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Sospecho de ti

Armán sabía que algo andaba mal. No importaba lo que le hubieran dicho los doctores y los psiquiatras; algo andaba muy mal. Lo presentía. Lo sabía con una certeza inexplicable, que le paraba los pelos de punta y le creaba ampollas en la piel blanca y tierna, bien cuidada por años de andar siempre con suavizante encima. 
“Los médicos no saben nada”, dijo Armán, abriendo una ventana para espiar al vecino. “Y los psiquiatras menos todavía”. Vio a su vecino, un hombre maduro y calvo, estirándose en el balcón, doblándose a recoger el periódico. Lo observó, callando hasta su respiración, mientras el hombre volvía adentro, seguramente para espiarlo a él, pensaba Armán. 
“A éste lo estoy velando. Un día de éstos...” Cerró la ventana furtivamente, para no darle sospechas al calvo. Inhaló hondamente, recobrando la respiración. 
Miró a su alrededor. La sala era un desastre. Tenía diagramas desparramados por doquier, todo el vecindario dibujado a lápiz (para poder eliminar o añadir sospechosos) en grandes hojas de papel que había comprado hacía dos semanas, cuando se había percatado de que alguien lo quería matar.
Todavía no sabía quién, pero sospechaba de todo el mundo. Una tarde, había ido a la cocina para tomarse un café y notó que la puerta estaba abierta. Pensó que tal vez la había dejado abierta él... pero no. Alguien había entrado a la casa. 
El café -- envenenado.
El azúcar -- tenía arsénico.
Se sintió vigilado en seguida y fue donde el psiquiatra rápido. El psiquiatra le dijo, muy francamente y muy profesional y confiado, que estaba seguro de que nadie lo vigilaba.
“¿Para qué, Armán? ¿Quién te va a vigilar a ti? ¿Por qué razón?” 
“No tiene que haber ninguna razón. Este mundo no tiene ningún sentido. Mire las cosas que le hacen a la gente todos los días. ¿Por qué razón? La razón no se necesita para hacerle daño a alguien”.
El psiquiatra le había recetado unas pastillas pero él no se las estaba tomando. Comenzó a sentirse peor y fue donde el médico, quien luego de examinarlo superficialmente y de hablar con él le aseguró que no tenía nada. Al Armán insistir en un mal que no lo dejaba ni dormir, el médico lo mandó a hacerse unos exámenes, los cuales, por supuesto, tampoco habían mostrado nada.
La cosa se puso peor. Armán no dormía ni de noche ni de día, velando a cualquiera que lo venía a visitar o le pasaba por el lado en la calle. Un día le comentó a su madre que había encontrado la puerta abierta una tarde, cuando empezó a sospechar, y ella le dijo que probablemente había sido ella, porque la puerta daba trabajo y no quiso despertarlo al cerrarla. La añadió a la lista de sospechosos.
Ahora llevaba una semana sin salir de su casa, y las visitas eran menos frecuentes y más cortas. Últimamente sólo le abría la puerta a su madre, que le cocinaba o venía a traerle la compra, aunque él ya no se alimentaba bien.
Las sospechas se lo estaban comiendo. Esperaba largas horas frente a la puerta con un gran cuchillo en la mano, amolado, reluciente y listo para dar muerte a su atacante tan pronto se mostrara. 
No sabía a ciencia cierta en quién confiar menos o de quién sospechar más. Alguien lo estaba tratando de matar, seguro. Su salud iba de mal en peor. Se miraba al espejo y se veía más pálido que nunca; hasta dejó de usar el suavizante por temor a que la piel se le empezara a caer. 
“¿Quién será?” se preguntó una noche. Repitiéndose la pregunta se quedó dormido, sin saber que se levantaría del sueño con la seguridad de saber quién lo quería matar.


En mitad de la noche Armán despertó. Sudaba mucho. Las manos le temblaban descontroladamente. Dentro de su cabeza oía el sonido que hacían sus dientes al crujir, luego al chocar unos con otros con un escalofrío repentino y continuo.
Ya casi tenía la certeza. Finalmente estaba a punto de descubrir lo que lo quería matar. Con razón no había dado con el sospechoso. No se había hecho la pregunta adecuada, necesaria, para resolver el misterio. No era “¿Quién?” La pregunta debió haber sido “¿Qué?”
En la oscuridad de la sala (no se atrevía dormir en el cuarto porque no podía oír la puerta) hizo silencio, un silencio absoluto. Presto atención. Escuchó dentro del silencio.
Pum...
Cerró los ojos para oír mejor, sin ninguna distracción.
Pum pum.
“Dios mío, no puede ser”.
Pum pum. Pum pum. Pum pum.
Armán se puso una mano en el pecho, y con gran dolor corroboró lo que se le había ocurrido en el sueño: 
Lo que quería matarlo era su propio corazón.
“No, Señor. No”. 
Pero con la palma de la mano bien apretada en el pecho, se dio cuenta de que de aquella realidad no había escapatoria. 
Con razón no se lo creyó el psiquiatra. Por supuesto que el doctor no encontró nada. Ninguno de ellos, incluyéndose Armán, sospechó del corazón. 
Qué asesino más perfecto, el corazón. 
Armán se desesperó tan pronto se dio cuenta que la realidad del asunto no era nada más y nada menos que eso -- la realidad. Por la gente en la calle no se tenía que preocupar mucho, porque él casi ni salía ya. Del vecino se hubiera encargado fácilmente. Si hubiese resultado que la culpable era su madre, no sería la primera vez que se oyera de matricidio. Pero esto...
“¡¿Qué hago?! ¡¿Qué voy a hacer?!”
Empezó a llorar. Lloró tan desconsoladamente que a alguien pasando por la acera le parecería un alma en pena, que era exactamente en lo que se había convertido Armán. 
Se ahogó con sus lágrimas y empezó a toser, y tosiendo se sintió sin aire, y por un momento se volvió más loco de lo que estaba, convencido de que ahora era, que su corazón lo asfixiaba, que dejaría de latir para deshacerse de él. 
Cayó de rodillas. De la butaca sobresalía el cabo del cuchillo con el que se sentaba a velar la puerta.
El corazón aceleraba, se detenía, corría, paraba. Para confundirlo. Para cogerlo en alguna debilidad y darle muerte.
Armán abrió la boca bien grande y no consiguió aire. Tanteó hasta dar con el cuchillo.
“¡¿Y ahora?!” le dijo al corazón en un suspiro asfixiado, y se espetó el cuchillo en el pecho.
Se le fue el poco aire que le quedaba. Pudo haber jurado que oyó a su corazón gritar (que había sido un grito suyo). Se retorció el cuchillo, hundiéndolo más.
“A-hí”, susurró Armán. “Des...gra...cia...d...” Cayó de frente agarrando el gran cuchillo, la punta del cual le salió por la espalda desnuda y blanca y tierna. 
Armán, en un charco de sangre que le pareció chocolate en la oscuridad, con una sonrisa en los labios, exhaló por última vez...

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