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Una visita a Tololo Pampa

Sus pies estaban ensimismados en un cansancio, sus ojos también. El ver solo rocas y tierra lograba cansarlos, dar un aspecto lúgubre, un aspecto desértico, simbolizando la perdición, la muerte. Por primera vez estaban tan desolados, solitarios en esos caminos de la carretera Panamericana ruta 5, y lo peor la noche caía así como el silencio acrecentaba sus envoltorios de mudez.

El agua de las cantimploras agotábase. Un sudor frío recorría los caminos. Ambos viajeros oían música que consideraban deleitable para cualquier oído, miraban a su alrededor y veían solo una oscuridad que parecía consumir la luna, devorar la noche y las sombras de la manera más tenebrosa. Detrás de sus hombros se sentía un jadeo, pero no era el cansancio, sino una risa que agitada descansaba.

La caminata había sido larga. El jadeo mayor. Entre más caminaban hacia el interior de Carrizal, según creían ellos, más profundas eran las risas, la respiración jadeante que apreciábase cercanamente, la música y ruidos que parecían ser de una fiesta de nunca acabar.

Quizás sería lo que los dos viajeros temían encontrar, el infierno. Pero no, no lo era. Se oían ladrar perros, ‘¿habrá perros en el infierno?’ Se preguntaban. Y la hermosa voz que cantaba de un modo magistral, con un timbre de princesa, los hechizaba y asustaba mas aún.

Pedro rogábale a Dios por ser salvo, Fernando no, sólo deseaba descansar.

-    Tengo miedo, está muy oscuro, no se ve nada, no hay nada… estamos perdidos – dijo Fernando con su tono nerviosista.
-    Allá en el fondo a lo lejos, ¿ves esa luz? – alega Pedro mientras sus sucios dedos apuntaban a aquel un punto fosforescente que lográbase ver a lo lejos.
-    Tienes razón. Vese una luz flamante, es como una fogata, pidamos ayuda – rogaba envuelto en desesperación el joven Pedro.

Ambos acercan sus pies endebles unos pasos hasta llegar al frente de un acantilado, en cuya profundidad hallábase el lucero creído… pero quedan recubiertos de éxtasis y perplejidad.

-    ¡Un pueblo!. ¡Un pueblo! – gritóse a sí mismo Pedro.
-    No, eso es imposible esto es un desierto, ¿dónde estamos, qué ciudad es ésta?
-    No sé nunca la había visto, préstame la linterna.
-    Toma – dice entregándole una antigua lamparilla a gas.
-    No, no figura en el mapa – alega Pedro asustado tras el recorrido que sus ojos lanzan sobre aquel un papel, tan arrugado como tronco.
-    ¡Dios mío, sálvanos! – apela, encumbrado de desesperación Fernando.
-    Hay un… castillo, un palacio. 
-    De veras, ¡vámonos por favor!
-    ¡No! Investiguemos.
-    ¿Ofréceseles petición señores? – aparece una hermosa mujer de tez tanto morena y de envergadas crines. 
-    Nos hemos perdido, íbamos hacia Carrizal pero no sabemos a dónde nos ha enviado Dios – explícale Fernando con aquella endeble voz.
-    Vosotros encontráis en una ciudad llena de juerga, risas y música… ¿oyéronme cantar acaso?
-    Sí… sí, oí aquella voz que pronuncian sus bellos labios dama – tartamudea Pedro.
-    Trabajéis vosotros conmigo en mis yacimientos, ¿queréis ser ricos, verdad? – cuestiona la mujer.
-    No, sólo nos conformamos con que nos diga dónde estamos – pronuncia amenzadoramente Fernando – así que más vale a usted decir dónde estamos o si no…
-    ¡A mí no me amenace!. ¿No sabéis vosotros acaso quién soy yo? – elevando el tono tranquilamente dice la doncella –preséntome soy dueña de riquezas y minas subterráneas, y un solo minero trabaja en ellas con su ayudante, un toro.
-    ¿Está loca? – pregunta irónicamente Fernando.

Ambos hombres voltean dispuestos a irse de aquel funesto lugar, pero se detienen con la mirada taciturna, tras el comentario de aquella mujer.

-    Nadie se atreve a faltarle el respeto a la princesa Tololo. Yo ordenaré a “Patas Largas” que los haga vagar. Esta es una ciudad feliz, y premia a la gente alegre que con buena voluntad se somete a mis servicios, pero a la gente como ustedes, taciturnos, los quemamos en tahonas.
-    Insisto, está loca – manifiesta Fernando – el ambiente híbrido le hizo morir las neuronas.
-    Fernando, ¡mejor vámonos! – implora en casi lágrimas Pedro.
-    ¡Tienes razón!, mejor nos vamos Pedro.
-    Escuchen señores, les ofrezco otra vez el trabajo de mineros, solo por esta noche, mañana se podrán ir – ofrece nuevamente la princesa.

Ambos deciden tomar caso a la oferta de la enigmática doncella, sólo con las intenciones de dormir bajo techo y emprender sus caminatas a la luz del sol. Tololo, la princesa los hace bajar por una cueva de una oscuridad mayor a la de aquella noche, llegando así a la profundidad del acantilado, a una mágica ciudad, Tololo Pampa un espejo en el que se reflejan risas, gozo, diversión y por sobre todo magia.

La doncella, tras cautivar y encantar con su mirada, dándoles además atenciones meticulosas a sus invitados de honor, se retira fatigada a su palacio, dejando a sus nuevos mineros junto a su nuevo capataz, un gigante de varios metros de altura, el Patas Largas, y su ayudante, tal como cuenta la leyenda, un toro de cuernos de fuego y una estrella en la frente.

Una vez terminada la jornada de ardua labor ambos sujetos se retiran al palacio, entregándoles sus tesoros obtenidos de la excavación a la princesa quien los invita a un banquete, en donde la música hacía vibrar los cristales y la comida se muestra sobrante.

La doncella de largos cabellos, al bailar, embriagaba la vista de todos los presentes, pues parecía flotar en el aire, dando piruetas como las de una mariposa en el viento.

Aquella noche los amigos la pasaron como nunca lo habían pasado. 
Dichosos al término de la fiesta la princesa los condujo a dos recámaras, similares a las de un rey, eran amplias, reconfortantes y cálidas. Las marquesas de las camas eran de oro fino con rubíes auténticos incrustados de un modo tan decorativo que provocaba somnolencia repentina, sin mencionar el confort que poseía el colchón.

Al recostarse sobre las camas jamás pasó por la mente de ninguno de los dos viajeros que al día siguiente despertarían sobre dos cartones, muy cercas del acantilado, y el lugar donde estaba la ciudad era ahora piedras, un crudo desierto. Y la hermosa doncella era ahora un perro nauseabundo que se paseaba cerca de ambos hombres, los cuales tenían un vago recuerdo de aquella noche que creyeron ser indeleble.

Formar parte de una de las leyendas más importantes de nuestra región era un privilegio, pero para ellos una experiencia indeleble que sin querer se borraba poco a poco. 

Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
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