Los hospitales nunca están vacíos. Son como las garitas de vigilancia de los cuarteles.
En los hospitales siempre hay enfermos de guardia.
Eso da sentido a los enfermeros y posibilita que los cirujanos hurguen en sus entrañas, como el perro que sospecha un hueso bajo ocho dedos de tierra.
Dia y noche, los empleados del hospital, despiertan a los pacientes, para introducir en sus maltrechos organismos las substancias que intentan paliar en ellos los golpes del infortunio.
Y constántemente se pueden oir, mientras dormita la clientela, timbrazos, ruidos, voces y pisadas.
El reposo, acostumbrado ya, hace como si no oyera.
Sólo cuando apresurados, más de la cuenta, los movimientos causan alarma, se extremecen los letargos y el miedo corre por los pasillos.
Van a por el de la doce.
A ese lo sacan tapado, que estaba jodido y bien jodido, yo lo vi nada más verlo. Ya tan hecho y tan adulto y siempre con la madre al lado...
Recuerdo que sonreía cuando, le dejé el diario, por ser cortés, esforzando, cosido del vientre al pecho, con su corazón en ruinas.
¿Cómo estamos hoy, Daniel?. -Le decía la doctora.
Usted para mojar pan. -Le contestó en plan bromista- y yo con ganas de acabar.
Venga, ánimo muchacho. -Le dijo, bajando la vista.
En los hospitales las lágrimas se deslizan por un tubito de plástico que va a parar al brazo y desde el brazo se reparten, enfermo a enfermo y visita a visita. Están de guardia.