En un rincón muy remoto, entre monañas, riachuelos, robles, margaritas y moribibí, corría descalza y depeinada una muchachita que no conocía las letras, sólo conocía la riqueza de vivir y compartir. Caminaba por la vereda entre piedras y peldaños en la tierra que dibujados con el caminar de tantos pies, de los mayores que llevaban sus cargas al mercado, de los niños que bajaban a la escuela a nutrirse del pan del saber.
Cantaba muy alegre y muy risueña:

Madresita, madresita
En el cielo puedo ver
Una nuve cuyo rostro
Sonriente está mirando
La aventura en mi quehacer.

Creció la niña, se hizo mujer. Ya peinaba sus cabellos, vestía sus ropas bien planchadas y como las jóvenes del pueblo, también calzaba sus pies. Pero eso no apagaba el deso inmenso de subir a la montaña con el mismo canto de una vez.

Madre mía, madre mía
Busco el cielo que antes ví
Ahora sé lo que es progreso
Pero el rostro de las nubes
Ya no quiere sonreir.

Nadie sabía el porqué de aquella copla que rompía el silencio y tornábase la tarde gris. Aquella muchachita había encontrado que en aquel nuevo mundo del que regresaba, los amigos se alejaban sin un adios, ni un día te ví.

Madre mía, madre mía
Aquí está mi corazón
Recomponlo que en pedazos
Por prestarlo se rompió.