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Error de juicio

~Era de madrugada. Volaba por la carretera en su nuevo Ferrari, ansioso por llegar a casa y festejar con María su promoción. Dios finalmente había premiado su esfuerzo de toda una vida. “¡Gracias!”. Este era su momento y lo sabía. Lo que a dentelladas había ganado a dentelladas tendrían que arrebatárselo. Se ensimismó en cavilaciones de futuro. Le pesaban los párpados. El aire fresco y las copas de más hicieron el resto.
Cuando abrió los ojos, aún aturdido, supo que había sufrido un terrible accidente. Recordó vagamente la señal de advertencia, la curva, “¿otra señal de advertencia?”, tres volteretas y la estrepitosa caída sobre algo duro y chirriante. Silencio. La cabeza le zumbaba como mil demonios, atormentando sus ideas ahogadas en champán. Miró adolorido a través del fragmentado parabrisas. Una luz cegadora se perfilaba a lo lejos. “La Luz”. Avanzaba veloz, inexorable, presagiando el fin de toda sensación. “Ha sucedido”, concluyó, observando afligido el halo de mágica y densa bruma que lo rodeaba. Lo había leído y escuchado mil veces: llegaría al otro extremo del túnel y luego… Un escalofrío le recorrió la espalda. Inspeccionó torpemente su cuerpo, constatando asombrado la integridad de todos sus miembros. La frente le sangraba solo un poco. “He muerto de un chichón, justo hoy”, masculló sombrío, reprimiendo unos terrenales deseos de vomitar. “No lo merezco”. Sonrió irónico. Recordó historias semejantes: caídas estúpidas en la cumbre de la montaña; congelados a escasos metros de la hoguera. Se le antojaron groseramente familiares. Escuchó el aullido ensordecedor de “Trompetas Celestiales”; invadiendo sus oídos y su ofuscada mente; más imperiosas cada segundo que pasaba. Durante un efímero chispazo de lucidez pensó en abandonar el auto. Solo tenía que abrir la puerta y escapar. “¿A dónde?”. Aunque era un luchador feroz decidió que esta vez no había nada que hacer. “Cuando la Luz se acerca lo hace para todos”. “¡Maldición!”. Y “la Luz” estaba encima de él; y vio al “Señor”, gesticulando y agitando los brazos, como apremiándolo en su inevitable entrada al más allá. Se arrellanó cómodamente en el asiento de terciopelo y cerró los ojos. Dedicó un último pensamiento a su amada María, que lo esperaría en vano. Ni siquiera sintió la embestida del tren.
 

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