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Sin rumbo

~~Desviaron el tráfico debido a una manifestación provocando un colapso en las principales vías de la ciudad. La desaceleración económica anunciada por el gobierno tan sólo hacía un par de años se había transformado en una dura crisis y la gente de la calle, también conocida como ciudadanos de a pie, estaba, si se me permite el adjetivo, cabreada. De este enfado -si lo prefieren: cabreo- de la gente de la calle, surgía un nuevo movimiento: los indignados. Y eran los indignados los que se manifestaban y abucheaban a sus representantes políticos en el momento en que éstos últimos entraban en el parlamento para debatir los presupuestos del estado. Cándido, un ciudadano de a pie, chófer de autobús, de treinta años, casado, sin hijos y con una hipoteca a cuarenta años, no se encontraba entre los manifestantes, pero sí, en cambio, entre los conductores que tenían que aguantar el colapso circulatorio provocado por la manifestación. Con las manos sobre el volante del autobús, observaba a través del cristal del parabrisas los coches detenidos sobre la calzada y a lo lejos la masa de gente que rodeaba el parlamento. Muchos conductores con los nervios a flor de piel hacían sonar los cláxones, pero lo único que conseguían era que otros conductores se sumaran al escándalo de las bocinas, provocando una situación de tensión casi insufrible para un ser humano con el oído sano. A Cándido, un hombre tranquilo, con el oído sano, también le afectaba la crisis, y últimamente se sentía nervioso e irascible debido a que su mujer había perdido el trabajo y a que el pago mensual de la hipoteca del piso que había comprado juntamente con su esposa se había convertido en una misión imposible de cumplir. También discutía con demasiada frecuencia con ella, sobre qué hacer; en cómo afrontar una crisis familiar en el contexto de una crisis nacional enmarcada, a la vez, dentro de una crisis mayormente especulativa. «¡No quiero ni imaginar que hubiera pasado si tuviéramos hijos!», exclamaba su mujer en estas discusiones domésticas que no llevaban aparentemente a ninguna parte. Y para rematar el asunto, otra preocupación rondaba la cabeza del chófer: ¿Tendría él algún problema de fertilidad? ¿Sus espermatozoides estarían de capa caída? La probabilidad era alta: estrés, crisis, cambio climático, centrales nucleares cuyos núcleos llegan al punto de fusión debido a un cataclismo natural, etc...En fin, el ruido de los cláxones era ya ensordecedor y los pasajeros del autobús parecían, minuto a minuto, cada vez más enfurecidos: discutían entre ellos y rajaban de la clase política y de los bancos; causantes, según vehementes palabras de estos pasajeros, de todos los males actuales del mundo. Cándido pensó por qué narices tenía que aguantar todo aquello; ¿acaso él había hecho algo malo en otra vida? ¡Quién sabe! La reencarnación y los castigos divinos son una materia difícil de tratar y demostrar; y si no me cree y siente curiosidad sobre lo observado aquí, pregúntele usted mismo a un teólogo o a un científico por ejemplo. En cambio resulta, en general, fácilmente demostrable que todo ser humano está sujeto a un conjunto de límites tanto físicos como mentales. Otra cosa -resulta evidente- es que no conozcamos algunos de nuestros propios límites -a veces es mejor no descubrirlos.-¿Y qué hay de nuestro chófer? No nos olvidemos de él. Cándido descubrió que había llegado al límite de su paciencia y, como si de un autómata se tratara, abrió la puerta del autobús y lo abandonó con los pasajeros enzarzados en vanas discusiones en su interior sin que éstos advirtieran que el capitán del barco abandonaba la nave. Sus pasos lo llevaron hacia la zona del parlamento donde vio como una turba de indignados era golpeada por las porras de la policía. El caos reinaba en la calle y las sirenas de los coches patrulla se mezclaban con las de las ambulancias y los cláxones de los conductores. La gente corría en todas direcciones y unos helicópteros sobrevolaban la zona como buitres sobre la carroña. Los ojos de Cándido observaban el tumulto y sus retinas recibían las imágenes que eran enviadas a su cerebro a través de los nervios ópticos. Los siglos pasan y la ciencia avanza mas los métodos de persuasión siguen siendo básicamente los mismos y éstos se pueden resumir en uno: el método del mamporro. Este hecho evidencia que el desarrollo sociológico del humano a lo largo de su historia no evoluciona a la misma velocidad que lo hace la ciencia. Con este impacto visual transmitido a su cerebro Cándido se alejó consternado y sin rumbo fijo, preguntándose una cosa: ¿debería sentirse indignado?

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