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Los habitantes de la cabaña

Carlos, Lucia, Loreto y Samuel eran cuatro amigos muy diferentes unos de otros, pero que se querían mucho y que habían vivido mil aventuras juntos. A Carlos le encantaba leer y se pasaba horas y horas sumergido en historias de todo tipo. A Lucia le encantaba el deporte y era la capitana del equipo de fútbol mixto del colegio. Loreto, en cambio, prefería cantar y estaba preparando las pruebas de acceso al conservatorio de la ciudad. Samuel era el más vago y prefería pasar las tardes, tras acabar los deberes, mirando al techo. 

Un verano, los cuatro amigos fueron juntos de campamento. Les encantaba, porque dormían en casetas de madera y disfrutaban de todo tipo de actividades. La favorita de los niños era la piragua, que usaban en un pantano cercano al campamento en el que habitaban decenas de maravillosas criaturas. Además, contaban historias alrededor de la hoguera, hacían manualidades y entretenidas rutas de senderismo. Comían muy sano, porque los monitores sabían que necesitaban mucha energía para aguantar el ritmo de actividades programadas para las dos semanas de campamento. Mucha fruta y verdura y un puñado de frutos secos todas las tardes. 

Un día por la noche, cuando se iban todos a dormir después de la hoguera, Carlos se equivocó de cabaña y se metió en una en la que no había nadie porque estaba casi en ruinas. Estaba tan cansado que no se dio ni cuenta y se metió en el saco de dormir sin percatarse de la soledad de aquel lugar. Cuando estaba ya profundamente dormido, sintió cosquillas en la espinilla. Como pensaba que estaba en la cabaña correcta y allí todos los niños dormían en el suelo sobre una larga esterilla, pensó que sería alguno de sus compañeros. 

Al rato volvió a sentir cosquillas, esta vez en la espalda. Esta vez sí que se despertó y fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba solo en la cabaña. Corrió y corrió despavorido hasta la cabaña de los monitores y les dijo que alguien le había hecho cosquillas, pero que era muy raro, porque la cabaña estaba vacía. Los monitores no le creyeron. De hecho, le dijeron que no podía tomar tanto zumo antes de dormir, porque por culpa del azúcar después tenía pesadillas.

Frustrado, la noche siguiente Carlos decidió hacer guardia en la cabaña solitaria para ver qué estaba pasando. En mitad de la noche, se dio cuenta de qué se trataba todo. Una pequeña familia de ratones de campo se había adueñado de la cabaña. Por las noches se dedicaban a hacer de las suyas y, en este caso, habían aprovechado la visita de Carlos para entretenerse.

Datos del Cuento
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