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La ética del silencio

Roberto había comprendido que el secreto de que nadie saliera herido residía en el Silencio. Por eso, nunca decía nada ni cuando se enloquecía desgarrado de pasión ni cuando se entregaba con el alma. El "no decir" en el éxtasis último de la orgía corporal protegería a cualquiera de los dos de las falsas expectativas. Los "te quiero", "te amo", "te necesito", "te deseo"... eran evadidos, aniquilados, suprimidos, antes del primer beso. A priori a la primera caricia, siempre para el bien de cualquiera de los dos, decía sólo lo necesariamente neutral. Si el encuentro era meramente carnal para Roberto, y existía la duda o la certeza que no era de igual forma para ese cuerpo de mujer que se enredaba en él, callaba. En otras ocasiones, la mordaza también lo amparaba cuando brindaba más que su cuerpo y tenía la duda o la certeza de que ella no correspondería con sinónimos amorosos, porque era la carne y no el alma lo que había buscado ella. Roberto se limitaba a los sonidos inmensurables para que no se registrara ningún mensaje que pudiese herir. Era un acto de ética.

La primera vez que practicó la ética del Silencio, Roberto tendría unos 21 años. En ese momento, la reserva significó para él poder escudarse de los tentáculos del placer de la rutina.

La había conocido por causalidad del azar una tarde de finales de enero. Ella era una de las pocas mujeres que pululaban por el departamento de Filosofía. Eso la hacía resaltar, sin embargo, no tanto como su físico: sus simples ojos rasgados, sus ordinarias cejas, su disimulada sonrisa, lo comenzaban a llevar a la obsesión. Era una chica escueta, de mirada fija --bandeada entre la timidez y la determinación. Desde entonces y para siempre no se olvidaría de esa muchacha. Ella se llamaba Elena y tendría exactamente su misma edad.

Lo inevitable sucedió una mañana en medio del semestre académico cuando, con el murmullo de fondo de la gente del salón, las miradas del uno se fijaron en el otro y el verbo se convirtió en sonrisas y risitas. Se presentaron, se conocieron y se citaron. Entonces, llegaron las salidas a los conciertos, al teatro, al cine.

Aunque la deseaba, estaba determinado en que no se iría "más allá". Aunque la amaba, había establecido que no diría "más de lo necesario". Elena era como joya de vitrina: hermosa desde el otro lado del cristal, pero imposible de poseer --¿o de amar?-- una vez en las manos. Sin embargo ocurrió. Programados para estudiar, se encontraron un sábado en la casa de ella. No obstante, en poco tiempo, un roce sutil de la mano de Roberto por la mejilla de Elena desmoronó la fuerza de voluntad de ambos. Sumidos en una rutina singularmente erótica... Ninguno dijo nada para no gastar energía ni tiempo en articular pensamientos que estaban siendo expresados. No pronunciaron palabra alguna para evitar el rompimiento del momento continuo --momento de sensaciones, no de racionalizaciones. Pero, sobre todo, no hablaron nada para salvaguardarse.

Días después, Roberto, mientras estaba parado frente a un estante de flores en la plaza del mercado, se acordaba de Elena y deseó comprar un (simple, ordinario y disimulado) clavel rojo para ella. No obstante, se retractó porque sabía que las acciones decían tanto como las palabras.

Ambos, por casualidades de los hechos fortuitos, se separaron sin pensar, seriamente, si se volverían a ver o no. Hoy, marchitos por el tiempo del silencio y la presencia inexorable de la soledad, se han vuelto a encontrar, por esas mismas casualidades de la vida, en el pasillo de Filosofía. Se han dado un beso cordial y, entre sonrisas y risas, se han invitado a un café.

En un momento imprevisto, Elena, dejándose llevar por sus impulsos, rozó la mejilla de él. Acto suficiente para que se pagara precipitadamente la cuenta y se marcharan al apartamento de Roberto. Aún permanecía fiel a su ética, por eso tampoco hoy dijo nada a posteriori del primer beso. Concluido el éxtasis final se miraron sin decir nada: sólo sonrisas.

La fuerza de la ruta urbana los hizo pasar frente al kiosco de flores, aquél que hacía años había tenido un clavel, simple, ordinario y disimulado. A su paso desdeñado, observaba los cientos de claveles rojos que estaban amontonados en los grandes envases de pintura, pero ninguno como aquél, había pensado Roberto. Ninguno podría decir lo mismo ya, jamás. Y, aunque dijera alguno lo mismo, ya era inútil. Ese clavel de hace tantos años o el de hoy serían inservibles. Las palabras de todo este tiempo se habían transformado. Sin embargo, una cabizbaja orquídea semimuerta, que flotaba sola en el gran recipiente blanco lleno de agua, al final del carnaval floral, le robó la mirada llevándolo a sentirla su sinécdoque. "Deme esa orquídea que está allí." dijo al hombre del kiosco. "Lo siento, no está a la venta, está marchita." contestó el vendedor. "No importa. Así la quiero... Así la quiero." Tomó la flor y sin decir palabras, la posó sobre las manos tibias de Elena. Ella sonrió pensando...
Datos del Cuento
  • Categoría: Románticos
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