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Orfandad

~Qué miedo tenía. Encerrada en un cuarto de hotel con todas las indicaciones en un idioma que no entendía. Qué angustia que tenía. El sabor de los adioses y el olor de los abrazos todavía sobre mis hombros. Me hubiera gustado abrazar más. ¿Qué iba a hacer cuando me olvidara de los olores?

Por dónde había que empezar. No era fácil. Desde la mañana hasta la tarde eran muchas horas para no tener que hacer nada y tanto al mismo tiempo. Aprovecharía a dormir. Pero no pude forzar el sueño, la culpa de dormir era más fuerte. Mirar las imágenes de la televisión. No entender me aburría. Acomodar la ropa. No tenía tanta ni mucho espacio para acomodarla. Me había traído algunos libros, pero si me apuraba a leerlos, ¿después qué iba a hacer? Escribir, sí escribir era la clave. Tenía todas las direcciones completas. ¿Por quién empezar? ¿Por mamá? No… la iba a preocupar mucho… ella podría interpretar mi soledad y desesperación por mi caligrafía y la distancia no le iba a permitir arrullarme. A Marina, sí ella era la indicada, con ella podía explayarme, ella era fuerte, había tenido la experiencia de sentir el dolor que produce el frío de la soledad y el angustiante eco del silencio.

Escribí, escribí y escribí. Sesenta y siete cartas en una semana. Ya estaban escritas y ensobradas. Había que mandarlas. Eso era la parte más difícil. Miré un mapa. Estudie cada cuadra. Eran nada más que cinco. Tenía que salir del hotel, caminar a la derecha dos cuadras, iba a llegar a una avenida, doblar a la izquierda y caminar tres cuadras más. Me lo había propuesto. Iría al correo, o Post office como lo llamaban, mañana, sin falta. Sola, sin pedir ayuda a nadie. Lo tenía que lograr. Salí del edificio con toda mi catarsis en la mano. Cuando notaba que mi mirada se enfocaba cada vez más en dirección a mi ombligo me obligaba a mirar para adelante. Mis piernas intentaban adelantarse a mi cuerpo como si quisieran llegar antes que yo, intenté frenar mi paso. Sentía que la gente que pasaba al lado podía percibir que yo no pertenecía a ese espacio. Evité completamente tener cualquier contacto visual. Me sorprendí pasar al lado de una escalera largísima que conducía a lo que ellos llamaban metro. ¿Lo llamarán así porque tenés que bajar un montón de metros para tomarlo? No sabía que allá las cosas no se medían en metros sino en inches, pies o yardas. Seguí caminando. La gente en general caminaba rápido, no se veía tan diferente a la gente que uno encontraba en el microcentro en Buenos Aires. Lo que si me pareció es que eran todos más altos. En realidad, la chiquita era yo, mi esfuerzo por pasar desapercibida junto con esa horrorosa inseguridad me provocaba una reducción de mi ya pequeño tamaño.

Llegué al correo. Estaba desierto. No me animé a entrar de una, seguí de largo como haciéndome la paseadora relajada. Camine como tres cuadras más de la cuenta, siempre derecho por esa avenida, no podía correr el riesgo de perderme. En esas tres cuadras me llené de coraje para volver al correo y lograr lo que me había propuesto. Di la vuelta y me convencí que si mostraba las cartas y decía Argentina no podía tener problema. Lo hice. Entré al correo, Me acerqué a un mostrador y sólo levantando los sobres la empleada me entendió. Le entregué ese montón de cartas llenas de palabras húmedas y vi como las marcaba con una máquina sin pesarla, ella no tenía idea de cuánto pesaban. Cuando volvía al hotel me sentí casi contenta, había cumplido el objetivo del día. ¡Estaba tan cansada! Pude dormir toda la tarde sin culpa.

Esas cartas llegaron a los destinatarios un mes más tarde. Yo ya era otra. Ya me estaba acostumbrando a ese sentimiento de orfandad pero, los olores, todavía seguían conmigo.

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