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Categoría: Hechos Reales

Crueldad mental.

Cuando apenas contaba ocho años fuí ingresada en un colegio de monjas a petición de mis abuelos paternos, aduciendo abandono de los padres.
Lo único bello que encontré en aquél internado era
que tenía una maravillosa vista del monumento nazarí más famoso en nuestra tierra y de los picos de la sierra que se divisan a lo lejos.
Fué la época más triste y dolorosa de mi infancia debido a los múltiples actos de crueldad mental que tuve que soportar a manos de esas mujeres amparadas por su condición de "religiosas".
Hoy día no puedo menos que sonreír sarcásticamente cuando pienso que decían de sí mismas estar "casadas con Jesucristo", si bien a mí me parecía que la mayor parte de ellas estaba desposada más bien con el mismísimo demonio.
Cierto es que encontré entre ellas algunas que sí parecían motivadas por el amor al prójimo, hecho que me indujo a desear ser monja también cuando fuese mayor, pero por fortuna conocí también la otra cara de la moneda, lo cual me llevó a desechar esa idea. Pensar que la dureza de la vida monacal podía convertir a alguien que quizás en principio estuviera motivada por grandes ideales en una especie de monstruo cruel, me daba pánico.
Acostumbrada a los mimos de mi abuela materna antes de ingresar en el internado debido a que padecía frecuentemente de anemia, mis primeros meses allí fueron un calvario. No me gustaba la comida y pasé mucha hambre, porque fuera de las horas destinadas a comer no había modo de conseguir algo que llevarse a la boca.
Mi abuela materna solía ir a visitarme, llevando con ella cestas con toda clase de manjares, según supe por ella misma, pues los manjares nunca los ví. Las monjas los requisaban con el pretexto de que serían repartidos antes de que se deteriorasen, si bien debió ser entre ellas mismas, porque nosotras, las niñas, nunca recibimos ni una migaja, hasta que mi abuela, al comunicarle yo que no los recibía, desistió de continuar llevándolos.
Había un huerto en aquél internado donde crecían árboles frutales: higueras, caquis, ciruelos, membrillos... Un día, acuciada por el hambre, hice al atardecer una incursión en el huerto para coger unas ciruelas, (que para colmo estaban verdes y me produjeron un cólico) con tan mala fortuna que al intentar cogerlas, rompí unas ramas del árbol, hecho que descubrió mi "felonía".
Ésto sirvió para que me castigasen, cortándome la hermosa mata de pelo que mi madre solía peinar con tanto mimo, dejando mi cabeza rapada casi al cero.
Era el modo que las monjas tenían de evidenciar ante todas las niñas las consecuencias de un acto "abominable" como era el hurto de unas ciruelas.
Había allí también una niña que padecía una extraña manía. Cada noche se hacía pis en la cama, porque soñaba que estaba sentada sobre el inodoro y dejaba rienda suelta a las aguas. Tras ser sometida a innumerables castigos por ello (también raparon su cabeza) las monjas terminaron por idear uno que debía servirle como medida disuasoria, creían : la colocaron en uno de los corredores principales, por donde tenían que pasar todas las niñas antes o después, con las sábanas orinadas sobre la cabeza. Aún me parece ver sus ojos bañados en lágrimas y su rostro enrojecido de verguenza. Pero la medida no logró el efecto que creyeron, la niña continuó haciéndose pis en la cama cada noche y continuaba haciéndolo a la edad de quince años.
Aquellos mismos corredores los tuve que fregar durante semanas como castigo. La monja que dormía en la celda situada en nuestro dormitorio común me despertaba a la misma hora que se levantaba ella, las cinco de la mañana.
Mi castigo consistía en fregar siete largos corredores o pasillos, tres en la parte superior y cuatro en la inferior, con agua fría, en pleno invierno y a las cinco de la mañana, para que cuando todas despertasen, alrededor de las siete, hubiese terminado y estuviesen secos.
Afortunadamente, una mujer encargada de la cocina de las monjas ( que por cierto era muda ) se apiadó de mí al ver mis manos cubiertas por supurantes sabañones y me proporcionaba a hurtadillas agua caliente para mi tarea.
Otro de los castigos consistía en pelar patatas.
Eran grandes las cantidades que se consumían en aquél internado cada día, y como aquello parecía no acabar nunca, poco a poco adquirí un método que me permitía pelarlas con gran rapidez, lo que me valió para que cualquier excusa fuera buena para aplicarme como castigo esa tarea, que tuvo como consecuencia que mis manos estuviesen siempre ásperas y llenas de pequeños cortes que me producían los cuchillos al pelarlas.
Con los años, pasé del grupo de las niñas pequeñas al de las medianas. El de las mayores estaba formado por " niñas de pago ", ( hasta el apelativo suena horrendo) llamadas así porque sus progenitores pagaban su estancia allí mientras estudiaban Bachiller, para lo cual habían de asistir a clases fuera del internado, donde sólo se impartía enseñanza primaria.
Tras absolver unas pruebas de evaluación, conseguí una beca para estudiar fuera, lo que propició que me tuviesen que pasar al grupo de las mayores, donde yo era la única entonces que no era " de pago ", sino que estaba subvencionada por el estado.
Mi regocijo por disfrutar en ese grupo de ciertas deferencias respecto a los otros, como eran el tener mejores comidas, un dormitorio y cuartos de aseo más bonitos y la posibilidad de salir cada día al exterior, lo cual me permitía visitar asiduamente a mi abuela materna, era empañado sólo por el hecho de que por ser yo una niña por la cual nadie pagaba esos privilegios, para compensarlo me obligaban a hacer todo tipo de tareas de limpieza. Tenía que limpiar el comedor, el dormitorio, los aseos y el aula destinados al grupo de las mayores.
Pero todo eso me importaba poco... me animaba el hecho de poder ver diariamente a mi abuela, que trabajaba muy cerca del instituto, para lo cual, al terminar las clases, me escabullía e iba a su encuentro, lo que me obligaba después a recorrer la cuesta de la Cardelería al trote para llegar al internado al mismo tiempo que el resto del grupo de modo que no advirtiesen mi ausencia, llegando al internado exausta y con la lengua fuera.
De todas aquellas vivencias de mi infancia en aquél internado, hubo algunas que quedaron grabadas en mi mente como moldeadas por un cincel o grabadas a fuego. Entonces tenía nueve años y estaba aún en el grupo de las medianas.
Llegado el día de Reyes, la patrona de mi abuela materna,
una mujer que poseía una enorme casa de cuya limpieza se encargaba mi abuela, me regaló una preciosa muñeca. Nunca antes había tenido una muñeca tan bonita y bien vestida y mi júbilo era grande, no tenía ojos más que para ella.
Las monjas me habían regalado un estuche de lápices de colores que resultaba para mí, además de usual, anodino, comparado con aquella preciosa muñeca. Estaba absorta jugando con ella cuando se acercó una de las monjas cuyo nombre omitiré no sé si por decencia o por la nausea que me inspira su recuerdo.
Dijo: " Preciosa muñeca, quién te la ha regalado?" . Respondí que fué Concha, la patrona de mi abuela materna. Entonces preguntó: " Y que te hemos relagado nosotras?", lo cual era de por sí un atisbo de soberbia, dado que de ellas no provenían los regalos, sino del Estado.
Respondí que era un estuche de lápices de colores.
Ella dijo que se lo enseñase. Lo había depositado junto a mí, en el suelo.
Al dirigir mi mirada hacía allí, debí quedarme lívida. El estuche había desaparecido!
Balbucí que momentos antes estaba allí, que alguien debía haberlo cogido.
Haciendo alarde de gran arrogancia, ella dijo:
" De modo que sólo te interesa tu muñeca, pero a nuestro regalo no le prestas atención, lo desprecias?... Pues bien, como castigo, te quedarás sin comer hasta que aparezca, no te atrevas a asomar por el comedor hasta que no hayas encontrado el estuche." Tras decir esto, se fué.
Encontrar el estuche era como buscar una aguja en un pajar... cómo encontrar un estuche donde había un centenar de ellos, todos iguales?
Pregunté a todas las niñas si habían visto o encontrado uno sin dueña, pero ninguna pareció haberlo hecho. Por miedo a las represalias no me atreví a entrar en el comedor y transcurrieron tres días en que pasé mucha hambre, apenas mitigada por algún pedazo de pan con un poco de embutido o carne que alguna de mis amigas sacaba de estraperlo del comedor, apiadada de mi desgracia. Esperaba que la monja terminase por acordarse de mí y me levantase el castigo.
Pero la monja se había olvidado de mí por completo. Llegado el cuarto día fuí en su busca, pidiéndole perdón por no haber encontrado el estuche y rogando que me levantase el castigo, añadiendo que llevaba tres días sin comer y me encontraba desfallecida, a lo que accedió con gesto huraño y sustituyendo el castigo por otro. Me ordenó encerar el coro, cuyo piso era de madera, una vez por semana durante un mes.
Encerar el coro suponía un trabajo laborioso, pero supe ingeniármelas de modo que resultase ser una diversión, porque coloqué una balleta impregnada en cera bajo cada pié y comencé un extraño baile mientras cantaba, a la par de dejaba el piso brillante.
Me hallaba en esa labor un día en que vino en mi busca la madre superiora para comunicarme una terrible noticia, una de las peores de mi vida.
Me dijo que, como yo ya sabía, mi madre estaba muy enferma. Y que Dios había decidido llevársela al cielo. Al informarme de este hecho habían transcurrido ya dos semanas desde el fallecimiento de mi madre, pero a ella se le había olvidado comunicármelo si bien fué informada de inmediato, según supe después por mis familiares.
Durante mi estancia en aquél internado, mi madre solía escribirme un par de cartas cada mes.
Comenzó a hacerlo a raiz de que las monjas le prohibiesen visitarme durante un tiempo, debido a que mi madre atacó a una de ellas tras ver que me habían rapado casi al cero como castigo.
Tras la noticia de su fallecimiento yo tenía una tendencia casi obsesiva a releer aquellas cartas, lo último que me quedaba de ella. Pero las monjas, al ver que cada vez que las leía me desbordaba un mar de lágrimas, optaron por quitarmelas. Supongo que en su momento fué una decisión acertada, de no ser porque tiempo después, cuando ya me había sosesago y aceptado el hecho, reclamé de nuevo aquellas cartas, y me dijeron entonces que ignoraban su paradero.
A la edad de trece años salí de aquél internado.
Las cartas jamás aparecieron.
Han transcurrido cuarenta años desde aquella etapa de mi infancia, pero sigo observando que los métodos que utilizan como castigo algunas de ellas son los mismos: dejan a los niños durante semanas sin recreo, les quitan la merienda, les martirizan con crueles observaciones, etc. La crueldad mental de algunas de esas mujeres que se supone dedican su vida al servicio del prójimo, sigue siendo latente, no sé si por frustración o por qué otra oscura razón, pero lo cierto es que el altruismo y la filantropía brillan a menudo por su ausencia.
Datos del Cuento
  • Categoría: Hechos Reales
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