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Moni se hace mayor

~~—Ya va siendo hora de que guardes esa casita, Moni.

—No, mamá, los duendes la necesitan.

Habían tenido esa conversación muchas veces. Su madre le decía que ya no tenía edad para esas cosas y que era necesario que madurara y Moni intentaba sin éxito que ella la comprendiera. Después de un rato se quedaba en silencio y se escondía en su habitación, donde sabía no podrían alcanzarla los mandatos que su madre intentaba inculcarle.

Algunas veces Moni se preguntaba en qué rincón su madre había perdido la ilusión por lo verdadero. Miraba de soslayo esa casita, con la puerta semiabierta y veía cómo Lilit y Poe jugaban a las escondidas, y no entendía quién podía desear olvidarse de esos seres diminutos e imperceptibles, que podían hacer que la tarde más triste se llenara de luciérnagas.

Cuando regresó del colegio fue a saludar a sus amigos: ignorando cuál de ellos habría venido aquella tarde. —Los duendes viajan por el mundo como los pájaros: nunca sabes dónde se encuentra aquel que saludaste a la mañana y tampoco si volverás a ver al que acaba de alegrarte el día—. Su habitación había sido reformada: todos los muñecos y los afiches que ella dibujara con tanto esmero habían sido quitados y, en su lugar, un empapelado serio de color amarillento hacía juego con el nuevo velador. Sin detenerse a pensarlo, Moni bajó hecha una furia las escaleras.

—¿Qué has hecho? ¡No tienes derecho! ¡Devuélveme mi cuarto!

—No, hija. Si no tomabas tú la decisión de madurar, alguien tenía que hacerlo por ti. Un día me lo agradecerás.

Después de mucho chillar y gritar, incluso de varios vasos rotos, Moni regresó frustrada a su habitación. Espero varias horas. Cuando la casa fue sepultada por el silencio, subió al altillo y recuperó su casita y sus tesoros. Después, vació el ropero y colocó sus afiches forrando el pequeño habitáculo por dentro. En un costado puso la casita y en el otro, un pequeño almohadón y algunos libros. Además, incluyó una lámpara para poder disfrutar de ese nuevo mundo sin que nadie lo supiera.

A la mañana siguiente su madre la encontró sumamente feliz y esto la sorprendió profundamente. Ni siquiera le había negado el saludo, como hacía cada vez que se enojaba. Desayunaron riendo y después de despedirse, Moni salió rumbo al colegio.

Cuando su hija se hubo marchado, la madre subió al dormitorio. Todo estaba en orden. Revisó cada rincón sin encontrar nada subversivo. Antes de marcharse quiso comprobar el orden del ropero: al intentar abrirlo, la puerta no cedió. Cuando Moni llegó del colegio la regañó por eso. La respuesta de Moni fue contundente:

—Mamá, dices que me hago mayor, y tienes razón. Pues bien, ya no soy una niña y necesito mi privacidad.

Su madre no tuvo nada que decir. Como tampoco tuvo qué acotar cuando Moni puso una cerradura en la puerta de su dormitorio y convirtió este lugar en un pequeño mundo donde los seres diminutos se movían con suma libertad. Y, cuando unos años más tarde decidió irse de casa, también su madre se quedó sin argumentos y le fue imposible impedir que el nuevo hogar de su hija fuera una cabaña en medio del bosque, rodeada de silencio y seres mágicos. Y en ese lugar perdido, Moni recuperó su espacio, colocando junto a la chimenea aquella casita, que todavía albergaba a esos diminutos huéspedes.

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