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Sobre dos ruedas

A Luis siempre le habían gustado mucho los deportes. En el colegio, su clase preferida era la de educación física y, cada inicio de curso, usaba sus rotuladores favoritos para marcar en su horario los días de la semana en los que tocaba llevar chándal. De hecho, si no fuera por sus padres, Luis hubiera salido todos los días a la calle vestido así. 

Cuando cumplió ocho años, sus abuelos le regalaron su primera bici. Roja y brillante. Le gustó tanto que tuvo que estrenarla la misma tarde que se la regalaron. 

Salió a un parque cercano a su casa con su abuelo y el hombre enseguida se dio cuenta de lo bueno que era su nieto con los pedales. Llegó a casa emocionado y estuvo hasta la hora de la cena diciendo a los padres de Luis que tenían que buscar algún equipo en el que el niño pudiera empezar a entrenar. 
- Es demasiado pequeño, es mejor esperar un par de años- dijo el padre de Luis.

Sin embargo, vio a su hijo tan entusiasmado con la idea que a la semana siguiente ya estaban en la tienda comprando toda la equipación ciclista para Luis. 

El niño empezó a entrenar dos días a la semana. Se llevaba genial con sus compañeros de equipo y muchos empezaron a llamarle "el superhéroe de las dos ruedas". Su evolución fue tan rápida que sus padres ya lo veían convertido en un gran deportista en el futuro. 

Pero no todos estaban tan contentos con el progreso de Luis. Uno de sus compañeros de equipo, Carlos, empezó a sentir envidia por el recién llegado. Antes de que llegara Luis, él era el mejor del grupo. Se puso de tan mal humor cuando todos empezaron a hablar de "Luis, el superhéroe de las dos ruedas" que empezó a meterse en problemas. 

Durante la carrera de Navidad y en una de las curvas más cerradas del recorrido, Carlos empujó a Luis para adelantarle y le tiró de la bicicleta. Por suerte, Luis llevaba casco, pero el golpe fue tan aparatoso que se rompió una pierna y se hizo una herida en el brazo. Nadie vio lo que Carlos había hecho y Luis no se atrevió a contar la verdad, así que Carlos se subió al podio como ganador de la carrera. 

Ese día Carlos durmió muy feliz con su medalla reluciente colgada del cabecero de la cama. Ahora era él quien se sentía como un superhéroe. Luis en cambio estaba triste aunque no tanto por su pierna rota, como por la actitud de su compañero, que no lograba entender. 

A la mañana siguiente, todos felicitaron a Carlos. Volvía a ser el ganador y todos los reconocimientos volvían a ser para él. 

Pero en el recreo, una compañera de su clase fue a hablar con él. Le contó que había visto lo que había hecho y que estaba muy decepcionada. 
- Mi madre siempre me dice que lo importante es jugar limpio, que si no juegas con deportividad las medallas y los trofeos no valen nada -le dijo.

Carlos no le hizo ni caso y le dijo que era una pesada. Pero al llegar a casa esa tarde se encontró a su padre muy triste. Le habían echado del trabajo porque un compañero había contado una mentira muy grave sobre él. 
- Me entristece mucho la falta de honestidad de la gente en la vida. -le dijo entre lágrimas. 

A la mañana siguiente Carlos, fue al entrenador a devolverle la medalla y a confesar que había empujado a su compañero para ganar la carrera y que se sentía muy arrepentido. 

Desde ese día, Carlos aprendió que lo mejor para el equipo era ayudar a sus compañeros y que siempre era mejor quedar el último, que ganar la carrera haciendo trampas.

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