me molestes más con tus súplicas inútiles. Maldito seas. Maldito y vagabundo. Mi condena no admite redención. Errante seas por siempre. Resígnate ya a tu suplicio eterno.

Para ti, hermano, van mis palabras postreras. Por fin se han terminado todas las preguntas, puesto que ya conozco la única respuesta válida. Ahora todo está claro. Tú fuiste el mártir. Yo, la víctima.

CAÍN
Datos del Cuento
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