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Cuando Roberto supo que se habían marchado todos respiró profundamente. Odiaba esas cenas familiares en las que la tía Clotilde le recordaba a su madre todo lo que ella podía tener; le hacía tanto daño ver esa tristeza que teñía la mirada de su madre. Y fue por eso que lo hizo, porque estaba cansado de que fuera a visitarlos sólo para hurgar en la herida.
A los dos días, alguien llamó a la puerta. Su madre estuvo sollozando e intentando comprender una situación que aparentemente él no podía escuchar porque lo obligó a quedarse encerrado en su dormitorio. Después se lo contó todo. Habían encontrado a su tía muerta, junto a sus dos hijos; aparentemente se habían dejado el gas abierto y se habían ido a dormir. Roberto dijo que lo sentía y le pidió a su madre de quedarse en su dormitorio.
Su madre estuvo llorando durante semanas, y cuidándose de que el niño no la viera en ese estado; pero Roberto entendía más de lo que decía y de a poco empezó a sonreír y a desear intensamente que llegaran las navidades.
El día de nochebuena por primera vez en mucho tiempo cenaron solos: una comida austera y con escasos ingredientes extravagantes. Y cuando llegó la hora de abrir los regalos, Roberto miró a su madre y en sus ojos descubrió un brillo que no había visto jamás. Esas fueron las mejores navidades de su vida.
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