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Categoría: Sueños

Mariposa de la Noche

Claraluz era una joven inquietísima, hermosa como las rosas y sus fragancias frescas, le fascinaba tararear baladas de Maria Rodríguez y Omar López, un cantante popular del pueblo.
En ocasiones dejaba fluir su voz armónica con contundencia cándida y dulcificada, brotando como dulce melodía que auscultaba trinos de aves de sueños y brillos numismáticos, acentos y confines con sus veleros espaciales de atardecer y alba y con el sol arropado de acacias pálidas y cachupinas dobles, ungidas suavemente con el olor a tierra recién mojada.
Claraluz era hierba fresca, mastranto y tomillo, de refinada piel y rostro bendito con dos hoyuelos en sus coloradas mejillas, achinados ojos tristes y una sonrisa bella, cuando la mantenía fiel era como sentir miles de hormigueos en la columna vertebral. Su electrizante ansiedad ígnea dibujaba conciertos de inviernos calidos con sus instrumentos en bandas de iris imaginarios.
Eran sus pasos paulatinos, breves, riquísimos, rítmicos pisoteaban juguetones las forradas de asfalto que se sonrojaban al ver lo que otros no podían mirar al fondo de su falda. Sus caderas eran poderosas, delgadas líneas de guitarra, todo un precioso monumento. La cintura la ondulaba enriquecida mágicamente con un juego sensual de vaivén de olas turbulentas e insonoras.
Pero impresionante eran sus ojos de riveras frescas, expresivos como espejos de níquel brillante, límpidos en purezas; su cabellera le hurtaba espacios viriles a la luz solar, sus labios eran jugosos con sabores miles a mandarina agridulce y de concha de amarillo sol, labios de miel expresivos, de gestos y palabras que omitían inocencias angelicales y el sortilegio de encantar, atrayendo con su magia de hermosas facciones, musas de lluvia, gotas de penas sobre el tejado blando de llantos o una carcajada perdida en el desdén, sin prisas, ancladas en los vientos retorcidos por un amasijo de versos blancos.
Era silenciosa, sumisa, semejante a una luz crepuscular en la alborada, con sus matices de amarillo limón o esmeralda; en las noches en el porche se arremolinaba en una silla mecedora, recuerdo del abuelo que había luchado en la independencia. Así pasaba las horas entretenida, mirando las centellas de la inmensidad y a las cuales figuraba como bombillas inmóviles en el firmamento, sus pensamientos se entremezclaban con la calle que larga se terminaba entre sus ensueños reflexivos.
A la claridad del inmenso ojo nocturno su tierna faz resplandecía hermosa, bélica sobre un céfiro de ígneo que la incrustaba en ignota apariencia, algunas veces la tez lunar le arrancaba hilados de plata, híbridos de sus pasiones juveniles. Ellos insomnes, cándidos y acaramelados, salían alborozados de sus espejos niquelados; gotas de su ego que se fugaban prematuros de su tristeza integral.
Un viento lamido, caballero vagabundo, amante de la atmósfera y de Claraluz le cantaba serenatas, le acariciaba con sus manos impalpables el pelo de ondas rubias y le tocaba el rostro con besos suaves de terciopelos lacónicos. En ocasiones sus repetidas caricias le laceraba con densa presión gélida la tez lozana, pura y virginal y Claraluz se acurrucaba gimiente entre brazos cruzados y de ahí surgían azuladas las lagunas deplorables que la sumergían lánguida a su antigua quimera, ella como soledad inexorable trasformaba su débil sonrisa en una muesca impotente, sus ojos enfebrecidos viajaban como espejos sin fondos a una pesadilla inguinal, espejismo cristalino de carretera de medio día, primaveras de margaritas muertas; pupilas enrojecidas de lechos vacíos que se esparcían en ondas asoladas de espectros enfermos, con fiebres en sus espacios vacíos.
Sus movimientos eran lentos, casi nunca se movilizaba; una estatua sobre el pedestal de piedra o granito, efigie solitaria de la diosa Diana o la Venus de Milo que observan ante sus retinas de griegos burdillos alguna ruina retorcida por los tiempos.
Ella, Venus de Milo, con alas piadosas de anhelos pasaba las horas sobrias, muerta de miedo, temores pútridos, invencibles y anchos como la sabana de Venturini, Eran sus estertores fuego y oro, pasión loca vertida en un conjuro de encantos, una inquietísima lágrima de humo laceraba en hondo letargo la desdicha, posando su despertar incoloro sobre una intangible juego de ideas surrealistas.
De noche al reposar en la alcoba, el sueño se le transformaba en pesadillas inquietas, voraces como volcán que explota, era lava su corazón y su clítoris se dilataba, eran sueños que tejían alborozadamente bailes y fiestas nocturnas, recolección de amistades con influencias mundanales, de aquellos que fumaban, auscultaban engaños, amores y diversión, ingenian licor o se paseaban por las calles cobijadas con libertades, gente que gemían por volar entre pasiones prohibidas o en externos éxtasis prematuros, en recoger flores de ceniza en una pradera sin luna y sin estrellas, recolectando efímeros soles de otoño romancero y mirando caer en el invierno diafanidades del azul en charquitos de papel tóale.
Una vez cansada de tantos silencios arrancó de su cuerpo la severa castidad que la sostenía en su hogar, se olvidaría de las palabras y los gestos arbitrarios de sus padres, palabras que destilaban la rectitud que la embargaban, enriquecida seducción de frases lindas, licitudes que llevaba puesta desde su niñez y que ahora las apartaba para escoger un visaje fusco, nublado, apagado y desordenado.
Claraluz se transformó en la sifrina moderna, su belleza de sol, hierba y flores cambiaron su lujo natural por escombros artificiales, se inmiscuyó intemperante entre un panorama de vanidades inconclusas, fundida y acoplada en fontanas turbias y estrellas ocultas de cansancios, con sus destellos quedos y rasgado.
Ella pálida de angustias dulce se embriagó en cúmulos de placeres vagarosos, entre jardines de la desolación, anclados en el astro de fuego y su puesta a la inversa, de luz calcinante, de rayos elocuentes en desaciertos miles y caras de dolor puestas al frió del quebranto ignoto.
Claraluz había cambiado su nombre, “Mariposa Nocturna”, de labios fríos, ocultos en la niebla del suicidio, impregnado de compasiones gigantescas, su belleza efímera se extinguía, ya no era la niña mimada y atrincherada de besos maternales, aquella criatura de refinada ternura, cuidada con esmero para que no se extraviara en pasos fugases. Sin embargo ella había decidido cambiar su destino, se fue apresurada tras de sus huellas de fuga inédita, hendida en el brebaje de su mala cabeza, se convirtió en la mujer deseada por lascivias de ojos que desnudan paredes.
“Mariposa Nocturna” se sentaba a horas de la noche en la banca de la plaza, con el brillo de sus retina, siniestro de martirios, con lágrimas rojas de ira, con el erróneo chispear de la libertad, sin aquellas preocupaciones de mirar papeles escritos con lápiz de “crayola”, o escuchar la voz de su madre repicar.
_ Clara ¡Anda a estudiar!
_ Clara ¡No vallas para allá es por tu bien!
_ Clara ¡Eso es malo!
_ Clara esa gente consumen drogas, ¡cuídate de las malas bebidas!
_ Clara los muchachos modernos lo que le gustan hacer es puro sexo.
_ Clara No seas tan desobediente, en la miniteca lo que conseguirás es salir embarazada.
_ Claraluz te queremos mucho, ¡comprende por favor!
Actualizada era diferente, exhibía como diamante recién cortado su propia existencia, nadie le gobernaba sus ideales, en la piel esgrimía silenciosa recientes golpe de sus hermanos, moretones de la desidia en su delicada piel de reciente mujer, eso no le importaba, le habían desterrado del calido hogar, le era indiferente, el mundo que sentía era fascinante.
Año y medio después regresaba a su hogar arrepentida de sus tertulias y aventuras, traía acurrucada en su pecho mortecino y tembloroso aquella criatura enfermiza, era un niño recién nacido, una gota de luz surgida inocente sin culpas a su destino. Mariposa nocturna caminaba al paso lento de sus pies descalzos, heridos, sangrantes, huía abandonada del destino, de su concubino juvenil, bello como el sol pero implacable, mujeriego como de todas las estirpes de su baja calaña, roquero, inmisericorde y drogómano.
Y así continuo avanzando onerosa la quinceañera, calle abajo, en silencio, con las estrellas mas lejanas que nunca, vejada, hambrienta, flacuchenta y desgreñada; su belleza interna y externa lucia marchita, de su moribundo pensamiento brotaba gimiente algún pequeño valor personal y de ahí renacía su luz de roció y su salvación, el hogar de sus ilusiones vagas, inciertas, oscuras, indebidas, frustrantes, sucias.
Una embargable experiencia le había marcado para siempre la huella de los recuerdos profundos en la memoria, era como percibir millones de olas turbulentas de un huracán invencible. Pálida, sobrecogida, temerosa de sus ansiedades y fracasos lloraba entera, sentía que se hundía letal en un inicio sin final y en un final sin inicios.
Llego al portar de su antiguo hogar, manchado con su afrenta, en el dintel de la puerta habían borrado su nombre y el lugar habían parrafeado con dolor, furia y desdén: la ramera del valle negro, la menor de opulentas pasiones mancebas.
Observó el porche limpio, pulcro, pero inundado de una tristeza muda, vio la silla donde siempre se sentaba a mirar el firmamento, estaba intacta, igual como la dejó a su abandono, pero estaba empolvada, con telarañas y hierbajos de enredaderas, dibujos sarcásticos de delirio deplorable y su desazón in quebradizo. Alzó el rostro en un éxtasis fundido del hoy en el ayer. Con las mejillas dibujadas de gruesos lagrimones contempló enfática las estrellas reflejas en su cristal arrepentido; el caballero vagabundo la acaricio con su palpar frío y le canto serenatas turbias. El niño lloró en sus brazos.
Se acerco a la puerta y de súbito una sombra oscura salto ligera a su persona, una sombra de rabia se perfilo ligera, era una fiera de ojos inyectados en sangre. Impávida sintió el hocico del animal cerca de su rostro, el aliento caliente, el gruñido de dientes sordos. -Guardián- gimió. ¡Eres tu guardián! El perro la reconoció, le lamió el rostro y Clara con la nostalgia le palpo la cabeza, las orejas, el lomo. Los dos lloraron con almas de emociones nuevas, de latidos que retoñaban una canción de oda nueva, con alegrías viejas, de universal dolor.
La puerta del antiguo hogar de Claraluz se entreabrió sigilosa, dejando deslizar en el piso un sonido insonoro de luz de amarillo ámbar, en ella se vislumbró una silueta de mujer rota por el tiempo y su voz lastimera se expreso difusa en el ambiente tenso -¿Quién es?- En la débil claridad artificial se miraron a los ojos sembrando las semillas amargas, abrojos, desconcierto, algo dulce a veces. Largo tiempo de siglos imaginarios pasaron como retablo de cuento conocido, mil frames por segundo en un video de locos y otros locos, copia nueva de verso romancero muy plagiado que ahora tenía ese brillo metálico de flores recién paridas.
La alborada restringía las ansiedades, el placer virginal de una dilección se esparció dispersa. - ¡Claraluz!- broto débil de la garganta extrañada. La madre incrédula dejo brotar de las cavidades blondos cristales equipados de lagrimas buenas, dejando escurrir el interminable llanto seco que esponjo la cercanía de sus pudores, labios entre abiertos, frases calladas, grandes ganas de abrazo éter, fluidos de parpados entornados de infinitos ópalos incandescentes.
En la vista de Clara se notaba la desesperación, latía sinceridad y deseos favorables de forjar nuevas dinastías, quería sembrar y cosechar perdón, lograr la máxima comprensión, volar al viento como una espina que todo lo ve y retornar a la tolerancia. Madre e hija no soportaron mas, un abrazo de cuatro seres se fundió al amanecer, uno de ellos era el perdón, el amor.

Las Chicas de mi pueblo. Un 95 % de ellas llegan tener hijos a la edad de los once a quince años. Por razones personales he cambiado el nombre real de la joven por el de Claraluz.
Datos del Cuento
  • Autor: Jhosue
  • Código: 17334
  • Fecha: 09-09-2006
  • Categoría: Sueños
  • Media: 5.82
  • Votos: 92
  • Envios: 6
  • Lecturas: 6814
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