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Un niño al que le faltaba amor

Erase una vez una niña llamado Clementina. Vivía en una casa grande con un jardín precioso como los que aparecen el los cuentos con dibujos. Había allí melocotoneros, naranjos y unas higueras tan altas que casi tocaban las nubes. Clementina se podía considerar una niña muy afortunada porque no le faltaba nada. Tenía un montón de juguetes, de hecho creo que ya no existía ninguno que ella no encontraba en su habitación. Cada vez que cumplía un año, que ya ha pasado siete veces, se montaba una fiesta espectacular, con payasos, globos y todos los niños del vecindario.

 

 

A pesar del todo, Clementina era una niña triste. Su carita blanca se alargaba con tanta tristeza y sus ojos azules se volvían más redondos y, como humedecidos. Sus padres se preocupaban por ella e incluso se enfadaban llamándola desagradecida. Todos les daban la razón porque durante toda la vida se han esforzado mucho para darle lo mejor. Los dos han trabajado muchísimas horas para ganar mucho dinero y así poder comprárselo todo a su hija. Desde pequeñita la han rodeado de cuidadoras que hablaban varios idiomas, de animales que le hacían compañía y de regalos. Intentaron hacerla fuerte e independiente dejándola llorar un poco cada vez que llamaba la atención y no la llevaron en brazos para que no se acostumbrara y no estuviera pegada a su madre. Clementina no entendía qué le pasaba y porqué sentía un vacío doloroso dentro de su alma. Pensaba que era una niña mala y caprichosa, tal y como decían sus padres. Poco a poco dejaba de ser triste y tímida para volverse antipática y contestona. A la mínima se enfadaba y gritaba cuando le hablaban.

 

Los padres, desesperados, decidieron castigarla y la enviaron a casa de unos primos suyos lejanos cuyos padres eran muy pobres y vivían en una choza. Querían que de ese modo se le fueran las tonterías de la cabeza y valorara por fin lo que tenía. Clementina, indiferente, fue adonde la llevaron. Hacía frío y ella estaba bastante hambrienta. En la casa le dieron la bienvenida dos niños, primos suyos de su edad más o menos. Estaban charlando y riéndose a carcajadas con sus padres y abuelos. Todos estaban contentos y alegres.

 

 Lo que se encontró para cenar eran sólo unas rebanadas de pan con aceite y una sopa de ajo con garbanzos. Sin embargo el hambre, el ambiente y el cariño que reinaba en la casa hicieron de aquella cena el manjar más predilecto que había tastado jamás. Esa familia no tenía mucho dinero pero era muy unida. Los padres estuvieron presenten en la vida de los primos de Clementina, les dieron sus miradas, sus oídos y sus brazos siempre, sin preocuparse por mimarles demasiado. Clementina por primera vez pudo entender qué era lo que le faltaba a ella. Deseó cambiar todo lo que tenía por esa casita pobre y por el amor que en ella era el mayor tesoro. No obstante supo que aquello era imposible. No podía cambiar de padres ni modificar su forma de ver las cosas. Decidió aceptarles tal y como eran valorándoles y queriéndoles mucho. También estaba segura que a partir de aquel momento iba a visitar a sus tíos y a sus primos muy a menudo.

 

 Pensó que si algún día iba a tener un niño le iba a dar todo el amor del mundo, todo lo que ella habría deseado recibir. Aquella idea le dio fuerza y le subió el ánimo. Fue como una especie de consuelo capaz de borrar todas las heridas del pasado y presente.

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