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La muerte no deseada

Andaba desconsolado. Desde que se enteró de la enfermedad de su mujer se había vuelto meditabundo y triste. Se veía retraído y hasta descuidó su aseo personal. Su preocupación lo consumía a tal extremo que se la pasaba encerrado en sí mismo. Todos sus amigos tratamos de consolarle, pero fue en vano.
Un día lo encontré mientras él se paseaba enajenado entre las nubes.
-¿Por qué no vas a ver a Petra? -le sugerí. -Tal vez si la vas a ver, comprendas su situación y eso te ayude a aceptar el hecho.
Saliendo de su letargo, me dijo:
-Ni pensarlo. Ya he sufrido bastante para que ahora me pidas eso, Pedro. De pensarlo nada más se me eriza la piel.-
Acto seguido, volvió a espaciarse. Como alma en pena, murmuraba para sí unas frases incomprensibles. Hacía unos gestos de desesperación y de dolor como si esquivara los zarpazos de una fiera en una selva ingrata y lejana.
Cuando conocí a Petra era siempre tan calladita y tan cariñosa. Lo más que me gustó de ella fue lo hacendosa y ordenada que era. Yo siempre quise una mujer así para formar un hogar tranquilo y sencillo, lleno de nenes juguetones... ¡Las maromas que da la vida! No hicimos más que casarnos y empezó a protestar por todo. Nunca entendió que el trabajo del carpintero no es uno ni fácil ni fijo. Todavía recuerdo sus garatas...
"Mira en qué condiciones vivimos. La casa se nos está cayendo en cantos. Bien lo dice el refrán: En casa del carpintero, madera carcomía... Bonito carpintero me ha tocao. No halla trabajo ni de pinche en la construcción. Y cuando lo halla, no le dura ni un mes..."
Por no discutir con ella, yo callaba sin impacientarme y ella seguía con su machaca como si estuviese vendiendo las últimas yuntas de pasteles en la plaza.
Luego de tener el cuarto varoncito, le dio un ensote en casa de su amiga Julia. Se pasaba metida allá a todas horas, casi todos los días. En casa de Julia fue donde descubrió el ponchesito de ron caña. Yo me daba cuenta por el tufito que traía encima... Para pasar en paz sus jumetas siempre armaba una bronca antes de acostarse.
"Carajo, Luis, ¿qué quieres que haga? ¿No ves que estoy harta de esta jodía cueva de ratones donde me tienes metía? Si quieres que los nenes coman temprano, hazle tú mismo la comida; o si no, llévalos a casa de Mamá Chencha. A mí me dejan tranquila."
Yo me sentía culpable, en parte, por no haber tenido un trabajo decente y por eso no le discutía. Hasta aguanté las zurras que cogió de darme. Todavía tengo la marca de la plancha caliente que me tiró en la cara en medio de una de las trifulcas... Lo de su enfermedad ella misma se lo buscó. No veo por qué tengo que ir a verla ahora, después de todo el martirio que me hizo sufrir.
En muchas ocasiones él se fue de la casa, pero siempre regresaba. A veces regresaba por pena, a veces por costumbre. ¡Qué alivio sentiría cuando finalmente abandonó la vida junto a ella!
Cuando a ella le llegó el día fatal, él no se apareció en los servicios funerarios. Ese día trató de levantarse temprano, pero sus fuerzas desgastadas se lo impidieron. Parecía un cadáver recién salido de una tumba a la cual no pertenecía. Sus ojos brotados sobre cuencas amoratadas, sus labios partidos y descoloridos y la piel cuarteada que cubría sus huesos hacían prever que su sufrimiento llegaría pronto a un desenlace infeliz. Aún así, aquel guilincho humano se vistió de valor y habló conmigo para que yo intercediera ante el Juez Supremo.
-Pedro, -me dijo- permítanme regresar a mi pueblo. Allí podré rescatar borrachines y ponerlos fuera de las barras. Con mi experiencia con este tipo de personas, podré ayudarles por largos y largos años.
Luego de escuchar sus palabras, comprendí que Luis nunca aceptaría la idea de reunirse nuevamente con su viuda.
Datos del Cuento
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