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Categoría: Históricos

Trudy Spira sobreviviente del Holocausto

TRUDY

Ya han pasado más de cincuenta años, sin embargo todo está fresco en mi mente, hay cosas que jamás podré olvidar y resucitar algo tan doloroso es difícil describir con palabras, cómo puedo transmitir lo que significó para mi como niña, el cambiar los cuentos de hada de mi madre por la realidad de las cámaras de gas y de los hornos crematorios. Cada uno de nosotros vive con su historia personal que contar y la esperanza de que aprendamos con lo acontecido.
Muchos nos tildaron de cobardes antes, durante y después de la guerra, Cuán equivocados están. Fuimos valientes al enfrentarnos a las atrocidades, aún y a sabiendas de la poca esperanza de éxito. En varios países de Europa, sin apoyo alguno, se organizaron grupos de resistencia judía, tomando en cuenta que los pueblos de Europa ayudaban a los nazis en la persecución, delación y en algunos casos hasta en el exterminio de los judíos, cuando nos llegó el momento, nuestros hermanos fueron a su muerte dignamente, pero aquellos que se sentían los "superhombres" , los alemanes, la SS, los verdugos, los que sé creían dueños del mundo y de su gente, en cuanto se vieron perdidos al final de la guerra, se arrastraban, lloraban, arrodillados clamaban perdón y los más se ocultaban, se escondieron, huyeron a otros pueblos lejanos donde con el dinero robado compraron de la manera más vil una nueva identidad, la protección y el silencio de algunos gobernantes corruptos.
Mi relato comienza en la ciudad de Kosice, una pequeña ciudad de Checoslovaquia en la que nazco en el año de 1.932 y catorce meses después mi hermano. Crecimos en un ambiente judío ortodoxo, rodeados de amor y cariño por mis padres y abuelos paternos. Luego del convenio de Munich se reparte Checoslovaquia, y Kosice, es entregada a los húngaros en el mes de septiembre de 1.938. Cierran el negocio de mi padre y con apenas treinta y seis años de edad, queda desempleado. Papá comienza a vislumbrar lo que los alemanes tramaban y cada día nos alerta, nos hace pensar en la posibilidad de perder nuestras vidas, de que nos dispersen, de que nos lleven a campos de trabajo y también nos habla de las cámaras de gas y de crematorios.
Nos habían ofrecido conseguir las visas para que toda la familia emigrara a Panamá, mi padre fue a Praga a la sede de la Embajada de Panamá donde debían entregarle las visas con toda la documentación. Mientras tanto mamá preparaba las maletas y estaba pendiente del aviso para partir. La suerte nos abandonó, justo en esos días Hitler ocupó Praga y se nos acabaron las oportunidades de emigrar. Como niños no se nos informó del comienzo de la guerra, nos enteramos el día que bombardearon nuestra ciudad, por la destrucción y por los muertos que vimos. Luego comenzamos a ver alemanes por doquiera que fuéramos.
En esa época empezaron a racionar la comida, en el colegio nos enseñaban el uso de la máscara antigás, para aquel entonces, la bomba de gas, era el arma más temida.
En el año de 1.940 empiezan a llevar a los hombres judíos a Hungría a los campos de trabajo forzado. Algunas veces mi madre acompañaba a mi padre al campo, solía sobornar a los guardias y los dejaban regresar a la casa. Una noche del año 1.941 irrumpen en nuestro edificio soldados húngaros preguntando por nuestros abuelos, los sacan de la cama, les mandan empacar lo más necesario y se los llevan, sin dar explicaciones. Fue a la mañana siguiente que nos enteramos que aquella noche se habían llevado a Rusia a los judíos que no eran húngaros por nacimiento y luego supimos que los habían fusilado.
El día que me tocó ir al colegio en el año de 1.944 con la "estrella amarilla", fue para mí algo terrible, me rehusaba a salir a la calle marcada, mi madre me decía que era una situación pasajera y por lo tanto debía de asistir a las clases. En la ciudad de Kosice la población judía representaba el 25 %, al llegar a la escuela nos sorprendió el ver que de cada cuatro niños uno, llevaba puesta la Maguen David. Ninguno de los compañeros de clases que desde kindergarten nos conocían y con quienes habíamos jugado siempre, nos volvió a hablar, ninguno compartió palabras de aliento, de consuelo, cortaron de repente los lazos de amistad. A nivel nacional se hizo un concurso de composición con tema libre, los trabajos fueron presentados por números y no con nombres, el primer premio lo gané yo. El Ministro de Educación no me quiso entregar e l premio por ser judía, se lo entregaron al que logró el segundo lugar.
Seis primos nuestros fueron escondidos por un tiempo en mi casa, cuando mi padre intuyó que los húngaros entregarían los judíos a los alemanes, les devolvimos mis primos a sus padres. Una tarde sacaron las bancas de la Gran Sinagoga de la ciudad, los optimistas aún pensaban que la necesitaban como hospital.
La guerra se acercaba a su fin decía mi padre, quien a escondidas escuchaba las noticias directas de Londres. Mi madre estaba haciendo mercado por ser ese día viernes, mi hermano y yo jugábamos en la cama, cuando irrumpieron en nuestra casa dos SS alemanes junto con dos soldados húngaros y le dijeron a papá que empezara a empacar lo más necesario, que nos iban a llevar a otro lugar. Ellos preguntaron por mamá y le dijimos que estaba en el mercado. El soldado húngaro me ordenó que me vistiera y que rápidamente fuera a buscar a mi mamá. Ellos tenían planificada por órdenes de los alemanes, la expulsión de los judíos que vivíamos en Hungría vía Alemania y su posterior exterminio. Este plan se llevaba con una coordinación y orden, habían dividió a la ciudad en zonas y venían casa por casa. Comenzaron en la calle de la primera zona y por desgracia nuestra casa estaba situada en ella, al otro día la calle segunda y así sucesivamente. Mi hermanito, todo asustado comenzó a llorar y pidió le permitieran acompañarme en la búsqueda de mi mamá, fue el alemán el que accedió y fuimos corriendo al mercado en su busca.
Recorrimos el mercado, estábamos sumamente agitados, temblorosos pero al fin encontramos a nuestra madre, le contamos lo que estaba sucediendo con nuestro padre y a penas terminamos de contarle, nos agarró por las manos y nos dirigíamos a la casa cuando en el camino nos encontramos con un vecino que le extrañaron nuestros nervios y prisa. Luego de enterado de los pormenores, trató de convencer a mi madre de que por ninguna circunstancia regresara a mi casa, que teniendo a sus dos hijos a salvo de las garras de los alemanes, tenía que tratar de salvarse y salvarnos, que de regresar, lo único seguro sería la muerte, mamá, no le hizo caso pero estos minutos que duró la discusión cambiaron nuestras vidas.
Tardamos un poco en llegar, y cuando al fin llegamos, nos encontramos con mi padre que estaba bajando las escaleras de nuestro edificio, al vernos juntos, nos hace señas para que no nos detengamos, que sigamos de largo y a los pocos metros nos alcanza y seguimos sin detenernos, aumentamos la velocidad y en la primera esquina cruzamos a la izquierda, seguimos de la forma más natural para que no se notara que nos estábamos escapando y al fin logramos llegar en otra zona a la casa de una prima. Pasado el susto papá nos contó lo que había pasado, los alemanes le dijeron que tenía que poner los muebles que teníamos en una sola habitación, estos eran sumamente grandes y pesados, él solo no los podía mover, los alemanes por no molestarse, le ordenaron que buscara a otros vecinos para que lo ayudaran y era en ese momento en que estaba bajando por ayuda cuando al vernos, se le ocurrió la idea de escaparnos. De no haber discutido mi madre con nuestro vecino, habríamos llegado antes a la casa, y ya no nos hubiéramos podido escapar.
Debíamos salir de Kosice, los alemanes no nos perdonaban el que por su culpa nos hubiéramos escapado, éramos presa fácil de encontrar, por lo tanto al finalizar ese sábado tendríamos que viajar y la ruta lógica era Slovaquia, donde para esos tiempos existía cierta calma. Describo los hechos, pero cómo se describen los sentimientos, el miedo, la incertidumbre. Nuestros padres ansiosos por la llegada del guía que nos haría pasar la frontera, yo en cambio, rezando para que no llegara, los cuentos que había escuchado de lo que les sucedía a los que trataban de pasar la frontera, los alemanes con perros amaestrados para impedir que la gente los evadiera me causaba tal pavor que desde entonces y hasta el día de hoy le tengo un miedo terrible a los perros.
El plan de fuga era muy simple, el guardabosque de este lado de la frontera en combinación con el guardabosque del otro lado serían los encargados de ayudarnos por el precio convenido. Nos disfrazamos de campesinos y nos dividimos en tres grupos de a dos; mi mamá con mi hermano iban con el guardabosques, yo iba con una señora que nos pidió la lleváramos y mi papá con una vecina que se había unido a nosotros. Salimos cada uno de los grupos por separados y tomamos diferentes rutas, debíamos encontrarnos a las 2 de la tarde en un punto determinado donde nos esperaría el otro guardabosques. Acordamos que de perderse alguno, debía de regresar a la casa de la prima. Mi padre y la vecina no llegaban al lugar del encuentro, pasaron tres horas y desesperado el guardabosque insistía que debíamos partir, que lo más seguro era que los habían agarrado los alemanes, y si demorábamos más perderíamos la cita con el otro guardabosques y la posibilidad de escaparnos. Mi madre no dudó ni un momento, ella no se marcharía sin su esposo, le dijo al guardabosque que regresara a la casa de la prima y viera si estaba mi padre, así fue, al llegar los encontró a los dos, se habían perdido en el bosque y regresaron al punto de partida. Cuando nuestro guía llegó de nuevo al bosque con papá y la señora, la hora del encuentro en la frontera había pasado y el señor no sabía que hacer con nosotros.
Era de noche en el momento que el guía viendo que no podíamos regresar, nos encamino unos metros dentro del bosque cuando a lo lejos vimos una silueta que se nos acercaba, temerosos nos quedamos inmóviles hasta descubrir que era nuestro guía de la tarde quien había regresado por nosotros. Nos contó que lo habían descubierto y puesto preso los alemanes, que lo interrogaron porque ellos suponían lo que estaba tratando de hacer, al no debilitarse en el interrogatorio y sin pruebas, lo dejaron libre. Otra vez la suerte nos acompañó, de haber llegado a tiempo a la cita, los alemanes nos hubieran fusilado en el mismo sitio.
Casi de madrugada llegamos a la casa de mis tíos, no pudimos quedarnos, pero nos dieron mucho dinero y papeles de identificación falsos, fuimos a Bratislava, la capital de Slovaquia, donde nadie nos conocía como judíos. Papá comenzó a trabajar en una fábrica. Supimos de una vecindad muy exclusiva y por lo tanto prohibida a los judíos, con identificaciones falsas y con el dinero de los tíos, logramos alquilar una casita y nos mudamos. Fueron varias las noches que los alemanes vinieron pidiendo nuestras identificaciones y al ver los papeles de gentiles se iban. En una de estas incursiones nocturnas, un soldado alemán al ver a mi hermanito tan asustado, le dijo: "muchachito, no tengas miedo, no vinimos a llevarte, solamente vinimos a ver quienes son" y cumpliendo la orden de sus superiores al píe de la letra salió de nuestra casa. Pienso que fue un momento raro de humanidad, o quizás no quiso cargar en su conciencia con otro peso.
He vuelto a relatar hechos, pero ¿cómo describir lo que pasa en la mente de un ser humano y en mi caso de una niña, que durante varias semanas no puede, ni siquiera arrimarse a la ventana, por miedo? ¿cómo describir el sin vivir de que cada vez que tocaban el timbre pensábamos era nuestro fin?. Una noche se escuchan tiros cerca de nuestra casa, de repente golpean duramente la puerta, eran varios SS, uno de ellos de manera brusca le baja los pantaloncitos a mi hermanito, descubre que somos judíos, nos mandan a vestir, nos llega el momento a lo que durante todo éste tiempo teníamos miedo. Nos enfrentamos a nuestra pesadilla, ahora es ya toda una realidad. Afuera todo un camión repleto de gentes, de jóvenes, ancianos y de niños, tenían reflejada la misma angustia, el mismo miedo. Con ese método esa noche limpiaron la vecindad de judíos. Durante dos días nos llevaron a un campo dentro de la misma ciudad mientras recogían a más judíos.
Al anotarnos en el libro de registros que ellos llevaban, se percataron de que ese día era el cumpleaños de mi hermanito, cumplía once años de edad, él de la manera más natural y sincera, les contestó: "lo único que les pido es que nos devuelvan la libertad a mi familia y a mi", con una carcajada le respondieron los alemanes, no tenían la más mínima intención de complacerlo. De ahí nos llevaron a otro campo en Slovaquia llamado Szered, de donde salían los transportes para Auschwitz. Este campo también era manejado por alemanes. Eramos varios miles de judíos los que llegamos a Szered, nos mandaron a poner en fila y lo primero que nos advirtieron era que teníamos que entregarles todo lo de valor, las joyas y sobre todo, el dinero. Los alemanes sabían que la mayoría de los judíos poseían divisas y que las usaban para tratar de salvar sus vidas. Nuestro dinero lo teníamos mi hermano y yo, una parte la tenía en una prenda íntima de mi ropa y la otra parte en una pelota de trapo que mi hermano tenía como juguete.
Cuando los alemanes ordenaron que se les entregara todo lo de valor, una pareja de edad avanzada salió de la fila, de las hombreras de sus abrigos sacaron una faja de dólares y se los entregaron. Apenas recibieron los dólares, tiraron a los viejitos al suelo y los golpearon brutalmente, sin misericordia; luego de ésto, nadie les entregó nada. Una vez que nos asignaron las barracas, mamá tomó la pelota de trapo de mi hermano, y me llevó al baño. Allí asustada, sacó los dólares que yo tenía como también los de la pelota, los rompió en pedazos y los tiró por la poceta. Veíamos disipar nuestras esperanzas de salvación, nuestras ilusiones de poder salvar nuestras vidas. Ya resignados, para evitar problemas, queríamos deshacernos del dinero, pero el agua no bajaba, y los pedazos de los billetes flotaban. No podíamos dejarlo así, mamá temía que los alemanes tomaran venganza por este delito con toda la gente del campo. Recuerdo que luchamos mi madre y yo bastante tiempo hasta que hicimos desaparecer lo que para entonces era una fortuna y con la desaparición del dinero, desapareció nuestra última esperanza.
Aquella noche fue la primera vez que comía comida no kasher, me rehusaba a comerla, mi padre insistió, nos explico que debíamos de estar bien alimentados para poder subsistir y en casos de necesidad todo era permitido, decía que todo era cuestión de meses, que la guerra duraría pocos meses, y era nuestra obligación el tratar de salvarnos. Después nos dijo que lo más probable era que nos llevarían a Auschwitz, de nuevo nos explicó lo de las cámara de gas. Para aquel entonces teníamos, mi hermano 11 y yo 12 años, nos dijo que los menores corrían el mismo riesgo de los ancianos, que debíamos de mentir cuando nos preguntaran nuestras edades, a mi hermano le instruyo para que dijera que tenía catorce años y a mí, diez y seis, estas eran las edades en que permitían que los niños comenzaran a trabajar y si pasábamos esa prueba, tendríamos mas oportunidades de sobrevivir. Papá nos contagio con sus enormes deseos de vivir, decía que debíamos salvarnos para demostrar al mundo que somos un pueblo fuerte, imposible de aniquilar.
Una mañana nos llevaron a la estación del ferrocarril, y nos hicieron montar en vagones sin ventanas, solo con un hueco para respirar de unos 50 centímetros por unos 30 de alto, protegido con alambres de púas. Fueron los últimos días donde toda la familia estuvo unida, papá nos cantaba algunas canciones para romper el miedo que nos embargaba, juntos recordábamos algunos eventos familiares y siempre nos prometíamos que lucharíamos, que haríamos hasta lo imposible para sobrevivir, esto lo tomamos casi como una obligación.
Cuando llegamos, no supimos en donde estábamos, a lo lejos veíamos una puerta de hierro con un gran letrero que decía en alemán, " El trabajo endulza la vida ", luego unos alambres de púas y detrás, barracas de madera. Estábamos en Birkenau. Bajamos de los vagones, cada unos con un paquete pequeño sobre sus hombros, con hambre, con sed, pero sobre todo, muy asustados. Al lado de los rieles del tren, los SS con sus perros, gritaban para que nos pusiéramos en fila. A la cabeza de la fila un SS alto con su mirada fija, con guantes blancos, moviendo uno de sus dedos, indicaba por donde debíamos pasar.
Cuando llegó mi turno, miré al SS, luego supe que era Mengele, preguntó mi edad, le contesté lo que mi papá me había indicado, le dije tener diez y seis años. Como y era alta y bien desarrollada, no lo dudo ni por un momento, me mando a la fila de los demás adultos, los aptos para trabajar. Con mi hermano fue diferente, al decirle que tenía catorce años, Mengele lo miró con su sonrisa cínica y diabólica y le contestó: "aunque sé que mientes, pareces un muchacho inteligente ", y también lo mandó para la fila de los aptos para el trabajo. Ese día gracias a la sabiduría de mi padre logramos ganar la primera batalla.
Separaron a los hombres de las mujeres, recuerdo como mi papá se despidió de nosotros. En ese momento mamá le contó que el soldado húngaro al cual papá le había pagado para que nos trajera de vuelta de Rusia a nuestros abuelitos vivos, nos había escrito diciendo que a su llegada ya los habían fusilado, que no llegó a tiempo para salvarlos, fueron momentos dramáticos, mi padre tenía la esperanza de que se hubieran salvado sus padres, pero no, y por otro lado nos tenía que abandonar solas a nuestra suerte. Sus últimas palabras para mamá fueron: "nos volveremos a ver, si no en este mundo, entonces en el venidero". Papá se fue con mi hermano, los seguimos hasta donde la vista nos alcanzó. No puedo describir los sentimientos de aquel momento. Hay que tomar en cuenta que cuando llegamos a Birkenau ya estábamos luchando por sobrevivir durante varios años una lucha muy agotadora y aunque parecía como el final de un camino largo, lo más duro, apenas empezaba.
Al día siguiente nos tatuaron. Cada una de nosotras recibió un papelito con su número asignado. Al ver que el tatuaje lo hacían con unas agujas muy largas y con muchos pinchazos, comencé a llorar, el miedo a las agujas estuvo a punto de costarme la vida, mi madre en una demostración de inteligencia natural, cambió su número por el mío y ocupó mi lugar, ella iba a ser tatuada primera que yo para darme fuerzas, para animarme, por este motivo, nosotras dos tenemos cambiados nuestros números asignados en el campo de concentración.
Durante mi estadía en Birkenau y posteriormente en Auschwitz, fui testigo de muchos actos de humanidad. Durante el Appel (conteo en la mañana al salir del campo o en la tarde al regresar al bloque), se conversaba, mi madre dijo el nombre de su pueblo natal Kurima. Al día siguiente, una muchacha pasaba en las filas y preguntaba que quién era de Kurima, cuando mi mamá le contestó, le entregó un paquete y enseguida desapareció. Al entrar en la barraca, abrimos el paquete y encontramos un cepillo de dientes, jabón, un poco de papel toilette y una lata de sardinas. Eran artículos de absoluto lujo en Birkenau. Le dimos muy buen uso, pero fue solamente en el año de 1.946 ya terminada la guerra, cuando mamá despidiéndose de una prima que había sido trasladada a la Embajada de Checoslovaquia en Washington, le contó de vivencias dentro del campo, de la sorpresa del paquete anónimo, ésta comenzó a reír, le dijo a mi madre que estando ella en el campo había oído por medio de otra prisionera de que había gente de su pueblo de Kurima, entonces me dije, si son de Kurima o son de mi familia o por lo menos nos conoce, y le mandé ese regalito, jamás imaginó que fuimos nosotras las afortunadas en recibirlo. El destino nos hizo dos jugadas, estuvimos juntas en el mismo campo sin vernos y sin nos ayudamos sin saberlo.
Unos días más tarde, en uno de esos Appel, me separan de mi mamá. Para mí, ésto era ya lo último, siempre fui una niña mimada, cuidada, protegida y a los escasos doce años de edad, me encuentro en Birkenau, consciente de los peligros y absolutamente sola. Al despedirme de ella la dejé desconsolada, le dije que sería la última vez que me vería, ya que sin su presencia, y en estas circunstancias, no me importaría sobrevivir. Mi madre se alejó con el corazón destrozado y con lágrimas en los ojos. En la noche me enteré que a mi madre la llevarían a trabajos forzados en otro campo, quise verla una vez más, quise raparar el daño que le infringí en la tarde, y aunque había toque de queda, me escapé de mi barraca con la intención de visitar a mi madre por última vez. En mi carrera me agarró una capo y por más que lloré para que me dejara ver a mi madre, la mujer me golpeó brutalmente hasta que se cansó y apenas tuve fuerzas para regresar después a mi barraca. La golpiza que me dio esta mujer logró que por varios días mi cuerpo adolorido mezclara ambas sensaciones y no me permitiera reconocer cual de los daños me hacía llorar más, la separación de mi madre o los golpes recibidos. La capo hizo en mi lo poco que faltaba para convertirme de una sola vez, de niña mimada a una mujer amargada. Su cara no la podré olvidar jamás. Desde ese instante me tocó enfrentarme sola a la vida y a la muerte.
Durante mi niñez mi mamá me enseñaba desde una acera de la calle a una señora que me había amamantado al nacer. Nunca conocí a la familia de ésta señora, pero aparentemente, ella de la misma manera que mi mamá, también les enseñaba a sus hijas a quién había amamantado. Una tarde en Birkenau se me acercan dos adolescentes y me dicen: "somos hermanas de leche, ya que hemos tomado la leche de la misma madre y por lo tanto es nuestro deber ayudarte". Durante mucho tiempo compartían conmigo la poca comida que tenían y me ayudaron en todo lo que estaba a su alcance. Después de la guerra las busqué para agradecerles lo que hicieron por mi, sin embargo nunca llegué a encontrarlas. Sospecho que ellas no sobrevivieron.
En Birkenau me asignaron el trabajo de tejer mechas para las bombas. Nos asignaron cierta cantidad de metros que debíamos hacer diariamente. Siendo yo niña, no podía cumplir con mis metas. Por fortuna, mi capataz, también prisionero, pero prisionero político, era un hombre muy humano, de origen checo. me encubría con mi producción mientras el estuvo nunca los alemanes se percataron de mis fallas en la producción. Un día hablando con él, resultó que compartía la barraca con mi papá. Al día siguiente, para mi gran sorpresa, cuando nos trajeron la materia prima para el trabajo, me encontré con que la persona que me la entregaba era mi papá, el capataz tan bueno y noble lo había arreglado, lo único que nos pidió que no demostráramos que éramos padre e hija, más bien que aparentáramos una amistad y nada más, porque de lo contrario lo perjudicaría a él enormemente. Fueron varias semanas, dos veces al día podía ver a mi padre, pasaba algunos minutos con él, me hizo más llevadera mi estadía en Birkenau. Mi padre me preguntaba mucho por mi mamá y yo por mi hermano. Papá me contó que mi hermano se había enfermado de escarlatina, que lo habían llevado a la enfermería, pero no sabía nada más de él. Los ratos que pasé con mi padre, llenan el vacío que a veces tengo en la vida, sus consejos, su paciencia, su madurez y entereza enriquecieron mi espíritu, alegraron mi vida y renovaron mi fe, pero como todo lo bueno esto tampoco duró mucho tiempo.
Un día me cambiaron al capataz, mi papá ya no volvió más con la materia prima. Este trabajo se lo asignaron a otra persona, ya no tenía a quién preguntar qué pasó. Una tarde se aclararon mis dudas, de lejos lo vi en una fila de hombres marchando, y entre ellos ahí estaba mi papá. Los llevaban a otro campo, ésta fue la última vez que lo vi. Recibí su mensaje de despedida con su mirada, sin palabras pero con un gran sentimiento lleno de amor, desde lejos y para siempre nos despedimos.
Con el nuevo capataz, las cosas cambiaron, éste era sumamente estricto, carecía de sentimientos, no fue capaz de protegerme aún a sabiendas de mi corta edad, no dudó en denunciar mi poca capacidad de trabajo. Los alemanes me castigaron, al día siguiente me pusieron en un "Straf Appel" (una fila de castigo), comenzó mi castigo a las cuatro de la madrugada y duró hasta las siete de la noche, fueron horas de sufrimiento, fuimos varios los castigado por distintos motivos. En pleno invierno, dentro de la nieve, con un frío insoportable, estuvimos parados quince horas, algunos se congelaron y no sobrevivieron el castigo. A las siete de la noche sentía dolores muy fuertes en los pies, pero de ver a otros congelados, me sentí contenta de que podía regresar a la barraca para acostarme. Toda la noche la pasé llorando, los dolores eran insoportables. En la mañana ambas piernas las tenía muy hinchadas, estaban negras hasta las rodillas, llenas de ampollas grandes. Por ser día de Navidad, me dejaron todo el día acostada, y solamente al día siguiente me llevaron a lo que ellos llamaron "hospital". Para entonces, ya el frente Ruso estaba muy cerca de Auschwitz y se escuchaban cañonazos día y noche. Los alemanes se estaban preparando para huir, pero eso sí, no iban a dejar huella de los crematorios ni de las cámaras de gas. Con mis pies congelados, no podía dar paso alguno, me quedé en el "hospital" y un día vi a un niño asomarse por cada una de las literas, algo estaba buscando, su desesperación iba en aumento, no era algo, era a alguien, vi su tristeza y al mirarlo mejor, me di cuenta de que era mi hermano. Se había curado de la escarlatina y le habían informado de que yo estaba en Birkenau, el me había estado buscando por varias semanas. Al llamarlo por su nombre se sorprendió de tal manera, que aunque nos separaba una pequeña pared de unos cuarenta centímetros, no se dio cuenta, me contestó: "ahora, que por fin te he encontrado, mira, esta pared tan alta y tan grande que no puedo llegar hasta ti". Lo tranquilicé y le dije que, con solamente levantar sus piernas, ya estaría conmigo. Se me acercó, me abrazó y me besó, sacó de su bolsillo una remolacha y me la dio, una remolacha en Birkenau, era un manjar.
Llorábamos de emoción, pero mi hermano no pudo quedarse mucho tiempo, tenía que regresar a su trabajo. Antes de irse me preguntó si quería algo más, porque ahora que por fin me encontró, vendría a verme cada día, ya que su trabajo lo hacía en el lugar donde yo me encontraba. Le pedí vendas para mis pies enfermos, nos despedimos con la esperanza de vernos al día siguiente. No lo volví a ver si no seis meses después de finalizada la guerra, en nuestra casa.
Aquella noche del día diez y ocho de enero de 1.945 los alemanes decidieron abandonar Birkenau y Auschwitz, se llevaban a los prisioneros que todavía podían caminar. La misma noche quemaron el crematorio, la cámara de gas y los archivos. A los que nos quedamos nos advirtieron que nos matarían, ya que no tenían intenciones de dejar testigos vivos. Una prima de mi mamá, al ver que yo estaba decidida a quedarme, me suplicó que hiciera el intento y que me fuera con ellos. Cuando le mostré que no podía ni siquiera pararme, se puso a llorar, no sabía como se enfrentaría un día a mi mamá para explicarle que me dejó en un lugar donde la muerte inmediata era segura. Esta prima, no sobrevivió la guerra, y yo, sí.
Nunca olvidaré esa noche, los alemanes abandonaron Birkenau y dejaron todo el campo ardiendo. Los que pudieron, salieron de las barracas, porque estas eran de madera y de un momento a otro se podrían incendiar. Yo me quedé sola en la barraca, no me podía mover, al ver el fuego a mi alrededor, me asusté, pero como se dice en hebreo, "Ein Brerá". Yo no me podía mover. Felizmente, el fuego no llegó a mi barraca y en la mañana los judíos sobrevivientes, regresaron a las suyas. De esta manera nos quedamos solos durante cuatro días. Los alemanes, huyeron, pero los rusos no llegaban. Los que podían moverse, salían a buscar alguna comida, y cuando encontraban algo, lo repartían. Al quinto día regresaron los alemanes, más brutales que nunca. Volvieron a insistir en que nos matarían, pero por suerte no tuvieron el tiempo para ello.
Sábado 27 de enero de 1.945, de nuevo esa mañana nos encontramos solo, los alemanes volvieron a huir durante la noche. Una de las mujeres que fue en busca de comida, regresó temblorosa diciendo que había visto a dos soldados rusos medio escondidos dentro del campo. Al principio no le queríamos creer, aunque nos dimos cuenta que había demasiada calma. Nadie se atrevía a salir de las barracas, esperaban a ver que pasaba. Esa noche llegaron muchos soldado rusos ellos estaban borrachos, tenían bastante para beber, pero no tenían comida. Nadie pudo dormir esa noche, el miedo a los borrachos y a los tiros nos lo impedían. El domingo 28 llegaron los oficiales rusos, nos informaron que nos estaban liberando. Los que podían salían en busca de comida, yo simplemente esperaba que alguno se apiadara de mi y me trajera algo, y así, se me acercó un señor con la bondad reflejada en su rostro, este señor también era un sobreviviente, un famoso médico traumatólogo de Berlín, ya no me dejó sola, no se aparto más de mi lado.
Los rusos, al darse cuenta del abandono en que nos encontrábamos, nos llevaron de Birkenau a Auschwitz, tenía mejores condiciones, las barracas eran de ladrillos y era más fácil mantenerlas limpias. Yo me quedé en Auschwitz hasta el día 2 de mayo del mismo año. Durante ese tiempo los rusos filmaron a los supervivientes de Auschwitz. Me dicen que esta película la exhiben en el Museo de Auschwitz.
El médico que me atendió en Auschwitz, tuvo toda la paciencia del mundo, su deseo, llegaba a poder verme sentada en una cama, cuán feliz estaría hoy si pudiera verme caminar. En Rumania me hicieron otra operación muy dolorosa, desde ahí escribí a mi casa para ver si alguien me contestaba. Algunas semanas más tarde recibí contestación de una tía mía, en ella me decía que no tenía noticias de los míos, pero que esperaba que llegaran de un momento a otro. Con un señor que vivía en mi pueblo, emprendí el viaje de retorno, un viaje de diez y ocho horas, y nos duró siete días. Al fin a las dos de la tarde llegamos a la puerta de mi hogar, tocamos la puerta y nos recibió una hermana de mi mamá. Ella con su esposo y su hijo sobrevivieron la guerra escondidos en Budapest y se vinieron a nuestra casa, punto de encuentro de toda la familia luego de la guerra, por instrucciones de mi padre. Ellos eran los únicos que habían regresado. La alegría de mi tía era enorme. Cuando llegué a mi casa, pesaba veintidós kilos, fue mi tía quién se ocupó de alimentarme para que me recuperara, no era tarea fácil, ya que la comida escaseaba. Mi tía iba temprano todas las mañanas a los pueblos cercanos a nuestra ciudad y compraba lo que conseguía. Al comienzo me alimentaba solamente con sopas, ya que tenía miedo que me hiciera daño cualquier cosa sólida.
Enferma, recién operada, sin mis padres sin mi hermano, caí en una gran depresión, más aún cuando una noche esperando la llegada de mi padre en el tren luego de un aviso de un amigo, el que llegó, se le parecía bastante, pero no lo era. Por días me quedé encerrada en mi cuarto sin querer hablar con nadie. Unos días después un señor me dijo que había visto a mi hermano en Budapest, que no tenía intenciones de regresar al pueblo, que el sabía a toda su familia muerta y no le interesaba volver a ver la casa, que le daba mucho dolor y no justificaba el viaje. De nuevo otra prueba, mi hermano con vida, pero rumbo a Israel, o los Estados Unidos, y yo enferma imposibilitada de caminar, sin conocer el paradero exacto y sin medios de comunicación con que localizarlo, la suerte me deparaba una vejez invalida y sola.
Pero algo lo hizo cambiar de opinión, vino hasta nuestra casa en Kosice y ahí comenzó su desespero. Mi madre era amante de las flores, jamás hubiera permitido que la maleza tupiera el jardín de su balcón, en ese momento cuando mi hermano parado en frente de nuestro edificio levantó la vista, todo era maleza, no había flores, fue fácil para él entender que la casa estaba deshabitada, dio un giro y regresó a la estación del tren. Su pena y su dolor no le permitían ver su hogar vacío, el miedo enorme del fantasma del recuerdo era sumamente poderoso como para enfrentarlo solo. En la mitad del camino reconoció al conserje de nuestro edificio, se le acercó, lo saludó, éste, no lo reconoció, mi hermano luego del tifus había quedado completamente calvo; la lozanía de su piel, la frescura de su infancia se había perdido. Mi hermano le dijo de sus planes, el conserje notó que no nos había visto, lo detuvo y le informo de que si estaba viva, que cada día suspiraba por su regreso, que me daría una gran alegría con su presencia. De la mano me lo trajo y ahí comenzó mi cambio, ya no me sentía sola, estábamos el uno para el otro. En nosotros comenzó a revivir la esperanza de que alguno de los nuestros pudiera estar vivo.
Pasaron tres semanas, era un jueves en la tarde, recibimos un telegrama decía: "Llego mañana en la tarde" firmado, Frida. En la casa todo era confusión, le pregunté a mi tía si en nuestra familia había otra Frida, ella me decía que no, que sin lugar a dudas era mi madre, que me quedara tranquila, pero al igual que me pasó con mi padre que lo esperé en la estación y el que llegó no era él, mi temor para con mi madre era mucho mayor. Ese día viernes, preparamos la cena y la esperamos. Mi tío regresó de la sinagoga y esperamos sin cenar esa noche. El sábado en la mañana tocaron a la puerta y al abrirla ahí estaba parada, era mi madre, estaba viva, su bondad, su amor, y su dulzura para con nosotros no había cambiado.
Como describir el reencuentro de una madre con sus hijos luego del infierno nazi, como explicarles los sentimientos, las emociones. Lo único que puedo decirles que fue de tal magnitud que ese día a mi tía le dio un infarto y luego de un año murió, ella también fue una víctima de los nazis.
Mi madre nos preguntaba constantemente lo que nos había pasado en los campos, ni mi hermano ni yo, teníamos intención de contarle, sabíamos todo lo que ella había sufrido y no queríamos darle mas sufrimientos contándole los pormenores de nuestras vidas durante el lapso en que estuvimos separados. Una de las pocas cosas que le dije, fue de la paliza que me dio la capo, la noche que traté de despedirme de ella, le hablé de los días que pasé adolorida por sus golpes y por mi soledad.
Mi madre, luego del sufrimiento de los campos de concentración y demás, tuvo que enfrentar una nueva realidad, cuidar de una hermana enferma y de dos niños menores sola. Mi médico recomendó que me llevaran a vivir a la montaña, que el clima, me abriría el apetito y ayudaría a mi recuperación. Una organización judía que se ocupaba de ayudar a los sobrevivientes, nos envió a las montañas. Pero en este gran mundo, suceden cosas que nos hacen pensar en lo pequeño que es. Una tarde en la montaña en una mesa a nuestro lado, reconocí a la capo que me golpeó, mi madre quería denunciarla, no se lo permití, le dije: que su consciencia sería su mejor castigo.
Mi padre tenía un gran amigo, hermano de campo, juntos trataron de escaparse cuando los alemanes empezaron a huir, llegaron a una cueva con capacidad para cuatro personas y encontraron a siete adentro, papá los conocía, éstos ofrecieron un puesto para mi padre, pero en verdad no cabían dos. Mi padre era un hombre justo, y responsable de su familia, los lazos de amistad que lo habían unido a su compañero, eran casi como lazos de sangre, jamás lo dejaría abandonado, siguieron los dos en su camino por el bosque. Los alemanes huyendo en su retirada, sabiéndolos desarmados, los fusilaron a escasos metros de la cueva en la que no se ocultó. Los otros siete judíos sobrevivieron.
Hitler y los que lo rodearon, se suicidaron. Otros se escondieron, cambiaron sus identidades. No tuvieron el valor de enfrentarse ni a la historia ni a la justicia. Nosotros los sobrevivientes, sin embargo, seguimos y seguiremos escribiendo historia..
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