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La venganza del zapatero

A las seis de la mañana del último sábado de fines de enero de 1960 toda la manada de Tupucancha (Ancash - PERU) ya estaba de pie, pues el sol después de una larga noche de lluvia nos regalaba sus tibios rayos que al jugar con las flores silvestres y el pasto verde que circundaban la casa llenaba nuestros pulmones con el rico aroma a tierra mojada. El viento estaba quieto y el cielo tenía un color azul intenso y una que otra nube blanca se desplazaba por el firmamento anunciándonos un día sin aguacero

A las ocho, después de un desayuno franciscano salimos con mi abuelita Catita rumbo a Conococha para recoger de una de las chozas, una encomienda enviada por mi mamá y que mi papá acostumbraba a dejar encargado a su paso hacia Lima. Durante el trayecto, como una manera de olvidarme de la dura caminata trataba de imaginarme el contenido de la carta que mi mamá Jesús siempre me escribía colmada de recomendaciones, saludos, besos y bendiciones.

Al cabo de un tiempo de travesía me llamó mucho la atención ver los viejos cimientos de lo que fue una antigua construcción en plena hondonada, ubicada equidistante a las manadas de Shajsha y Sapahuaín. Entonces mi curiosidad pudo más que el cansancio que ya se dejaba sentir a estas alturas en la ondulante ruta y le pregunté a mi abuelita sobre las razones de abandono en el que se encontraba un sitio tan cogedor. Ella con su singular modo de narrar, lleno de colorido, buen humor y misterio a la vez, me relató la siguiente historia de amor:

En la década de los cuarenta tenía afincada su manada en dicho paraje una bella mujer llamada Julia Dora. El lugar también servía como una especie de oasis para los arrieros aquinos, chiquianos y huanuqueños que atravesaban la puna con destino a Barranca. Uno de esos intrépidos arrieros fue Cornelio, un joven racrachaquino quien al notar que su labor de zapatero no le prodigaba de lo necesario para subsistir optó por integrarse al mundo de los arrieros, aquellos rudos caminantes que llevaban fe a la costa y retornaban cargados de esperanza a sus terruños.

En su humilde casita de Racrachaca, un pueblito cercano al cautivador Aquia, Cornelio dejó a buen recaudo algunos pedazos de cuero, unos cuantos retazos de badana, un viejo frasco con pegamento, un par de martillos viejos, tres leznas, su inseparable diablo (yunque de los zapateros), clavos, chinches, cáñamo y un pellejo totalmente raído con el que protegía sus muslos y rodillas durante los martillazos cotidianos. Solo se llevó consigo muchas ilusiones de abrirse paso en la vida y su chaveta con la que daba forma a sus sueños de suela y estaquilla.

Llegó el día convenido por su patrón de turno y se dirigió de madrugada a la Plaza de Armas de Aquia, ubicada a 3,330 m.s.n.m desde donde estaba programada la partida junto a siete experimentados arrieros, cuatro mulas y 15 burros cargados de papas, hablas, cebada, carne, quesos, quinua, trigo y el infaltable fiambre. Atravesaron el río Huamanmayo y después de un largo y penoso viaje coronaron el cerro de mayor altura (4,050 m.s.n.m) desde donde apreciaron en todo su esplendor y belleza los nevados el Burro, Racacutoc, Quicash, Pastoruri y el Tucu Chira, así como las misteriosas lagunas de Minapata, Rajutuna, Cocoche, Mishacocha, Contaycocha y Shancococha.

Ya entrada la noche se detuvieron en la manada de Julia Dora, de quien Cornelio quedó totalmente prendado desde que se cruzaron por primera vez sus centelleantes iris capulí. Durante la cena con abundante charqui al fogón y papa roqueña a la olla, los pequeños candiles sucumbieron ante los fogonazos de sus furtivas miradas. Ambos habían pasado recién la barrera de los 20 abriles y estaban con los corazones echando chispas como los diablitos de Corpus Cristi. A las cinco de la mañana la despedida fue de un hasta pronto con sabor a infusión de escorzonera.

Luego de 17 días Cornelio retornó triunfante de su primer periplo, y pese a los ruegos de su patrón y de sus compañeros de viaje se quedó junto a Julia Dora, y desde ese entonces la felicidad de la pareja fue intensa, haciéndose convivientes al poco tiempo, combinando sus prolongados días de pastoreo con sus viajes de arriero que le proporcionó el dinerito suficiente para mejorar la posada que en pocos meses se convirtió en el punto de encuentro de los viajeros, al que se sumaron los arrieros de Roca, Ticllos y Corpanqui que se trasladaban a Conococha, Catac, Recuay y Huaraz.

Todo iba muy bien en la pareja, hasta que un día como suele suceder con los amores extremadamente fuertes, Cornelio fue picado por los mosquitos anófeles en el estrecho valle de Colquioc (Chasquitambo) y contrajo el paludismo, temida enfermedad infecciosa que sin el tratamiento adecuado con quinina terminaba fácilmente con la vida de los arrieros. Sus familiares ante la fiebre, las tercianas y cuartanas que se incrementaban cada día lo trasladaron a Lima donde empezó su lenta y agónica convalescencia.

Los meses pasaban y cada noche la bella Julia Dora daba rienda suelta a su llanto en su solitario cuarto de piedra y paja. Pasó un año sola, recatada y esquiva, luego unos meses más y como es de esperar, fue cediendo terreno a los pretendientes que se sumaban como galgas, hasta que un día no pudo soportar el persistente asedio y bajó su banderín de Penélope andina sucumbiendo ante el floro bien condimentado de un fornido jinete de Huallanca, hijo de Tiburcio Montoya, uno de los principales ganaderos huanuqueños. La cita se concretó para la noche de un domingo de carnaval.

Desde muy temprano Julia Dora alistó el aposento con flores silvestres, preparó un rico chinguirito y aguardó en total penumbra al huallanquino Montoya. El jinete entró al cuarto y al toparse con su tibio cuerpo ambos ingresaron a una vorágine de gemidos y gritos de placer impetuoso. Ya culminado el fragor del combate, él se quedó profundamente dormido sobre ella, más a media noche al despertarse para saciar nuevamente su hambre de placer con una nueva embestida, trató de besarla y sus labios no respondieron más al llamado de la carne.

Montoya se paró instintivamente, encendió un palito de fósforos y para su sorpresa vio que por las prominentes nalgas de su amada discurrían gruesos hilos de sangre, la volteó espantado y quedó paralizado al ver que una chaveta de zapatero oculta entre el pellejo y la frazada le había atravesado la espalda dejándola sin vida...........


Voces nativas:

Conococha: Bello paraje andino a 4,100 m.s.n.m. cuenta con una hermosa laguna, a escasos kilómetros del paradisíaco pueblo de Chiquián, conocido como "Espejito del cielo"
Manada: Lugar de crianza de ganado.
Arrieros: Comerciantes a lomo de burro, ante la carencia de medios de transporte motorizado.
Choza: Casa rústica de piedra y paja.
Chinches: Clavos pequeños para zapatería.
Pellejo: Piel de oveja.
Lezna: Aguja de zapatero.
Chaveta: Cuchillo de zapatero.
Escorzonera: Planta medicinal.
Charqui: Carne secada al sol.
Floro: Verbo florido.
Chinguirito: Bebida tibia con plantas aromáticas y ron.
Datos del Cuento
  • Categoría: Hechos Reales
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