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Categoría: Fábulas

La Calle de la Casa Vieja

El paseo comenzó… La fuente para el parque, solo tenía la huella hecha por una solicitud firmada por los vagos de la esquina. La esquina, con el paso de las generaciones había perdido los vértices de la juventud, haciéndose como marchita en el centro, turbia en el horizonte.
En la vereda, el aire enfocado desde la ventana con sus cristales rotos, solo revelaba los gritos, a ras del piso, que los muchachos asaltados exclamaban, con la especifica necesidad del socorro. En el fondo de las callejuelas, los campañeros desviaban la atención de los curiosos, al tiempo que acudían a controlar los nervios de las víctimas temblorosas. Parecían ser los más recatados del barrio; cuando el policía, rodeado de una imagen de veterano obeso, abordaba la silueta desentrañada de las calles casi desiertas, con la voz gruesa nivelada con piedras irregulares, decía burlescamente. “Desgraciados te bajaron hasta los calzoncillos” y apenas era que faltaba el reloj. La tranquilidad disimulada reinaba por horas luego de la presencia policial. Los fumones en el centro del proyecto del parque, en una misa campal, entre el tiritar de las cajas de fósforo quemándose con los puchos de tabaco, hacían el ritual del incienso dominical en la más dramática aclamación al infierno; robustecida con las medias botellas de alcohol y los arrugados billetes robados. Los muchachos más disciplinados, murmuraban como atragantados con pedazos de palabras, por el vuelo sin fin, que emprendían en las nubes resucitadas del sabor de la coca, cuando se infiltraban desde los labios. Los más “Zanahorias”, a unos segundos, comenzaban nuevamente con las ampollas reventadas por las brazas de los tabacos, que terminaban justamente en la punta de la lengua. El misterio infinito de la Diosa Blanca, no compartía, la obscuridad que les dejaba el sadismo consecuente, el destello alucinógeno que brotaba como trance de pesadillas, como largo metraje de terror, sólo que multiplicado, al mil por mil y dividido para uno, sacando de lo recóndito del cerebro, las imágenes más espeluznantes y perversas;los diablos revoloteaban alrededor del bagó más temeroso; las mujeres desnudas arrastrando sus vísceras, se enredaban en los brazos de los mas eróticos; las culebras con cara de ángeles desvestían a los santos y los ultrajaban; los pavos se suicidaban, y con sus almas impuras perturbaban los sueños de niños buenos en las noches de Navidad; las viejas murmuraban con cara de soldado reclutado por las filas inmensas de civiles en huelga, adormecido por las idioteces de los dirigentes; los que temían al carcelazo, se desmayaban viendo al penitenciario más veterano, en el trance de sobornar al pelotón de fusilamiento, buscando evadir la muerte frente a la manada de gallinazos, que picoteaban las gotas de sangre resultantes de los fogonazos inciertos, de otros presidiarios que habían escapado de las balaceras, entre el trueno y el enterrador; las fiestas de los compadres se dañaban con el golpe más fuerte a la piñata, que se convertía en la cabeza de un viejo perdiendo el hueso que cubría gran parte de su cerebro, en el trágico accidente de tránsito, que presenciaron los buenos y los malos del barrio; las risas eran una resonancia pacifista, llena de consonancias coristas, que poco a poco, reverberaban en las orejas sucias, de las comadres parlanchinas reposando en el banco solitario del medio de la cuadra; los primeros clamores perduraban en los paladares hambrientos, con zumbidos parecidos a noticias de última hora, pasados por bocinas acorneadas, que se oían en ecos distantes, al disturbio del enredadizo humo blanquecino, que constantemente jugaba, en las plantas de algarrobo anestesiadas por la droga. Todos con los ojos poblados de bazos rojizos, lacrimosos, desplegados al martirio, hundidos en la penumbra y la sombra; otros, con las órbitas intranquilas, desorbitados, idos; las miradas congeladas, en el punto más simple del pellejo sucio, que cubría la piedra más desarticulada. El grupo convencido, que el tiempo huía incansablemente del mapa de ilusiones, pintadas en las rugosas pantallas, que el humo de los cigarros sin filtro dejaba en el cielo color ternura, sobre el rincón del parque. Nunca se habían dado cuenta que el sueño que el vicio les dejaba era el arrastre, de un día de hambre sobre la fas de un conflicto desairado que,, los tabacos nunca pensaban solucionar.
El momento difícil tardaba. Un suspirar luego de haber conocido en cada hálito de vida, el pasaje de un paisaje incontrolable, por las mismas fibras ópticas y los sabores dormidos en la garganta seca, que el hablador mas atocigante cargaba. Cuando brotaban los manantiales de agua fresca de los labios de la madre invitando a comer. La conciencia, no descartaba el clímax eterno del infortunado caminar drogadicto, que el atávico cuchillero carcomía en su recuerdo.

No pasaban los turcos, ni los sicilianos; no habían familias manejando el color de las personas, ni controlando la natalidad, ni la mortandad, ni flores para velatorios, ni manchas de pólvora en las carnes flacas de los fumones. Los lengua larga, se controlaban solos por las puñetizas que se acercaban de ves en cuando por las cantinas. Los soplones, apenas que tenían su tropiezo, se tiraban, se cortaban o amanecían por ahí con la nariz mirando a otro lado, o simplemente le ponían el dedo en la frente y lo despedían de las manadas de cabríos salvajes que fumaban hasta hierva buena, buscando solución a la ansiedad. Lo que no faltaba era el chuzo de mano. Se camuflaba en las botas de cuero, en la cintura o en las mangas de las camisas; pero nada más, para no dejarse ver la cara, porque casi nunca se veía una pelea campal a puñal. Las amenazas no se daban comúnmente, pero cuando se daban eran escandalosas, mandaban a un malándro medio conocido a decirle: Cuídate hermano que en la Circunvalación hay un lugar esperándote; o, Hermano cuídate que vas amanecer con la boca llena de hormigas, o simplemente; Estas como para comida de gallinazos. Casi nunca se materializaban las amenazas, porque, amanecían la cabeza torcida, los ojos hinchados, o la nariz circunvalada a cualquiera de los puntos cardinales. A los que, el vicio comenzaba a dejarlos completamente descarnados; poco a poco, los iban despistando a las cantinas de mala muerte, donde nadie los aguantaba; y, casi siempre estaban buscando la forma de hacerlos presa de un accidente, para que el negocio no pierda la reputación. El negocio de la Coca, era super que peligroso, no había como escaparse del traficante, ni del policía cuando lo detenía; nunca se podía convencer, de que las formas propias del peligro que acarreaba la manada de insensatos, fuera la perdición misma de la raza, si dejaba, positivamente los mejores réditos en el camino de una fortuna. Las excusas de cómo aparecía el dinero, se iban perfilando bajo la misma viveza del negocio legal, que los trucos impregnaban en el dinero desviado hacia las ferreterías; los abarrotes; o, incluso, los negocios de cosas usadas, que como regla tenían que mantenerse en pie, para que la misma Policía esté convencida de que no había un origen testaférrico, de actividad económica lucrativa. Total, todo en las tiendas era controlado por la famosa palabra del comisario municipal, pero el único negocio del que no había control sanitario, era el empacado de las pequeñas cantidades de polvo de cocaína, mezclado con sal refinada, con harina de hornear o bicarbonato, total luego de recibir la plata no había nada que hacer. Pues los mariguaneros en su escases, revoloteaban como moscas sobre la mierda seca del ganado, rezando, de pronto encontrar los hongos crecientes para cortarlos y secarlos a la fuerza, bajo la desesperación de la ansiedad.
No había ley, que controle el fenómeno maldito de la ansiedad, los ladrones trasnochados, ya en su retiro, desayunaban con el pucho de algún tabaco que se había quedado, vencido con la quemazón de otros labios insensibles.
La piedra angular, fallaba los viernes tarde, los sábados a las diez, a las dieciocho, esa línea de casas hundidas en el relajo, se tornaba como las callejuelas de la iglesia la Merced, de San Pablo, en el tumultuo de las procesiones y las penitencias; o, como las columnas de muchachas vírgenes del colegio religioso cuando hablaba la madre Superiora. Así era, todo un ambiente de domingo después de almuerzo, sacudido en los nervios evolucionados. Eso pasaba, porque el corretear de los patrulleros, hacía transformar el son diabóliciaco de la calle atosigada de estruendos, tormentos y vibraciones de ecos estrepitosos, rompiendo el tambor mayor del alma. Las salivaciones de algunos que se quedaban sin la dosis, batían en el interior el estruendo de una guerra de rezos, para que las batidas policiales finalizaren. Apenas Dios escuchaba las oraciones , pasaba el trajín de los operativos, las suposiciones de los consumidores se limitaban a sacar las orejas en los lados que las ventanas habían liberado sus cristales trizados, mientras la misma vieja con cara de milico recién ascendido , buscaba recaudo para avisar que el peligro de los patrulleros policiales había pasado. Los reflejos azules y rojos en los cristales apagados de las ventanas por el lento atardecer, se iban alejando del matiz inflorado en la calle de los vagos.

Era popular el silbo de malandrines en claves convencionales, tiritando para huir de las operaciones antidelictivas que dejaban los ecos de las sirenas, mezcladas con los gritos de auxilio del “flaco julio”, o del “alacrán”. Veteranos que en su tiempo, convencían a cualquier incauto para que pruebe la pastilla que remediaba la impotencia del hombre, de no poder volar. Los policías dejaban su huella impregnada de seguridad por varios minutos, poco a poco se reanudaba la circulación de la calle, empezando desde las afueras hasta el centro de la zona roja. Los que se quedaban en los alrededores del parque, tenían su lugar para colocar las hojas de tramontina afiladas a muerte. Los muchachos que todavía no cambiaban la voz, con el corazón entre el pecho y la garganta, casi no respiraban, y el latir era incontrolable, apretaban sus nalgas para disimular, pero se orinaban; otros se ajustaban al contrario y resultaban después de las batidas con unas carreras inalcanzables, hasta la cuneta más cercana con papel en la mano. Claro que para disimular de las viejas y los panzones que casi nunca quitaban la mirada del parque adoptaban la posición menos sospechosa, buscando los caminos más cortos. Por lo general luego de que pasaban los patrulleros, habia una segunda vez, todo en instantes se volvía normal, se bajaba el Policía más inmenso con tolete y gafas, sacaba su pistola y miraba alrededor, guardaba su pistola nuevamente y decía, no pasa nada…. No hay ni un chilpe, carajo fumón por estos lados. Subía y se acababa los operativos. Los carajazos no superaban la putrefacción del montón de vagos asustados que circundaban en las aceras. Los putamadrazos ardían en los oídos de los más rebeldes, explotando en el escándalo de proporciones que se sustentaba mientras se mofaban del policía despues de su retirada.
La retirada se marcaba con una vuelta por las calles desérticas, transbordadas hasta un silencio impenetrable, fortalecido por la soledad de las esquinas tinturadas, con los garabatos más raros de los muchachos escribiendo sus logotipos destronados del sueño imperecedero en su ausencia nerviosa.
El silencio hacía una explosión estirada en las orejas de los chismosos que nunca tenían un momento tranquilo, siempre se mantenían, comentando las penas resucitadas de los maltratos sociales, que firmaban los consumidores de la droga, en plenos maduros queso; o del maltrato de las persecuciones lengueriles que se desgajaban de las viejas, cuando calentaban los tubos niquelados ubicados en los bancos de concreto, que se construían cerca de la puerta de calle, por si acaso un relajo de malandros arruinara el chisme. No siempre se dañaban los chismes, aveces el redoble de trositos de vidrio cayendo al ceno de la calle y amasados con las caras de los ladrones que se arrastraban entre ellos, no permitían la huida de las chismosas, todos los curiosos casi se metían a las peleas por ver quien arrastraba a quien. Lo que siempre hacía guardar con exigencia hasta los vidrios, era la luz parpadeante de las balizas de los patrulleros o el silbido agudo de las sirenas.Pues, cuando llegaban santos y santurrones desaparecían, las voces estrepitosas que descoordinadas irrumpían en los ventanales:Eran de las viejas que gritaban como haciendo barra “Corre flaco julio” “Alacran… la poli” y los policías nuevos en susurros contestaban “hasta los perros huyen”. Cuando bien empezaba a ver como se abría la puerta del carro policial, Un hombre grande, bajaba su bota cubierta de reflejos charolados, la pistola enmohecida, las arrugas de sus brazos como abandonadas al reflejo, una mirada adormeciendo mi silueta y la esquina confabulada para detenerme invocando espadas tras mi espalda. Cuando tiritaba mi garganta en el desesperante atajo, desperté.
Datos del Cuento
  • Categoría: Fábulas
  • Media: 5.71
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