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Irene quiere ser bruja

Cada mañana, Irene, arrastraba su pesada mochila y su mirada triste por delante de la tienda de disfraces antes de ir a la escuela. Cada mañana, Irene se paraba a observar el maniquí vestido de bruja que, con mirada amenazante, le devolvía la mirada al otro lado del escaparate. Y cada mañana suspiraba antes de volver a arrastrar su pesada mochila en dirección a la escuela.

Irene soñaba con convertirse en una bruja. Lo deseaba cada día, cada noche antes de dormir, cada mañana antes de entrar en clase con la mirada baja. Irene quería ser una bruja mala, de las de verruga en la nariz y melena alborotada, para asustar a los niños que no la entendían.

Irene quería tener un libro lleno de encantamientos. Si lo tuviera, Irene haría lo siguiente:

1. Siempre sería verano, para no tener así que ir al colegio (Irene se acababa de cambiar de país y no terminaba de adaptarse al nuevo idioma, el francés).

2. Convertiría a los niños en gatos (le encantaban los gatos).

3. Conseguiría que el pescado supiera a chocolate (Y es que a Irene no le gustaba nada el pescado).

Un día como otro cualquiera, Irene se paró delante del escaparate de la tienda de disfraces y formuló su deseo: quiero ser una bruja. Y justo cuando iba a marcharse, escuchó una risa. No era una risa cualquiera, era una verdadera y auténtica risa de bruja mala.

- Sí, sí, no me mires así. Soy yo la que me he reído – habló la bruja con voz grave – Vaya, con que quieres ser como yo...

La bruja le preguntó por qué quería ser como ella e Irene le contó todo: lo poco que le gustaba ir al colegio, lo mal que se entendía con sus compañeros de clase, lo desagradable que le parecía el sabor del pescado…

- ¡Pues vaya una cosa! Esto no es motivo para convertirse en una bruja mala para toda la vida…

Y terminó su frase con unas palabras extrañas que Irene no llegó a comprender. Lo que sí supo enseguida es que algo había cambiado. ¡La bruja la había convertido en una gata!

- No, no, no, no…los gatos tienen que ser ellos…¡no yo! – se quejó a la bruja.

- ¡Bah! Soy una bruja mala y hago lo que me da la gana. ¿O qué creías? ¿Qué iba a ayudarte? Para eso haberte buscado un hada. Serás una gata hasta que se rompa el maleficio.

Irne la gata se dirigió hacia el colegio. Nada más verla, un par de compañeros de clase se acercaron a ella…

- Fijaros que gata más bonita. ¿Qué hará aquí en la escuela?

Al poco rato, todos los niños de su clase rodeaban a Irene, la llenaban de carantoñas y querían jugar con ella. La llevaron a clase y la dejaron en un rincón, rodeada de cómodos cojines. ¡Era tan agradable estar medio dormida allí, mientras la profesora enseñaba matemáticas. A la niña le extrañó que ahora, como gata, todos le hicieran caso. Incluso le trajeron pescado.. ¡y le gustómás que el chocolate! Eso sí que era raro. Realmente se estaba muy bien de gata.

Pero cuando estaba pensando aquello, Irene-gata, que paseaba tranquilamente por el patio del colegio, escuchó unos gruñidos y a lo lejos vio un enorme pastor alemán que corría hacia ella. Muy asustada se subió a lo alto de un árbol. Irene-gata sintió más miedo que nunca en su vida. Aún así, consiguió librarse del perro.

Irene-gata comenzó a vagar por las calles y sin darse cuenta, acabó haciendo el camino de siempre y plantándose delante del escaparate de la tienda de disfraces. Allí seguía el maniquí vestido de bruja.

- ¡Bruja mala! ¡Mira lo que has conseguido! Casi acabo en las garras de un perro…

Irene-gata volvió a escuchar la risa maléfica de la bruja y su voz grave.

- Pero lo has superado, igual que superarás tus problemas con los niños del colegio. No sirve de nada huir, ni querer ser una bruja mala. Para solucionar un problema solo hay una solución: enfrentarse a ellos. Así que, no quiero volverte a escuchar quejándote delante de este escaparate. Demuestra a esos niños que eres una niña tan interesante y divertida como ellos (o más). Y terminó su frase con unas palabras extrañas que Irene no llegó a comprender. Lo que sí supo enseguida es que algo había cambiado. ¡Volvía a ser una niña!

Y la bruja volvía a ser un simple maniquí al otro lado del escaparate. Irene se fue a casa pensativa. No contó a nadie su experiencia como gata, pero esa noche, cuando mamá puso el pescado sobre la mesa, Irene se lo comió con ganas. ¡Estaba rico!

Datos del Cuento
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