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La magia de la amistad

La magia de la amistad


Ahora que estamos a gusto y relajados os voy a contar mi historia: Mi nombre es Milburgo. Sí, ya sé que es un nombre muy feo; pero nada comparado con la fealdad que yo encerraba en mí… Creo que por eso me abandonaron mis padres, pues nunca llegué a tener conciencia de ellos ni recuerdo vagamente su rostro. Me abandonaron en un orfanato donde pasé la infancia aterrado y, al mismo tiempo, denostado por todo el mundo, salpicado por un odio que yo jamás creí que existiera en esta tierra.
Un día pude escaparme de aquel infierno, pero no de mi maltrecho cuerpo. Pude abandonar el odioso orfanato, pero, desgraciadamente, no pude escapar de la fealdad de mi cuerpo. Sí, diréis que ningún padre podrá odiar a su hijo por feo que sea: ¡Los míos sí! Debieron ser la excepción que confirma la regla.
Estoy en los brazos de la mala suerte. Es mi amante, mi servicial y cruel compañera. Cada vez que tengo el valor de mirarme a un espejo ella aparece y me pregunta: “¿Qué ves, Milburgo?” La veo a ella brotando en mi rostro, deformándolo cada vez más. Nace y se refleja en mí, aparentándome aún más decrépito y deforme.
¡Dios mío, qué delirante locura!
Vivo alejado de la muchedumbre. Tuve que huir, esconderme. De hecho siempre he vivido a hurtadillas, nunca he mirado a la gente a la cara, pues a los que eran nobles de corazón los asustaba muchísimo y luego me compadecían y los que poseían un corazón duro y correoso siempre se burlaban de mí, me insultaban, me escupían, me abofeteaban…
-Sé que soy odioso, pero no puedo hacer nada para evitarlo- les decía, intentando reparar la afrenta que a sus ojos causaba la visión de mi persona.
Sí, tuve que huir, escaparme a este viejo caserón alejado del mundo, por donde sólo merodean las alimañas, que son mis fieles compañeras. Aquí soy feliz, o al menos no estoy perseguido y apaleado. Vivo en la noche y evito el día, soy el fiel compañero de la oscuridad y mi universo consagrado son las sombras que reptan y cuchichean en mis sueños una y otra vez.
Cierto día, cierto raro día que salí a dar una vuelta con un no sé qué oculto pretexto en mi intuición (las salidas del viejo caserón se reducían a la noche, pues así me sentía amparado y oculto: nadie me veía, nadie, pues, me reconocería) y me alejé bastante, hasta la orilla de un riachuelo que jamás había visto hasta entonces. Luego, allí, todo se produjo aceleradamente, como si los siguientes acontecimientos cayeran llovidos del cielo de una manera atropellada y confusa. Primero una voz, casi desgarradora, pidiendo auxilio. Era una mujer, y luchaba con denuedo contra las aguas corrientes del río. Me llevé un susto inenarrable cuando la oí y luego pude apreciar su presencia luchadora. Mi reacción fue de lanzarme al agua para ayudarla, pero… ¿Y cuando la rescatase?
Sin duda todo volvería a ser igual que antes. Posiblemente le aterrara mi presencia, y una fantasmal caricia arañaría su cuerpo, dejándole marcadas las llagas del terror.
¡Dios…! ¿Qué hacia?
La mujer se desvaneció, perdió el sentido y ya no gritó más.
Entonces reaccioné y me tiré al agua, sacándola poco después y arrastrándola hasta la orilla. Allí intenté reanimarla, aplicándole unos ejercicios básicos de supervivencia que años atrás había aprendido. Escupió una buena cantidad de agua y luego gruñía y jadeaba, aún estaba semiinconsciente. Era una mujer extremadamente bella. Nunca había visto una cara tan hermosa como la que ahora estaba ante mí. Afortunadamente mis labios no la besaron para hacerle el boca a boca, pues hubiera sido algo casi rayano en la abominación. Desde aquel día se convertiría en mi gran amor platónico, en mi sueño día y noche, en una anhelada e hiriente esperanza, pues jamás la volvería a ver.
En aquel instante despertó y me miró. Nunca olvidaré aquellos ojos de color miel, aquellas facciones perfectas que mis torpes manos habían osado acariciar. Luego huí como estoy acostumbrado a hacer y me escondí tras unos arbustos a cierta distancia de ella. Creo que ni siquiera me vio, o tal vez sí. Ciertamente no lo sé. Ella se levantó y miró alrededor y luego hacia los matorrales donde yo estaba oculto y observando.
¡Y sonrió!
O tal vez eso es lo que yo siempre he creído. Me latía el corazón como si hubiera enloquecido dentro de mí, y la adrenalina parecía que fuera a reventar en mi cuerpo y a salir como una inmensa cascada de fuegos artificiales. Y unas lágrimas rodaron por mis maltrechas mejillas borrando toda la magia que había en aquel momento.
Entonces hice lo que mejor sabía hacer: Salir corriendo.
¡Jamás la olvidaré! Ni tampoco su mirada, su piel fina. Esa imagen es la que llevo en mi mente hasta que me vuelvo a mirar al espejo. Es entonces cuando aparece ella, la “Gran Mala Suerte”, y me dice que no idealice, que ella es mi único amor y que nadie más tendrá el valor de mirarme a la cara.
Gracias a Dios se equivocó y pronto pude constatarme de ello.
Solo me sentía a gusto en la noche, cuando salía afuera y vagaba como alma en pena por los pedregosos eriales o entre la bruma espectral del misterioso bosque. Curiosamente fue allí donde una de esas noches conocí al único amigo que he tenido hasta ahora. Ya sé que pensareis que se trataría de un lobo o algún otro bicho de la oscuridad, capaces sólo ellos de soportar mi presencia… Pues no. Se trataba de una persona, del hombre más apuesto que jamás he visto y que, sin duda, pueda ver nunca.
Desde entonces él me ha enseñado muchas cosas. Yo también le he enseñado algo, pero ni comparación con la ayuda que me ha dado. Su voz supo calmarme cuando me lo encontré en la espesura de la negra noche y evitó, por supuesto, que saliera corriendo. Siempre sabía como reconfortarme y allanar mis temores por profundos que fuesen. Era un ser magnífico y yo ni tan siquiera le asustaba sino que hasta le caía bien. Cuando le hacía la pregunta del porqué siempre aparecía en la noche, él rehusaba la respuesta diciendo: “Me gusta mucho la noche y su misterio, sus duendes, sus miedos, sus cosas… Además, me gusta la noche porque tú estás en la noche.” Verdaderamente era un tipo formidable que me entregó la mejor amistad del mundo.
La última noche que lo vi era muy fría, más que fría era gélida. Había luna llena y la tierra ardía con su argéntea luz hechicera. Caminé hacia donde nos solíamos reunir, cerca de un bosquecillo de hayas. Allí estaba él, pensativo, grandioso como siempre y brillando con la luz de la luna llena. Cuando me acerqué a su lado, sin dejarme reaccionar siquiera, me espetó que debía marcharse, irse lejos de aquellas tierras y que, probablemente, ya no nos volviéramos a ver más.
Yo no supe qué decir, me había quedado sin habla, estaba más paralizado que cualquier pedrusco de los que pululaban por allí.
Él me agarró suavemente del hombro y me dijo:
-Ven, Milburgo, quiero enseñarte algo.
Fuimos hacia el interior del bosque, concretamente hasta una pequeña fuentecilla que manaba de unas rocas y que yo ignoraba su existencia, igual que había ignorado tantísimas cosas que mi amigo me enseñó en el tiempo que permanecimos juntos.
-¿Ves esta fuente? ¿Ves el agua que brilla y luce con suspiros de plata?
-Sí- dije yo, sin saber qué se proponía con aquél pequeño misterio.
-Quiero que bebas un buen trago y que luego te laves la cara. Sé que hace mucho frío y que parece que no es muy lógico lo que te mando, pero debes hacerme caso una vez más.
A mí me daba igual lo del frío, así que hice a pies juntillas lo que me había ordenado. El agua, ciertamente, estaba que cortaba, pero yo no me dejaba amilanar por tan poca cosa. Me escocía horrores en el rostro, como si en vez del incoloro líquido, mis manos arrojasen sobre él alfileres y cuchillas. ¡Era inaguantable!; pero aguanté. La luna estaba pintada en el remanso que había poco después del manantial y parecía dormida, acunada en el vaivén de las aguas. Allí también se reflejó mi rostro, cambiado y distinto como si no fuera yo la persona que asomara en el pequeño reguero. ¡Mi abominable deformación había desaparecido!
Mi amigo ya no estaba. Lo adiviné en cuanto me vi reflejado en el agua. Después miré para comprobarlo; pero sólo la noche de plata y nácar, con sus cenicientas sombras, me rodeaba. Allí había sido donde lo vi por última vez. Ahora tengo el recuerdo de aquel amigo tan magnífico, al que sólo las facciones de otra persona podían equipararse: la bella mujer a la que había rescatado de… O, ¿acaso fue ella quien me rescató de todo lo malo que en mí había? Ciertamente, al poco tiempo después mi vida fue cambiando y encontré la mágica amistad de esta persona. Pero, ahora… Pensándolo bien, tenían unos rasgos, aunque hermosos los dos, muy afines: esos ojos de dulce miel, esa mirada cautivadora… De no ser porque ambos eran de sexos distintos hubiera jurado que eran la misma persona.
Fue un gran misterio…del que yo he formado parte.
Ahora puedo ir por la calle sin temores. No es que posea la belleza de mi buen amigo o de la hermosa mujer que me enamoró, pero puedo mirar a la gente a los ojos y no se asustan ante mí, incluso algunos me sonríen y yo les sonrío a ellos ¡y es todo una delicia!
Ahora, si me miro en un espejo, ya no veo asomar a mi antigua y pérfida novia, “La Mala Suerte”. Simplemente muestra a una persona normal y sencilla, como siempre debió ser. Sí, ahora puedo salir a la luz del sol sin temor a que éste se oculte tras una negra nube.


© J. Francisco Mielgo/24/02/2005
Datos del Cuento
  • Categoría: Metáforas
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