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Piernas y lágrimas

~Santiago de Chile es una ciudad de pocos mendigos si la comparamos con el promedio latinoamericano. Fué un éxito del gobierno militar que se encargó de "neutralizar" esa y otras lacras sociales. Pero eso sí, los pocos pordioseros que quedan mantienen una dignidad y un orgullo a toda prueba. No se consideran pedigüeños sino "desplazados sociales" y poco falta para que tengan su propio sindicato.
Esa tarde nos citamos, un grupo de compañeros y yo, a la fonda de Paco, nuestro común amigo en plena Av. Libertador O´Higgins (Alameda) para degustar los exquisitos vinos que el gallego atesoraba.
-Probad, -nos dijo, -este Cabernet Fin de Siglo. Compré el lote de cinco botellas cuando nació la Mari Pili, hace doce años. Sólo me queda ésta, que os recomiendo para este momento especial.
Y trasegado el caldo, le tocó el turno a nuestro veterano catador Raúl "el de Constanza" quien arqueó las cejas en forma de paréntesis, se miró las pestañas superiores y sacó la mandíbula en gesto de infinita experticia. Movió el líquido tinto y lo observó detenidamente. Aspiró en éxtasis, luego tomó un sorbo distribuyéndolo groseramente por toda la boca y expresó: Cabernet Sauvignon Colchaguense, limpio y brillante... disco perfecto con menisco acolchado. Tinto rubí con piernas simétricas y lágrimas fluídas. (Y continuó)... Ligeramente glicerolado, robusto y de suaves taninos. Aterciopelado con delicado aroma frutal. En fin... ¡Óptimo!
Divertido e impresionado por tanta erudición tomé mi copa con exagerada delicadeza y salí con sumo cuidado al helado exterior bajando lentamente los pocos escalones para saborear mi tesoro fumando un cigarrillo, como debe ser.
Meditaba sobre el talento de Raúl "El de Constanza" y de cómo un vino puede tener piernas y lágrimas, combinación por lo demás, excitantemente erótica. Con ojos libidinosos examiné mi copa.
En eso estaba, tratando de imitar la cara de cordero degollado que nos impresionó de Raúl. La acera, muy concurrida esa tarde de agosto a pesar del aire glacial, se humedecía lentamente con una llovizna microscópica. A unos 25 metros divisé un mendigo que se acercaba vacilante. Disimulando su orgullo miraba atentamente el suelo, de vez en cuando se agachaba al desgaire y recogía una colilla de cigarrillo pisoteada y humedecida. Mirándolo de reojo para conservar dignidades, opté por regalarle uno de los míos, fino y seco. No, mejor dos. El hombre titubeó tres segundos, tiritó otros tres y alargó su garra derecha con uñas de primorosas medias-lunas negras tomando el obsequio. Con gracioso gesto metió su otra zarpa en el bolsillo de su chaqueta grasienta y la sacó empuñada fingiendo tener algo muy valioso en ella. Por supuesto, le seguí el juego para preservar su orgullo y tratando de no tocar su bondadoso garfio alargué mi copa hacia él. El tipo abrió la mano y cinco mugrientas colillas cayeron en el vino.

 

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