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Categoría: Hechos Reales

Ese día...

Francisco Tavares se levantó ese día como a las cuatro y treinta de la mañana.

Escuchó la sirena triste del barco del correo mientras se calzaba los zapatos mineros y un té de hierbabuena dejaba escapar burbujas ambarinas al calor de una resistencia eléctrica revestida de porcelana.

Salió luego a la oscuridad de patio y divisó la constelación de estrellas de la osa mayor mientras caminaba arañando el musgo del pasillo rumbo al excusado para escupir las flemas de una gastritis que se le entercaba todas las noches acompañando a sus pesadillas.

Cuando salió del sanitario, la constelación se había retirado y el vaso de té estaba terminando de vaporizarse y comenzaba a escucharse el crujir de la mañana desentumiendo las ramas y sus pájaros de la calle principal.

-En la madre, ya se me hizo tarde- se le oyó decir al tiempo de cerrar la aldaba de golpe de la antigua casa del apartado donde ahora se guarecía de las horas tormentosas de su vida pasada como comandante de las fuerzas revolucionarias armadas del pueblo.

-Buenos días señor Don Chico.

Todavía bajo la luz de la luna desvelada vio a la niña Alejandra Lluvia con una cara celestial como la de la artista cinematográfica Dolores del Río y se apuró a contestar el saludo siguiendo los pasos divertidos y espirituales de Alejandra Lluvia hasta que dio vuelta en la calle de la notaría parroquial.

Tuvo un momento de indecisión y luego pensó que jalaba más un par de ojos que un par de bueyes así que se resolvió y se enfiló tras las horas de su último día, siguiendo la estela de felicidad que le dejaba Alejandra Lluvia.

Uno no sabe como o cuando se va a morir. Uno se viste y se calza los zapatos por la mañana sin imaginar siquiera que la siguiente madrugada el firmamento ya no tendrá estrellas ni habrá café caliente en la chimenea y los deseos de la carne estarán tan lejanos como los veintiún gramos que se pierden cuando se va el alma a darle cuenta a los santos para que intercedan por ella en un cielo que no se abre porque no se tuvieron los auxilios espirituales.

Ese día, el comandante Tavares había seguido la música que emanaba de la presencia de la niña Alejandra Lluvia por las veintisiete calles del pueblo. Cuando llegó a los almacenes del ferrocarril, la escuchó precisamente el el kiosko de la plazuela y al llegar a la plazuela escuchó la música en el barrio del Hule, luego junto a la casona de los galemes y así sucesivamente hasta recorrer el puente de fierro y el casco de la Hacienda de Guadalupe, los tejabanes de la metalúrgica y el malecón el río, las bodegas de las bombas del agua, las huertas de duraznos quemados de la vieja colonia italiana y las paredes ahumadas del depósito de combustible incendiado en la guerra cristera hasta que en el barrio de Mérida, se dio por vencido cuando ya el sol en pleno estaba moviendo los trabajos de toda la gente de San Juan.

Se fue rumbo al mercado de trastos y se comió dos costillas fritas de res y un vaso de curado de mango, con lo que volvió a sentirse rejuvenecido, luego espantó con su sombrero el polvo levantado por una manada de cabras rumbo al matadero y pensó en el último día de las cabras antes de alcanzar a ver otra vez la sonrisa fugitiva de Alejandra Lluvia que se estaba metiendo en la iglesia.

Ese día le tocó la bendición de que el cura no estaba y sintió otra brisa de rejuvenecimiento, anduvo reconociendo el terreno como si fuera un cazador en una selva de ceras y de flores hasta que la atrapó y luego abrieron juntos la puerta de la sacristía, le arrancó la ropa y se dejaron caer en un infierno terrestre en un vestidor de disfraces romanos y se arrastraron en un forcejeo acompasado hasta el mismo dormitorio.

Ese día Alejandra Lluvia abrió los ojos y miró vagamente las campanas y fue entonces cuando el comandante sintió los tosidos del motor del corazón y se dio cuenta de que estaba metido en una danza de pólvora, destruyendo a manotazos las nubes blancas de un remolino de sueño que se estaba llevando al infinito a la niña Alejandra Lluvia. Entre una música cada vez más fuerte de cantos gregorianos, alcanzó a ver la cara arrebolada revuelta de cabellos al vaivén de catre arzobispal y entonces una ola cada vez más grande le atrapó con las manos crispadas a la cabecera donde a fuerza de resoplidos se hizo vivir unos minutos más para dar el tiempo a que ella se vistiera y corriera rompiendo las velas y el barandal de madera y saliera por la puerta del diezmo pasando por los campos de beisbol hasta caer enfangada junto al paso de las vacas en el arroyo colorado.

Ese día el comandante ya no estaba para pasar por esos apuros. Las vaguedades del amor y de la carne se le habían olvidado en alguna hondonada de su vida y se había sacado a tirones las últimas brazas de un cariño hasta hacerse explotar a la salud de Alejandra Lluvia a quien le determinaron depresión juvenil causada por la temporada de los eclipses, mientras que al comandante Francisco Tavares;- No se vino…Se fue. Un feliz infarto al miocardio en la hora precisa en una cama equivocada y sin boleto al paraíso, no tanto por su pasado revolucionario franquista ni por el sacrilegio sino por no haber recibido la bendición papal y los correspondientes auxilios espirituales.
Datos del Cuento
  • Autor: LAURO
  • Código: 9223
  • Fecha: 26-05-2004
  • Categoría: Hechos Reales
  • Media: 5.83
  • Votos: 40
  • Envios: 2
  • Lecturas: 6071
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