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LA QUEJA

Todos nos quejamos siempre por algo. Por ejemplo, mi queja podría ser del tipo C, mas hay quienes dicen no conocerla y hasta se muestran preocupados por mi extraño e inusual reclamo. Yo insisto en explicarla y en conseguir su apoyo, pero, se alejan con algún pretexto de mi lado como si se tratara de un despropósito o de un injustificado anatema. Un vecino me sugirió no complicarme la vida y que a cambio planteara descontentos comunes como los tipo F o los tipo Z; pero, no. Mi reclamo es auténtico, personal y lleno de profunda convicción patriótica. Soy una persona crítica y altamente racional que no concibe el caos y el desorden institucional en el cual vivimos; además, siento que es mi deber como ciudadano honrado de este país declarar abiertamente mi inconformidad y buscar una solución por tanto tiempo anhelada por todos. Lo mío no es la querella ni el berrinche de aquel a quien las cosas no le salen como piensa. No. ¡Qué tontería! Esas son –precisamente- quejas tipo A, muy conocidas y practicadas (excúsenme las damas) por el mal llamado sexo débil. Mi denuncia -repito- es de un orden superior y ello exige de una estrategia apropiada distinta a las vías de hecho. Tendré que plegarme a normas y trámites legales como llenar requisitos, diligenciar papeleos y asistir a audiencias. Pues, bien, si así ha de ser la manera como pueda derrotar el sistema y lograr que mi justa exigencia sea escuchada y tenida en cuenta, lo haré. Es un deber moral y no soy del tipo de personas que se desalienta ante los primeros obstáculos burocráticos de todo andamiaje político, que bien sabemos se enquista en las sociedades, incluso en las más desarrolladas y democráticas. ¡No, señores!

Esa misma semana fui hasta el departamento de quejas y reclamos a solicitar los formularios necesarios para registrar la petición. Una vez los leí, entendí que la Dirigencia General no deseaba que nadie entablara quejas ni demandas, pues las condiciones eran más bien trabas disfrazadas de requisitos que propios aspectos legales del proceso.

Ocho meses después de cuidadoso trabajo de investigación y de meticulosa revisión de todo el papeleo volví a la D.G para entregar los formularios con los comprobantes y pruebas de rigor que debía anexar. Exactamente registré 1956 folios. Luego pedí al dependiente que me firmara las copias y que me dijera el tiempo que tomaría mi asunto. Me respondió que hasta tanto no fuera clasificada la queja, no era posible determinar el tiempo que llevaría el caso. Me comentó que habían solicitudes que se resolvían muy rápido como las tipo H y N que no pasaban de tres días y dos semanas respectivamente; pero que conocía otras como la tipo Doble U que llevaban más de 30 años en riguroso litigio. Ante esta última confesión le dije que abrigaba la esperanza de que la mía no fuera catalogada de esa manera. Luego cogí mis copias y mi coletilla de recibido y me despedí amablemente. Salí satisfecho, y por primera vez en muchos años me sentía feliz: había dado un paso gigantesco hacia la libertad...

El primer martes del siguiente mes me presenté a las 8:30 a.m para la audiencia mensual de calificación de quejas. Cinco minutos después apareció un hombre vestido de negro que llevaba unos papeles de colores en la mano. En la sala de audiencias nos hallábamos cerca de trescientos cincuenta parroquianos inconformes por alguna cosa, pues pocas funcionaban como cada uno esperaba. El funcionario empezó a leer por grupos de reclamos. Leyó los de tipo A, B, H, N..., etc, hasta llegar al último. A medida que iba leyendo y dándole a cada uno la fecha en que su demanda sería resuelta, las personas se marchaban en general bastante conformes. Me pareció que salían con aire de triunfo y satisfechos con la democracia reinante en el país. Sin embargo, noté también que algunos se iban refunfuñando pues su queja había quedado mal clasificada y por lo tanto deberían iniciar nuevamente el engorroso trámite. En un momento dado me vi solo en la sala de audiencias. El hombre de negro caminó hacia mí y preguntó: “¿Señor, es usted quien radicó la solicitud número 875.402?”. Por un instante me quedé callado sin saber qué decir. Miré mi papeleta de registro y le contesté: “Sí, fui yo. ¿Qué sucede?” El viejo me miró impávido y replicó: “Lamento decirle que su queja no es del tipo C como usted creyó, la suya es una protesta muy delicada del tipo X1; por lo tanto, la Dirigencia General considera que usted es un peligroso detractor del régimen y que a partir de hoy queda detenido hasta tanto no nos explique qué lo llevó a plantear tal calumnia y nos dé a conocer con quiénes está confabulado. Su absurda acusación –dijo- es una afrenta contra las instituciones legalmente establecidas y usted es un enemigo de la patria”. De inmediato y sin que pudiera salir de mi asombro fui arrestado y confinado en una celda desde la cual ahora estoy tratando de escribirle a mi abogado una nueva queja, la tipo P, útil para prisioneros incomunicados...



Bogotá, Diciembre 7 de 2.001
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