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Historia de la dama de rojo

Cada fin de semana, la rutina era la misma; ella salía del trabajo a prisa, para llegar a casa y tomar un aromático baño, luego se sentaba horas frente al espejo embelleciéndose. El toque final, siempre un vestido rojo, porque le gustaba llamar la atención, además, hacia resaltar su hermosa piel clara, labios carmín y la sedosa cabellera negra que cubría un poco el gran escote en su espalda.



Volvía de su gran noche de fiesta, luciendo tan hermosa como al salir de casa, solo que el cansancio de tanto bailar, la obligaba a cargar sus tacones en mano, mientras el cemento frio e irregular por el que caminaba, masajeaba sus pies a cada paso.



Ese camino lo recorrió tantas veces, que podía fácilmente llegar a su destino con los ojos cerrados si así lo quisiera, por lo cual no le molestaba dejar caer sus parpados para dedicarse a escuchar y oler la noche que tanto le fascinaba. Avanzaba lentamente, buscando sorprenderse con algún detalle que pudo ignorar al llenarse con las imágenes que pasaban por su retina, fue entonces que descubrió… un agitado resoplido, acompañado de un olor particular que transportaba un ligero viento que apenas le movía un par de cabellos. Temía abrir los ojos y perder el rastro de aquello que había provocado tantas sensaciones en su cuerpo…



Siguió así, ensanchando sus fosas nasales, para que aquel sabroso olor a metal húmedo la guiara hasta el punto exacto de su procedencia… uno, dos, tres… decenas de ansiosos pasos, y se detuvo en la entrada de un callejón, el lugar era una fiesta de sonidos y olores que le nublaban la razón.



Gemidos, lamentos, respiraciones agitadas, algo que se desgarra o se rompe; finalmente un rechinido que le obliga a abrir rápidamente los ojos, para verlos ahí… de rodillas, hundiendo sus colmillos y desgarrando el cuerpo de aquel hombre para alimentarse.



Ella deja caer sus tacones, en el choque de estos contra el suelo, ellos se dan cuenta que no están solos, voltean, la miraban fijamente por un segundo y vuelven a lo suyo, ella no puede resistirlo, se tira sobre sus rodillas, se arrastra por el suelo… el estómago parece consumirse a sí mismo, la obliga a retorcerse y convulsionar, pero todo termina, cuando hunde sus dientes en el cuerpo del hombre muerto, el tibio sabor a hierro despierta nuevamente sus sentidos, siente la vida fluir dentro de ella, la hace vibrar, hundiendo otra y vez su cara en las vísceras de aquel cuerpo, para no dejar escapar aquella sensación de plenitud…



Ella tenía razón, ¡el rojo es su color! Y la sangre su nuevo vestido, seguramente volverá nuevamente a ese callejón, para cenar junto a los suyos.


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