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Cuarenta grados a la sombra

La tía y el sobrino salieron al porche y tomaron asiento en mecedoras de bejuco. El sol caía a plomo más allá de la pobre sombra que el cobertizo del porche proporcionaba. La sombra no impedía que el calor amenazara con disolver la médula de los huesos, el cerebro, la piel. Cuarenta grados a soportar, aun estando lejos del alcance de los frenéticos rayos del sol. Así es el norte del país en verano.
El sobrino odiaba el calor porque no estaba acostumbrado a él. Sin embargo, de cuando en cuando pensaba que, si hubiera nacido en aquella tierra, tampoco se hubiera habituado a soportar el bochorno, la ausencia de viento, de nubes. Iba de viaje a aquella región fronteriza para visitar a algunos familiares. Nunca los hubiera visitado a todos, pues eran demasiados. Ignoraba el número exacto de sus primos y sobrinos. Estaba con la tía porque siempre se hospedaba en casa de ella. Se trataba de una mujer madura, cuyos tres hijos se habían marchado hacía un lustro, presuntamente a trabajar en maquiladoras regidas por estadounidenses. La verdad, sin embargo, era que se habían sumado a las filas de un cártel norteño. Pero a ella no le importaba. Mientras no acribillaran a sus hijos, no había nada que temer.
Tomaron asiento en los sillones y dieron sorbos a los vasos llenos de té helado que se habían servido antes de salir. El sobrino cerró los ojos y en vano trató de sentir que el viento le golpeaba la cara. Apenas pudo sentirse más fresco allá afuera que adentro de la casa, donde pululaban los ventiladores. La tía, en cambio, se veía resignada. Después de más de sesenta años tolerando el calor infernal, había desarrollado una especie de inmunidad a los efectos de la canícula. Ella suspiró, cerró los ojos y volvió a mecerse. Ambos estuvieron en silencio por más de cinco minutos. Sus charlas solían ser insustanciales. Se hablaban más por cortesía que por un genuino deseo de saber qué era de la vida de cada cual. Pero se querían. Desde pequeño, el sobrino se había mostrado como el más fiel adorador de aquella tía.
El sobrino abrió los ojos y clavó la vista en una casa que se alzaba del otro lado de la banqueta. Amén de advertir que, en apariencia, nadie salvo ellos se encontraba en la ciudad —el silencio era excesivo—, se dio cuenta de que jamás le había pedido a su tía que le hablara sobre ese lugar arruinado. Era una casa de un piso, con tejados inclinados y pocas ventanas. Se llegaba a ella tras cruzar una verja de metro y medio de altura, separada de la puerta principal de la casa por un jardín que acaso en otro tiempo fuera vistoso. Ahora lo había poseído la desolación, también dueña de muros, puertas y ventanas. En una palabra, era evidente que la casa se hallaba desierta. Cuándo y por qué había sido abandonada eran dos interrogantes que, con suerte, la tía podría responder.
El sobrino entornó los ojos para mirar a su acompañante, quien parecía dormitar. Ello no lo disuadió de interrogarla. Carraspeó estrepitosamente. La mujer abrió los ojos y miró con dulzura a su sobrino.
—Me llama la atención esa casa —dijo el muchacho, señalándola con la mano con que sostenía el vaso de té.
La tía miró la casa con displicencia y se abstuvo de replicar. El sobrino prosiguió:
—Que yo recuerde, siempre la he visto así, abandonada. ¿No tiene dueño?
La tía sonrió enigmáticamente.
—Puede ser —dijo.
El sobrino enarcó las cejas. La tía se explicó:
—Tal vez alguien viva ahí. No sé. El caso es que, doce años antes de que nacieras, algo inexplicable ocurrió en esa casa.
El oyente adelantó el cuerpo.
—¿Hubo algún crimen? —fue lo único que se le ocurrió preguntar.
—Un crimen era el modo en que Reina trataba al pobre de Edmundo.
—Nunca había escuchado hablar de ellos. No me digas que eran de la familia.
—No —rió la tía—. Edmundo trabajaba en una maquiladora. Era un hombre trabajador. Quería mucho a Reina. Se había casado con ella a fuerza, porque habían encargado antes de comprometerse. Lo malo fue que Reina sufrió un aborto. Pobrecita. Parece ser que ese asunto la trastornó. Siguió casada con Edmundo, pero empezó a tratarlo con la punta del pie. Creo que dejó de quererlo. Comenzó a portarse como una tirana. Mi marido y yo oíamos desde aquí los gritos que le pegaba al pobre de Edmundo; le echaba en cara que no llevaba suficiente dinero a la casa, que era un perdedor, que no sabía tratarla, que no hubiera sido capaz de embarazarla de nuevo. Edmundo no se defendía, creo, porque jamás se oía su voz replicándole a aquella grosera.
“Pasó el tiempo. Ellos casi no se hablaban. Edmundo, al platicar casualmente con mi marido, le decía que él trabajaba por ‘su Reina’, sólo por eso. La amaba. Una vez, mi marido le preguntó por qué dejaba que ella lo tratara tan mal. Edmundo sonrió, se quedó callado unos momentos y, al fin, respondió: ‘Porque la amo.’ Mi marido vio que no tenía caso tratar de convencerlo para que escarmentara a aquella pelada. Yo nunca crucé más de dos o tres palabras con Reina. Las señoras apenas la veíamos. Como no le interesaba ir a la iglesia, se ganó la ojeriza de todos los vecinos. No tardó en rumorearse que era una bruja.”
—Porque no iba a la iglesia —intervino el sobrino, molesto ante aquella muestra de intolerancia pueblerina.
—Claro. Aquí no queremos a la gente sin fe. Una vez, el padre Portales nos dijo que él no se rebajaría a darle la bendición a esa fulana…
—¿Qué pasó con Edmundo?
—Siguió como si nada. Se iba a chambear por la mañana y, por la noche, toleraba los regaños infundados de Reina. Posiblemente porque necesitaba más compañía de la que su esposa podía darle, compró un perro, un pastor alemán precioso, con el que jugaba de cuando en cuando. Reina odiaba a ese perro. Ella no le daba de comer, claro. Eso lo tenía que hacer Edmundo. Cierta noche, la cosa se puso más fea que de costumbre. Los gritos de Reina nos despertaron a todos; nos asomamos para ver qué pasaba y vimos cómo echaba a empujones a Edmundo, ordenándole que durmiera con su ‘amado perro’. ‘¡Tal vez con él tengas otro hijo!’, le gritó, antes de darle con la puerta en la nariz. El pastor alemán ladró como desesperado hasta que Edmundo lo tranquilizó. Al fin, el hombre y la bestia se quedaron dormidos en el porche. Fue lastimoso. Me dieron ganas de llevarles una cobijita, pero mi marido me lo prohibió. ‘Allá él’, me dijo. ‘Se lo ha ganado.’
“Una noche cambiaron las cosas. A todos nos sorprendió que no se oyeran los gritos de Reina. Te juro que me dieron ganas de organizar una fiesta para celebrar el fin de las regañizas. Pero sólo a mí me dio gusto que Reina no regañara a Edmundo. Creí que a mi marido y a otros vecinos les extrañaba el asunto de otra manera. No tardé en darme cuenta de que pensaron que Edmundo se había hartado de Reina y la había matado. Mi marido llamó a dos amigos y se pusieron de acuerdo para explorar la casa. Querían salir de dudas. Tenían la seguridad de que sólo un crimen había podido callar a Reina. Los tres hombres se aproximaron con cuidado y echaron ojo. El pastor alemán dormía a pierna suelta y sólo por una ventana de la casa salía luz. No se atrevieron a llamar a Edmundo. Después de diez minutos de andar esperando que algo pasara, tiraron la toalla y se fueron. Mi marido no me habló por el resto de la noche.
“Al día siguiente, amaneció haciendo tanto calor como hoy. Mi marido se fue a trabajar. Yo no aguanté mucho tiempo dentro de la casa. Dejé preparada la comida y luego me vine aquí. Me senté en esta misma mecedora. Me llamó la atención el silencio. No se oía absolutamente nada, ni mi respiración. Sentí mucho miedo. Me puse chinita y el sudor se me congeló en la piel. Al instante empecé a sentir mucha frescura, casi frío. Y eso que estábamos a cuarenta a la sombra. Entonces, mi vista se clavó en la casa de Edmundo. Vi que el perro estaba muy inquieto. Daba vueltas y vueltas, jadeaba. Parece ser que nadie había visto a Edmundo salir por la mañana. Entonces el perro se quedó muy quieto y, casi inmediatamente después, se puso a aullar. Su aullido me horrorizó, pero no tanto como lo que vi después.”
El sobrino tragó saliva, se negó a parpadear.
—La vi de pronto —siguió la tía—. Una mujer diminuta. No te miento. Chiquitita. Mediría unos cincuenta centímetros. Estaba vestida de blanco y tenía el pelo tan largo que lo arrastraba detrás de los talones. Creo que tenía la nariz ganchuda y las manos medio deformes. No sé de dónde salió. La vi andar por la banqueta, detenerse un momento ante la casa de Edmundo y, por fin, entrar. Cruzó la puerta de la verja y no le hizo caso al perro, que se calló y se achicó cuando la mujer pasó a su lado. La puerta principal de la casa se abrió —no vi si alguien la había abierto—, la visita entró y la puerta volvió a cerrarse. Esperé más de media hora a que algo pasara: escuchar algo, ver salir a la mujer. Lo único que llegué a notar fue que el perro se había tirado de costado y ya no se movía.
Silencio de un minuto.
—¿Y bien? —el sobrino esperaba una conclusión.
—Nada —dijo la tía—. No vi salir a la enanita. A todo el mundo le conté el asunto. Desde luego que todos estuvimos de acuerdo con el padre Portales. La viejita esa era el Diablo. Había llegado a la casa para escarmentar a Reina por ser una pecadora.
—¿Y Edmundo?
—Ahí está lo raro. Hace poco nos mandó una postal desde Los Ángeles. Se fue de mojado para allá y le está yendo bien. Es dependiente de una armería. No sabemos en qué momento se fue, ni si sabe lo que le pasó a Reina. Está muy raro.
—¿Y el perro?
—El perro murió. ¿No te dije? Se quedó tirado y se fue ensanchando como un globo. Luego se pudrió. Ahí ha de estar todavía su cadáver. El pasto lo debe de estar cubriendo. Nadie se ha acercado a la casa desde aquel día. Por eso está en esas condiciones. Cualquier día de estos se cae, vas a ver.
—¿No llamaron a alguna autoridad para que investigara?
—La autoridad son los narcos. ¿Para qué los íbamos a llamar?
El sobrino estaba en contra de tragarse aquello con tanta facilidad. Reparó en que el calor apretaba. Se desentendió de la casa de enfrente y examinó el rostro de la tía, quien había cerrado los ojos. Afectaba placidez.
—¿No crees que hayas tenido una alucinación? —preguntó el sobrino, a riesgo de enojar a la oyente—. El calor extremo puede hacerlo a uno ver cosas.
La tía rió por lo bajo.
—Aquí sólo alucinan los que no están acostumbrados al calor.
El sobrino volvió a mirar la otra casa, y entonces advirtió que la hierba crecida oscilaba. Puso atención. La puerta de la verja se movió, causando rechinamientos. Vio salir a la criatura de que su tía le había hablado: vestida de blanco, pequeñísima, con la nariz ganchuda, el pelo larguísimo. Tenía los ojos negros como el azabache. El sobrino le sostuvo la mirada por un segundo. La criatura se alejó por la banqueta y en algún momento se perdió de la vista de todo mortal.
El sudor del sobrino se congeló. Se puso pálido y rompió a temblar. Miró de soslayo a su tía y la encontró sonriendo extrañamente.
Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
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