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Sinfonía para una dama que toca el violín

(la principal del tercer atril)


1ER. MOVIMIENTO
Yo estaba sentado en la primera fila, arrellanado como podía en esa incómoda butaca que me permitía divisarla a plenitud. Se me había clavado en medio de los ojos, como flecha certera, lanzada por el mismísimo Apolión. Observaba con atención cada uno de sus movimientos, acordes con el abbandono provocado por las “Danzas Sinfónicas” del maestro Rachmaninoff. Clarinetes y flautas intercambiaban cuitas, como amantes retozones en esas desordenadas sábanas blancas de mi imaginación, quizás aprovechando el divino arpeggio de pensamientos disímiles. Ataviada de negro para cubrir la nívea piel, tomaba el arco con delicadeza, temerosa de romper la música con un tosco ademán, lo que provocaba en mí un embeleso total. Agitaba su brazo con la soltura que el público imagina debe tener todo violinista que se precie de serlo en la ejecución de su instrumento. Acariciaba el madero como besando el sueño, sonriendo en ocasiones con la candidez de su dulzura musical. Allegro. Yo asistía al concierto por accidente. El sofocante trabajo del día y el tráfico, habían dejado su marca de cansancio; lo menos que hubiese querido hacer era acudir a una cita masiva con los adoradores de Euterpe. El ave cansada sólo requiere reposo. En tales condiciones, ¿quién va a estar asistiendo a un concierto si no piensa disfrutarlo? Sin embargo, el llamado de una hija puede trocar la lentitud en rapidez y la parsimonia en dinamismo, poco importa el estado de agotamiento. Su deseo por escuchar la Sinfonía Nº 2, de Serguei Rachmaninoff, fue una orden adornada con reclamos de “hace tiempo que no vamos a ninguna parte”. De manera que allí me encontraba, a las 8:00 de la noche y en primera fila, con la esperanza de que Morfeo no viniera a importunarme en el seguro relajamiento ocasionado por las ondas alfa emanadas de las notas musicales. Distensión de músculos, afinación de oídos y de instrumentos, sonidos en desbandada que conforman el preámbulo de todo concierto. Silencio… “Estimado público, hay un cambio en el programa. Por enfermedad del concertista no podremos ofrecerles la Sinfonía Nº 2 en Mi Menor, Op. 27 del maestro Serguei Rachmaninoff, en su lugar interpretaremos las Danzas Sinfónicas. Op. 45 del mismo autor. Gracias.
¿Gracias? … ¿Gracias? … No era justo. ¿Vale una disculpa cuando se pretende descubrir el lado oculto de la luna y en cambio se nos regala el encandilamiento de la noche? ¿Tenía acaso, el señor concertista, derecho a obligarme a transponer mi sentido musical? El accidente vino a sacarme del letargo en que desde hacía rato me había sumido. Repasé mentalmente la composición para no ser sorprendido por algún otro exabrupto: tres movimientos: non allegro, andante con moto (tempo di valse), y lento assai (allegro vivace). Listo. Aplausos al director. Silencio absoluto y… marcatto tenue de violines in crescento… crescento súbito. Preludio para la entrada de los metales y turno especial para los clarinetes. Vuelven los violines y… y… y… allí estaba. Reina a la espera de genuflexión. Ella aguardando que me percatase de su presencia.
Blanca Beatriz tostada por el fuego del segundo infierno, dispuesta a cubrir con su manto el desierto de mi existencia. Hechizado por esa ninfa musical que obligaba a eliminar al resto de los ejecutantes, dejé que su canto de sirena me embrujara, para bien o para mal… las danzas del ruso habían quedado en otro plano, sólo había espacio para aquélla que sin pretenderlo se desnudaba ante mis maravillados ojos. Visión de Fausto. Aquelarre menor que me preparaba para la gran noche de brujas. Abaddón que con furia amorosa laceraba mis sentidos. Pero no podía ser ella Baalberith, los demonios no buscan la comunión del amor, y en ese momento se estaba engendrando un sentimiento distinto a la perversión. Ella danzaba sin moverse, arrullando la música producida por los cornos, la flauta y los clarinetes. El nacimiento de una particular primavera que transparentaba su cuerpo en el quimérico encuentro de los amantes. “Es Beatriz la que te viene a ver, desde donde volver espera ansiosa. Amor me mueve y me hace responder. Será de ti mi lengua alabanciosa cuando ante mi señor esté presente…”. Aquella mujer desconocida, pero ahora tan amada, se había apoderado del anacoreta en que me había convertido. Una lágrima se apresuraba para indicarme la emoción extrema… debe saber que existo; he de conocerla, ¿pero cómo?

2DO. MOVIMIENTO
Fue aquella noche de insomnio la mejor de cuantas he tenido; también la más angustiante. El encuentro físico habría de producirse en su terreno, en ese paraíso donde suele moverse con desenfado en la creencia de estar resguardada de las voraces bestias. Debía armar la trampa con astucia para no despertar sospecha en la presa. Cazador furtivo que busca atrapar en sus redes al inocente animal. La mentira, arma poderosa del moderno Apolo que marcha hacia Delfos para iniciar la construcción del templo. Decidí abordarla al día siguiente bajo pretexto de una entrevista. Supe que se llamaba Anaxarete, nombre que me permitió explayarme en el papel de conquistador.
¿Sabías que Anaxarete fue una chipriota altiva y tozuda?
Asintió y sonrió ante la impertinencia. Yo reposaba mi cuerpo en el muro que ella utilizaba como improvisado atril para colocar sus partituras.
Contrario a la noche del concierto, vestía una hermosa camisa de seda azul cielo que contrastaba con el rústico bluejean. Sobre su frente, sirviendo de cintillo, unos oscuros ray-ban se incrustaban en la cabellera que ahora lucía más hermosa que nunca. Sus ojos, aguarapados, semejaban delicadas joyas cortadas con precisión para ser incrustados en las cuencas de la sublime efigie que sin ella saberlo, yo adoraba.
La sonrisa pareció trocarse en un gesto de desdén. Emulaba, sin tener conocimiento de ello, a la joven salamina. Sin levantarse de su silla, se inclinó, tomó sus partituras, el violín y colocó todo en el estuche negro que yacía a sus pies. Atrapó el cigarrillo que le ofrecía, cruzó las piernas, y descansando el codo sobre su mano, curiosa y sorprendida, me interrogó:
¿Te parezco tan altiva y tozuda como la mitológica Anaxarete?
He leído que era excesivamente hermosa, y que sus encantos atraparon a un joven de humilde condición llamado Ifis, quien con frecuencia depositaba rosas a las puertas de la dama, recibiendo a cambio sólo desdén. El pobre, desesperado por la crueldad de su adorada, se ahorcó a las puertas de la casa de Anaxarete, no sin antes gritar: “¡a ver si esta guirnalda es de tu agrado!”
¡Ah… y luego?
Su suicidio fue en vano. Anaxarete, lejos de conmoverse por el extremo gesto, contempló inmutable el entierro del enamorado, por lo cual Afrodita, disgustada por su dureza, decidió convertirla en fría estatua de mármol.
¿ …?
¿Te burlas?
Yo no soy tan dura.
A mí me gustaría ser tu Ifis…
El mítico pasaje sirvió para romper el protocolo. Fuimos al cafetín de la librería y allí continuamos hablando de Rachmaninoff. Le mentí al decirle que preparaba unos reportajes sobre músicos jóvenes y que deseaba conocer la opinión de algunos de sus colegas para así poder redactar varias notas sobre el movimiento musical de los nuevos tiempos.
Ella respondía sin que yo la escuchara, en realidad sólo me interesaba el movimiento de sus labios, los dibujos que en el aire hacían sus manos y el suave mecer de sus caderas. Resultaba imposible verla vestida sin haberla contemplado en su desnudez. Aquella que ante mí estaba no era Anaxarete sino la Beatriz del Dante o la Simonetta de Boticelli.
¡Impúdicas! ¡Fuera el recato! Beatriz-Simonetta-Anaxarete tocando el violín en Puerto de Venere, diosa del amor naciendo de la espuma del mar que se agita en el océano tormentoso de mi lujuria…
¿Te ocurre algo?
Me gustaría verte tocando el violín en… olvídalo.
Podría darte un concierto…
¿En tu casa?
Te espero a las diez.
Acorde.

3ER. MOVIMIENTO (MINUETTO)
Debí haberle dicho la verdad. Confesarle que lo de los reportajes había sido todo un andamio armado por este escenógrafo enamorado en que me había convertido para acercarse al personaje principal. Tiene que haberle parecido extraño el que yo no quisiese hablar con nadie más esa tarde… y la mirada, ¿habría notado algo en mi mirada? ¿Se habrá dado cuenta de que la desnudaba con la vista? Si alguien me hubiese interrogado por la fisonomía de la bella, en ese instante habría descrito cada centímetro de su piel. Yo podía admirar sus senos a través de esa blusa de seda azul que marcaban los nimbos sin corpiño, fuertes y tentadores. Pude haber dicho que no existen rasgos de celulitis en todo su cuerpo y que su pubis era un jardín alborotado de punzantes espigas que se restregaban suavemente en el fino algodón. Y sus piernas… me atrevería a señalar que denotaban ese color tostado que permitía resaltar cada vello quemado por el sol, astro insolente, investido del poder que le permite el privilegio de besarla al aire libre. De su aroma diría que propalaba olor a rosas. De su sexo, de sus axilas, de su oquedad más recóndita manaba el meloso vaho que yo sorbía lentamente, como queriendo apoderarme de su esencia… todo esto y más habría dicho si alguien me hubiese preguntado, en ese instante, por los rasgos de Anaxarete… pero mi preocupación ahora estribaba en develar la farsa que seguramente ella había intuido… también me preguntaba el porqué había accedido a tocar para mí… ¿Le agradé? ¡Claro que le agradé! … O era simplemente interés. ¿Acaso maquinaba mi suicidio a las puertas de su casa para imitar a su epónima… vaya, las 6:20 de la tarde y el maldito reportaje no acaba de salir. ¡Cómo demonio va a salir con esta falta de concentración! … Debo relajarme, el desespero no me llevará a ninguna parte. Listo, dejo esto hasta aquí y ya veremos qué pasa mañana… el calor y los fantasmas me van a volver loco… un trago… eso. Me voy al “Filling”. Una buena sesión de salsa acompañada del bullicio solidario me habría de tranquilizar.
¿Qué le sirvo?
Whisky doble.
El “Filling”. Lugar obligado de los que gustan de la música caribeña. Periodistas y músicos, duendes nocturnos que asumen posición desde temprano para pronto descargar. La cercanía de las mesas hacía del lugar un aposento definitivamente familiar, donde la pareja de al lado podía estirar el brazo para tomar tu yesquero y encender un cigarrillo, o tocarle el hombro a esa mujer que desde hace rato te aborda bajo cualquier excusa para que su acompañante no sospeche que me gustas demasiado y no le hagas caso a éste, que a fin de cuentas es así como invisible …
¿Otro doble?
Por favor.
Anaxarete. Mi Anaxarete con cuerpo de gacela. ¿Qué estaría haciendo en este momento? Apenas son las 8:00 de la noche… se acerca el primer set. El grupo Mango, encargado de la música en las sombras prometedoras, anunciadoras de sorpresas. ¡Salud… por la gente rumbosa! Ajoporro se instala en el piano, el resto de los músicos del Mango hacen lo propio. Joe Ruiz se manda con una de Joe Cuba… “mujer divina, como fascina, mi corazón… mi corazón…” el mío palpita a mil por hora por esa mujer divina que me espera a las 10:00 de la noche. Y ya culminó la música. Unos amigos interrumpen mis pensamientos al instalarse sin previo aviso en mi mesa: “El Negro” Fabián y María Teresa. Una ronda. Generoso “El Negro”. La mía doble, por favor... Avanzada la noche, son dos Fabianes y dos las Marías Teresas que diviso en la oscuridad. Hablan y no escucho. Ando en otra nota. 9:30. Hora de partir. Me despido a fondo blanco. ¡Chao, “Negro”… hasta la próxima… ! ¡Tremendo aguacero! … ¡Taxi¡ ¡Párate, coño!... ¿En cuánto me lleva a Terrazas del Ávila? ... ¡Cómo!... ¡Cuánto!... Bueno, en el camino nos arreglamos, porque con esta discutidera voy a pescar una pulmonía...
Buenas noches…
Ni tanto…
Anaxarete…
Allí estaba yo, frente a la dama de mis sueños, escurriendo el agua cual estopa de marinero, conservando aún la ridícula posición de quien aprieta un timbre y se queda pegado, paralizado, inmovilizado, congelado. Tullido del frío. Clavillazo de media noche remedando al gran Arturo de Córdoba con la mano estirada de “Dios se lo pague”. Caricatura de adonis trasnochado. Borracho de un desierto inundado.
No te quedes allí, que luego coges una pulmonía y luego la culpa la tiene Anaxarete. ¿Encontraste fácil la dirección?
Sin salir de la rígida y grotesca posición, esbozando mi mejor sonrisa, atiné a mascullar:
¡Claro!
Claro que no. El chofer hijo de puta que me trasladó al lugar se paseó por todas las calles de Terrazas del Club Hípico y al final, en medio de aquel diluvio y con la amenaza de aumentarme la tarifa, me dejó frente al edificio Margriet, muy distinto al Margie que yo buscaba y que se hallaba a tres cuadras de donde el señor taxista me dejó. Confusión de letras de aluminio, arrancadas de cuajo por los industriales del submundo de las latas. Tres largas cuadras bajo ese chaparrón que caló hasta los huesos para provocar cierto resentimiento en ese Ifis que veía cómo los pétalos de rosas para Anaxarete navegaban en el artificial río en que se había convertido la avenida Los Tulipanes.
Esa catástrofe, lejos de ocasionar distanciamiento, provocó el acercamiento definitivo. Anaxarete me conminó a pasar directamente al baño de su habitación, no sin antes cubrir su alfombra con plásticos de lavandería. Abrió su closet y sacó una bata de baño rosado. Me la entregó y delineando un mohín de picardía, mordiendo con sus dientes de ratón el labio inferior, dejó escapar unas palabras que me sonaron burlonas:
Te vas a ver lindísimo. Te espero en la sala…
Luego de secarme y colgar en los percheros diseminados en ese gigantesco baño la ropa mojada, exterior e interior, me arreglé bien la bata de baño y caminé hacia la sala. Entré a un relajante y placentero estar, donde flotaban las notas meditabundas de Massenet. La iluminación se había reducido al titilar de un bombillo colocado en una antigua lámpara de pie, regando su luz sobre un cómodo y viejo sofá de cuero negro. Cual periscopio humano repasé, de estribor a babor cada rincón de la casa, y al perderse la mirada en ese fondo oscuro, aprecié la aproximación de la silueta descalza que jugueteaba con una bandeja de plata sobre la que había colocado dos adornados vasos de whisky. Era Anaxarete -¿quién más-, emperifollada con una insinuante bata china de seda negra, atada a propósito de mala manera, que me permitió en ráfaga admirar bajo el corto Kimono unas pantaleticas negras que me dijeron todo lo que había que decir? Sin inmutarse ante el buceo, Anaxarete me entregó uno de los vasos, colocó el suyo en la mesita situada al lado de la lámpara, se ajustó la bata y acto seguido fue a sentarse sobre su pierna izquierda en el otro extremo del sofá donde yo me encontraba…
¡Salud!
¡Salud… por la gente rumbosa y por el divino aguacero!
¡Por Massenet!
¡Y por Rachmaninoff…!

4TO. MOVIMIENTO (GRAVE)
Como ese fueron muchos los momentos que Anaxarete y yo pasamos juntos en el transcurrir de 14 años de intenso amor, pero siempre rememoro esa primera vez y el objeto de nuestro encuentro. Un vibrante Rachmaninoff en la cuerda de su violín y el estallido de emociones a las puertas de mi hígado. Ella logró apaciguar la soledad total de mi tenaz existencia. Yo fui juez y público de sus polifónicos éxitos. A partir de esa arrebatadora noche pude contemplar el tiempo marcado por el lento oscilar del péndulo en su metrónomo, el duro labrar de la piedra reticente a ser tallada con nuestros nombres… apenas hace dos años nos separamos y heme aquí, frente a su imagen. Ella sentada, como siempre, en esa silla vacilante que amenaza con caerse en la impetuosidad de la ejecutante. A su paso, un romántico observador imaginará que ella se apresta a interpretar la sinfonía de su gusto. ¡Bien por Schubert, por Chopin, Stravinski o Paganini…! Mas, yo siempre la he de escuchar en el solo de violín de las “Danzas Sinfónicas” de nuestro inolvidable Rachmaninoff, con esa potencia musical que sólo ella pudo brindarme, con esa fascinante lujuria que me apremiaba a tomarla entre mis brazos para que mis manos pudiesen profanar su cuerpo, mientras ella, vanidosa, aceleraba la música en un improvisado parto de felicidad… la enajenación inimaginable entre dos que se unían misteriosamente en un cordón que ya podría envidiar cualquier discípulo de Freud… jugábamos, reíamos y sollozábamos con esa muy nuestra felicidad, esa tan particular que seguramente nadie entendió jamás… nuestros mutuos amigos insisten en que ella ya no me pertenece, por lo cual no debo perturbarla, pero aunque su imagen permanece enclavada en ese lugar inhóspito, contemplada y aplaudida por el mudo público, Su tacto y su alma me acompañan en cada hora, en cada minuto, en cada segundo. … Busco su mirada y lloramos juntos; entonces ella aparta la suya para dejarla que se pierda en el frío violín que se deshará cuando acuda yo a su encuentro. Sé que me anhela, tanto como yo a ella…
Comienza a llover. La humedad me sacude en la contemplación. Soy yo ahora quien recoge los instrumentos del recuerdo para proseguir la solitaria ruta que ya se hace insoportable. Alzo la solapa y me compenetro con el impermeable para ocultar la tristeza. Camino, despacio, en un lento grave para que las gotas de lluvia puedan golpearme a su antojo y produzcan el cántico de los muertos. Deseo confundirme con las lágrimas que no pretendo retener… atrás queda Anaxarete, mi mujer de mármol, o como la llaman los asiduos del cementerio… la dama que toca el violín.
Datos del Cuento
  • Categoría: Sin Clasificar
  • Media: 6
  • Votos: 35
  • Envios: 2
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Comentarios


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1 comentarios. Página 1 de 1
jorge
invitado-jorge 20-05-2003 00:00:00

pero, me parece haberlo leído antes o por lo menos algo muy parecido, estoy en lo cierto o desmienteme por favor

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