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Viajar leer vivir

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Diana era una mujer que tenía dos hijas. Su marido había fallecido cuando la menor de ellas tomaba todavía el pecho y la mujer no había vuelto a esposarse. Sola decidió llevar adelante la casa, el negocio (una pequeña posada) y la familia.

Las hijas fueron creciendo, mitigando el duro trabajo de la madre y haciéndola reír y disfrutar de la vida. Todo parecía perfecto, como enviado por los dioses: dos hijas maravillosas, una vida feliz y la seguridad de que la dicha nunca más la abandonara.

Pero todo se rompió el día en que la madre falleció. Sus hijas fueron invadidas por una tristeza profundísima, que durante días las mantuvo encerradas en la casa. Después, volvió la normalidad; mejor dicho, la rutina. Pero la vida nunca volvió a ser lo que era. La más grande de las dos hermanas fue abrazada por una tristeza que nunca la abandonó. Y, por mucho que la pequeña intentó animarla, nada pareció ayudarla. Poco tiempo después, la mayor se casó y se fue a vivir muy lejos.

La casa quedó en silencio. La niña pequeña no se casó: decía que no le gustaban los hombres y que renegaba de las familias; que no había felicidad y que no se pasaría la vida persiguiéndola, para darse cuenta al último minuto que nunca la alcanzaría. Pese a que todos en los alrededores decían que estaba loca, la joven se sentía a gusto: llevaba adelante la posada, cuidaba con mimo de su frondoso jardín y todavía sacaba tiempo para leer y pintar, que eran sus dos grandes pasiones.

Al cabo de muchos años, las hermanas volvieron a encontrarse. La mayor, que se había casado con un hombre adinerado, tenía dos hijos y había viajado por todo el mundo, regresó a la humilde casa donde se había criado para visitar a su hermana. La encontró radiante, con una biblioteca llena de libros y muchos cuadros pintados por sus propias manos.

—¿Cómo haces para seguir viviendo aquí?– le preguntó la mayor. A lo que su hermana respondió:

—Me gusta. Si realmente no quisiera estar aquí, me habría marchado.

—Pero… ¿no deseas conocer el mundo?

—Ya lo he conocido.

—¿Cómo?

—En los libros.

La hermana rió y le dijo que eso no era conocer, que tenía que ir a los lugares. La pequeña le dijo que, si bien era cierto que no podía decir que sabía cómo olía París o cuál era el verdadero color de la estatua de Pushkin en Moscú, había diferentes formas de viajar y ella había optado por el viaje imaginario porque le resultaba más sustancioso. Al final de la conversación, la pequeña sonreía y su hermana seguía invadida de una profunda tristeza.

 

 

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