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Los deseos ridículos

Érase una vez un pobre leñador que estaba harto de la vida tan penosa que llevaba y se quejaba porque jamás había tenido suerte. 

Un día, mientra el leñador se quejaba en el bosque, Júpiter, con el rayo en la mano, se le apareció. 

-No quiero nada -exclamó el leñador, arrojándose al suelo, muy asustado-. No deseo nada, ni truenos ni nada. Vamos a hablar, señor, de igual a igual.

-Deja de temblar -le dijo Júpiter-. Vengo compadecido de tus quejas para demostrarte que no tienes razón. Escucha. Yo te prometo, como dueño soberano del mundo entero, que voy a concerderte tus tres primeros deseos, los primeros que quieras formular sobre cualquier cosa. Así que piensa bien qué te haría feliz, porque te concederé lo que quieras.

Tras decir esto, Júpiter se marchó y el leñador, muy contento, emprendió el camino de vuelta a casa, cargado con su hacha y los helechos que acababa de cortar. Estaba tan contento que le pareció que la carga era menos pesada que otras veces. 

-No hay que obrar a la ligera -decía-. Esto es importante, así tendré que preguntarle a mi mujer, a ver qué opina ella.

Cuando llegó a casa, el leñador dijo a su mujer:

-Hagamos un buen fuego y una buena comida, pues somos muy ricos. Y sólo necesitamos formular nuestros deseos.

El leñador le contó a su mujer todo lo que había ocurrido. Al oír su relato, la esposa empezó a elaborar mil proyectos en su mente, aunque, por prudencia, le dijo a su esposo:

-Amor mío, para no cometer una tontería por la impaciencia, dejemos para mañana nuestro primer deseo y consultemos con la almohada.

-Estoy de acuerdo -dijo el leñador. 

El leñador y su mujer se sentaron junto al fuego a degustar su mejor vino y, saboreándolo cómodamente, cerca del fuego, dijo el leñador, apoyándose en el respaldo de su silla:

-¡Con estas brasas tan buenas, qué bien vendría una vara de morcilla!

Dicho esto, y ante el asombro de ambos, apareció una larga morcilla. Dándose cuenta del error, dijo la mujer:

-¡Cuando se podría obtener un Imperio, oro, perlas, rubíes, diamantes, vestidos! ¿Y no se te ocurre desear más que una morcilla?

-Bueno, me he equivocado -dijo el leñador-. Mi elección ha sido desacertada. He cometido una gran falta, pero lo haré mejor la próxima vez.

-¡Se necesita ser un animal para formular ese deseo! -le reprochó la esposa. 

El esposo, llevado de la cólera, no pudo evitar formular un deseo mudo. 

-Los hombres -dijo para sí mismo- hemos venido al mundo a padecer. ¡Maldita sea la morcilla! ¡Ojalá se te quede colgada de la nariz!

El pensamiento se hizo realidad y la morcilla quedó adherida a la nariz de la mujer, lo cual impedía a la señora hablar tranquilamente. 

Al verla, el leñador pensó:

-Ya podría, con el deseo que me queda, convertirme de una vez en Rey. Pero hay que pensar qué tristeza tendría la Reina cuando, al sentarse en su trono, se viera con la nariz más larga que una vara. Voy a ver qué dice y que decida ella si prefiere convertirse en una gran Princesa y conservar esa horrible nariz o quedarse de simple leñadora con una nariz como las demás personas.

La esposa del leñador prefirió recuperar su nariz y ser pobre y bonita, que no ser una Reina fea y desagradable. Así que el leñador pidió su tercer deseo para que la morcilla se desprendiera de la nariz de su mujer. 

De esta forma no cambió de estado, no llenó su bolsa de monedas y fue feliz de emplear el deseo que le quedaba para volver a su mujer a su primitivo estado.

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