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Sor Ángeles

SOR ÁNGELES


Erase una vez un niño, que desde mozo se prometió llevar todos los años en la procesión al Santísimo Cristo, que en la ermita de su pueblo se encontraba solitario en su santuario. Esperando que llegara la víspera de fiestas, deseando de nuevo ser trasladado al pueblo, para poder compartir con sus habitantes, la alegría y la dicha de vivirlas todos juntos.
La bajada del Cristo era el acto del inicio de las fiestas, y posiblemente el de mayor numero de simpatizantes, siendo su solemnidad bien reconocida por vecinos y forasteros. Sobre las ocho de la tarde se acercaba la cita que tenían todos los años con el Cristo de la Gomia, en ese momento se abrían las puertas de la ermita, y el rellano de enfrente se llenaba de vecinos, ataviados con ornamentos y vestidos de gala, más las bandas de músicas dispuestas a que la bajada del Cristo reluciera de esplendor como siempre.
Entonces era cuando los mozos del pueblo atornillaban las barras de madera al pedestal, y encendían los faros que en cada una de las cuatro esquinas habían, quedando alumbrada la hermosa talla, inspiración divina de algún artista. El señor cura que por escasez de sacerdotes debía asistir a más de un municipio, daba la orden de salida en tiempo justo, cogiendo los portadores la plataforma y ras de suelo sacaban la imagen santa de Jesús crucificado. Mientras alguien de los presentes alertaba que fueran con sumo cuidado, no fuera cosa que las alas de los Ángeles rozaran las paredes.
En el momento de la salida del Cristo, haciendo gala de la costumbre, las bandas de música tocaban la marcha real, y la comitiva del festejo emprendía con armoniosa disciplina la bajada.
En tanto las calles contiguas al calvario se acumulaba la gente, esperando ver la llegada del Santísimo Cristo de la Agonía, que descendía entre los pinos por las curvas dibujadas en el camino, lleno de luz como si descendiera del mismo cielo.
El espectáculo era divino, merecía la pena ser visto y admirado. Para todos los vecinos despertaba gran fascinación, el fervor y la fe en sus corazones se convertían en lágrimas en sus ojos. Entre aclamaciones y alabanzas, continuaba el Santísimo Cristo camino de la iglesia, en donde seria puesto en el altar para ser venerado por todos los fieles, hasta que llegara el día grande, en donde seria sacado en santa precesión.
El domingo de fiestas, día principal en el pueblo, se preparaban los ciudadanos para asistir al acto más emblemático. La banda de música a ritmo de pasodoble recorrían las calles, acompañando a los componentes de las comparsas, todos ellos elegantes y ataviados con el traje de gala. En ese momento, el muchacho en compañía de otros amigos, se encontraban en la puerta de la iglesia, haciendo tiempo hasta que empezara la procesión.
Desde los diecisiete años el mozo había sido portador de las andas, esto hacia más de cuarenta años, incluso cuando estuvo haciendo el servicio militar, también pudo cumplir su promesa. Dio la coincidencia que estada en el campamento militar de Marines y tuvo la fortuna de intoxicarse, paradojamente desear el mal no está bien visto, pero la vida tiene cosas inexplicables, y su cuerpo se lleno de granos. De inmediato el joven acudió a la enfermería, en donde fue atendido por el oficial medico de turno, haciéndole el parte de ingreso en el hospital militar de la provincia a la cual correspondía. Este centro sanitario era atendido por monjas como cuidadoras, aunque los médicos fueran todos militares, las hermanas tenían bastante influencia en el lugar.
Una de las tardes que el joven se encontraba aburrido, se puso a dibujar un florero ubicado en cima de una mesita, situada en mitad de un pasillo. La casualidad hizo que una monja pasara en ese momento, y al verle tan diestro en su harte, la hermana le conto su problema. Al parecer deseaba hacer un bordado en una sabana, pero la estampa de la Virgen de la cual quería sacar la imagen era pequeña, la religiosa deseaba hacer un gran bordado en calidad y dimensiones, su idea consistía en ocupar la máxima capacidad de sabana; sin saber de qué manera conseguirlo. Entonces fue cuando se aclamo al joven, esperando que le diera una orientación.
–Me doy cuenta que dibujas bien y tengo un problema, ¿serias tan amable de ayudarme?
–Claro que si hermana, lo que usted desea es muy fácil de conseguir, solo me debe enseñar la estampa de la Virgen, y se la dibujare al tamaño deseado. En este caso era la patrona de sanidad, la Virgen nuestra Señora del perpetuo socorro, la monja se puso muy contenta mientras le decía al joven.
–¿De verdad puedes hacer lo qué dices?
–Por supuesto sor Ángeles –que así es como se llamaba la religiosa.
Un buen día se encontraron en el pasillo, y la monja invito al muchacho a entrar en un despacho, con la intención de enseñarle la sabana en donde la quería bordar.
–Espero que lo consigas –comento la religiosa, ofreciéndole un estuche lleno de todo el material necesario para hacer el dibujo, preguntándole al mozo si con lo ofrecido tenía suficiente.
–Si sor Ángeles –respondió el joven–, no se apure que el dibujo saldrá precioso.
–¿De dónde eres? –preguntó la monja.
–Yo soy de un pueblo pequeño llamado Alafarrasi –le contestó el muchacho, abriéndose los ojos de la religiosa, con gesto de sorpresa exclamo.
–¡El pueblo qué acabas de mencionar está en la misma comarca que el mio, entonces el que se llevo la sorpresa fue el joven y por curiosidad le pregunto a la religiosa:
–¿Qué de dónde es usted?
–Yo nací en el municipio de Ontimyent.
Cuando el chico le entrego el dibujo terminado se puso muy contenta la hermana, a partir de aquel momento empezó una buena amistad entre los dos, pues el chaval ya no era para la monja uno más, lo consideraba un chico vecino de su comarca, y el artista que le dibujo la Virgen. Si algún día salía el joven de paseo por la capital y llegaba tarde al hospital, en la despensa siempre tenía guardada comida, por si acaso todavía no había cenado.
Por aquel entonces se acercaban las fiestas de su pueblo, y aún estaba el chico ingresado, le recordó a la religiosa que todos los años por fiestas desde los diecisiete y sin faltar ninguno, era portador en la procesión del Santísimo Cristo de la Agonía y lamentándolo mucho, ese año por estar en el servicio militar no podría llevar el anda en la procesión, se quedo mirándolo la monja y le pregunto:
–¿Las fiestas de tu pueblo cuándo son? –contestando el día que se celebraba la víspera, y a continuación sor Ángeles replicó–. Ese Cristo que mencionas también lo veneramos en mi pueblo, yo le tengo mucha fe, veré si puedo hacer algo al respecto.
La víspera del día mencionado, se acerco la hermana a buscar del joven, con un pase firmado por el comandante medico, con un permiso de cinco días. Así fue como el zagal paso ese año las fiestas en casa, continuando con la tradición, de llevar el Cristo a hombros en la procesión. Al final y en el paso del tiempo, su cuerpo se resentido por culpa de los años vividos y alguna que otra enfermedad, viéndose obligado obligado a cede en su empeño, dejando su sitio en el hombre de otro muchacho más joven.
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