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Noche de Brujas (I). Equipo Infantil de fútbol

Había salido el grupo de chicos a festejar la Noche de Brujas. Eran doce, todos ellos disfrazados de vampiros, momias, hombres lobos, siniestros extraterrestres y hasta algún que otro Voldemort. Emulando la tradición que habían visto en cientos de películas yanquis, fueron visitando las casas del barrio al grito de “Dulce o truco”. Los vecinos abrían sus puertas y con una sonrisa les daban caramelos, pequeños regalos y golosinas de todo tipo. La mayoría conocía al grupo de chicos, porque formaban parte del equipo de fútbol infantil del club. Les deseaban suerte con el campeonato y hasta hubo un anciano que les regaló una vieja pelota de trapo que, según sus propias palabras, traía suerte a los deportistas. Los chicos, con educación, le agradecieron el obsequio y se marcharon a la siguiente esquina, y allí se desternillaron de la risa. 
    La noche era cálida. Los mosquitos aún no habían despertado de su letargo invernal y el clima era ideal para andar callejeando por ahí. Uno de los chicos, que era el capitán del equipo y estaba disfrazado de Freddy Krueger, al llegar al depósito de agua se detuvo. Los otros chicos lo imitaron y se miraron entre sí. 
    -¿Qué pasa, Robert? 
   -Somos trece- dijo el niño, contemplando el grupo reunido en la acera-. Cuando salimos éramos doce, pero ahora somos trece. 
   -Es cierto- dijo otro chico, vestido de momia, luego de hacer un rápido conteo-. Alguien se agregó al grupo. 
   -¿Y qué importa?- terció otro, detrás de su máscara del Hombre Araña Negro-. Nos estamos divirtiendo igual. ¿Acaso somos una secta? 
    -No- dijo Roberto, moviendo la cabeza de un lado a otro-. Pero quiero saber quién es. Así que por favor, voy a pedir al chico que se agregó, que diga su nombre. 
    Nadie respondió. Los trece chicos se estudiaban entre sí pero nadie decía nada. Un perro callejero, que pasaba por el lugar, se detuvo un momento y luego soltó un gruñido, como si alguien acabara de darle una patada. 
    -Muy bien- terminó de impacientarse Roberto-. Sáquense sus máscaras, quiero verles las caras. 
    Obedecieron todos, excepto el último de la fila, que tenía un disfraz de brujo. 
    -¿Quién eres?- preguntó Roberto, tratando de parecer autoritario-. Quítate la máscara de una vez, chico. 
    Pero el niño vestido de brujo no contestó. En vez de eso, señaló hacia delante, hacia una casa con tejado a dos aguas ubicada a mitad de la cuadra.
    -¿Qué hay con eso? Esa es mi casa. Y aún no contestaste mi pregunta. ¿Quién eres? 
    El chico vestido de brujo comenzó a caminar hacia la casa de Roberto. A mitad de camino, se detuvo e hizo señas que lo siguieran. El grupo de chicos, entre intrigados y temerosos, siguió sus pasos. Enseguida notaron que el niño renqueaba notoriamente. Se miraron entre sí y se encogieron de hombros. “Sigamos la corriente a este loco”, dijo Roberto, con voz tensa. 
    Se detuvieron frente a la casa, y entonces lanzaron una exclamación de asombro. La casa de Roberto, habitualmente espléndida y adornada con bellos jardines, era ahora una ruina. En el jardín delantero crecían hierbas tan altas como adultos. Las ventanas estaban tapiadas y la puerta principal pendía de sus goznes. 
    -¿Qué está pasando aquí?- preguntó Roberto, alarmado. 
   Guiados por el niño vestido de brujo, entraron a la casa. Las paredes estaban desconchadas y los escasos muebles cubiertos de polvo. El chico se detuvo delante de una vieja alacena de la cocina y abrió un cajón, de donde extrajo un amarillento recorte de periódico. 
    -Quiere que lo leas- dijo el niño vestido de momia-. Léelo, Robert. Léelo porque yo estoy muerto de miedo. 
    Aún incapaces de creer lo que sucedía a su alrededor, leyeron el periódico. El artículo trataba de un accidente trágico ocurrido durante los festejos de Noche de Brujas del año 2002. Un chico, vestido de brujo, se había atravesado en la ruta en el momento en que un autobús pasaba por el lugar. El autobús transportaba a doce chicos que regresaban de un partido de fútbol por el campeonato intercolegial. El vehículo atropelló al niño y luego, en una mala maniobra del sobresaltado conductor, se salió del carril y terminó hundido en un lago. Ninguno de los pasajeros sobrevivió. 

    Inmediatamente después de leer esto, los trece chicos se miraron con tristeza, y luego, muy lentamente, se desvanecieron en el aire de la noche.

Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
  • Media: 10
  • Votos: 1
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