Una flor silvestre en medio del desierto sufría la inclemente sequía que le dejaba el verano reseco que hasta cuarteaba el suelo que le servia de sustento. Cada vez que la flor veía pasar cualquier ser viviente, ya una serpiente, ya un lagarto, de igual manera le comentaba: “amigo, por piedad usted que puede, podría traerme un poco de agua” . Nunca recibió ninguna respuesta en señal de socorro, ni siquiera de negativa, ya que todos caminaban distraídos con aires de indiferencia buscando agua igual que ella, y ni siquiera se detenían a escuchar sus peticiones.
Un día de tantos pasó una tortuga, la cual aunque también iba distraída, pudo escucharla debido a la lentitud con que caminaba, una lentitud más acentuada de la acostumbrada. Por la forma como la tortuga miraba la flor, parece que la había convencido de que le trajera agua. “Tu puedes, voltea tu caparazón y verás que puedes ayudarme sin mucha dificultad” – le gritaba la flor, mientras la tortuga se alejaba a cumplir la encomienda sin mucha prisa.
Pasaron los días y la tortuga no regresaba, aunque ésta caminaba y buscaba agua por todo el desierto para socorrer a la flor. Por fin encontró un charco, entonces sin pérdida de tiempo se quitó su caparazón, tomó hasta saciarse, lleno el caparazón y emprendió camino de vuelta. El camino se hizo infinitamente largo, más aún porque cuándo estaba a punto de llegar comenzó a llover; tan fuerte llovía que las patas traseras de la tortuga resbalaban en el fango haciendo más tortuoso su regreso.
Por fin cuándo llegó, llamó a la flor silvestre para entregarle su caparazón lleno de agua, y ésta estaba tan eufórica bañando en el aguacero que ni siquiera se percató de la presencia de la tortuga.
Moraleja:
La gratitud de quién recibe un obsequio, depende en gran medida de la oportunidad en que lo recibe.
Admirado amigo, sigo disfrutando enormemente de su original musa, y aun sigo sin entender como la gente que merodea por aqui no termina de descubrirte, mis felicitaciones y mi diez