Los dos se miraron, los dos mantuvieron las miradas, los dos se preguntaron, ¿quién es?, su cara me es familiar.
Ella subía en la escalera mecánica de los grandes almacenes y él bajaba cuando sus miradas se cruzaron.
Ella llegó al departamento de ropa de señoras y después de mirar en varios percheros entró al probador con un precioso abrigo de lana, de color negro y un elegante cuello de visón para ver qué tal le quedaba. No había mirado la etiqueta del precio, podía permitirse ese lujo. Y en aquel preciso momento cuando sintio la caricia de la piel en la suya recordó. ¡Alberto!.
Dejó el abrigo en el probador y se precipitó a las escaleras para bajar. ¡Tengo que encontarlo!. Exclamó para sí.
Ella bajaba en la escalera mecánica y... él subía, sus miradas se cruzaron por segunda vez en aquel corto espacio de tiempo.
-¡Hola!- dijo él, extendiéndo su mano que rozó un instante la de ella.
- Te espero abajo- dijo ella. Era una mujer práctica y decidida.
A pie de escalera lo vío bajar y notó su nerviosismo, ella estaba tranquila. Se besaron en las mejillas antes de decir una sola palabra.
-¡Cuánto tiempo!-dijo él.
-¿Tienes prisa?- dijo ella-¿Tomamos un café?.
Fueron a la cafetería y hablaron y hablaron; de sus vidas, de los años de juventud cuando vivían en el pueblo y del presente.Por fin él hizó la pregunta.
-¿Cómo está mi hermano?-
- Ven a casa y lo verás. Son muchos años los que han pasado, ¿todavía no le has perdonado?-.
Y el dolor imposible de los primeros besos, se repitio en su sangre con su ausencia clavada en cada instante de su vida. La miró al despedirse y esta vez se llevaba entre los labios un corazón para endulzar la ausencia.
Aunque Lébana nada dice A su trasluz se lee todo: Que el amor no se desdice, Y celos convierten en lodo. (“La escalera mecánica”, de Lébana)