En el lecho de muerte reunió a toda su familia que le rondaba con gesto grave. Huían algunas lágrimas comprimidas. Se deslizaba a través del pesado silencio la respiración sepulcral y estentorea del moribundo, que incomodaba a los allegados.

Algunos entraban y salían de la habitación de la muerte en busca de algún refrigerio, pues eran conscientes de que aquello se podría alargar en demasía, y buscaban así pequeños intermedios en aquella exposición gratuita al malestar e incomodo.

Un cura esperaba paciente en una vieja silla del recibidor de la casa, misal en mano, intentando encontrar un momento de inspiración divina para seleccionar algún pasaje brillante que concordara con la desconocida personalidad del casi muerto.

Abajo, en el portal, aguardaban dos enfermeros con la ambulancia bien aparcada, apagadas todas las luces, tranquilos, pues aquella sería una de las pocas tareas en la que no les apretaría la urgencia. Charlaban fumando con otros dos miembros de la funeraria que llegaron un poco después. Severos pero elegantes, discretos, profesionales cuya misión era alejar a la familia de aquella desagradable tarea.

En la casa de enfrente un viejo amigo del agonizante miraba por la ventana y se lamentaba, y miró una chica que pasaba.

Otro hombre, más abajo, archienemigo del casi muerto, esperaba ansioso para soltar a rienda suelta una reprimida carcajada mientras el resto del mundo, indiferente, pasaba de largo.

En el cielo e infierno había una lucha sin cuartel, sin decantar todavía, para determinar el destino último de aquella alma que ya casi se desprendía de su cuerpo perdido en los últimos estertores. Hordas de ángeles y demonios estendidos por todo el infinito entrechocaban sus espadas, que retumbaban en toda la faz de la tierra.

Es por eso que aquel día fue tan tormentoso.