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Enemigo íntimo.

No podía prescindir de él, aunque siempre se jactaba de su voluntad y autodeterminación, íntimamente sabía que sólo era eso, un alarde de pura jactancia, si se me permite esta pequeña redundancia para empezar.
Si la angustia se adueñaba de sus momentos, era la certeza de un bálsamo lo que hacía que recurriera a él, era la seguridad del camino que lo llevaría a la calma, era la claridad de la luz para sus pensamientos perdidos en las tinieblas del no saber que hacer ante determinadas situaciones.
Ah! Solo él podía hacer que recobrara la cordura que necesitaba para resolver esas cuestiones que casi siempre lo sobrepasaban. Como por ejemplo aquella vez que conoció a Marita. Desde el primer momento ella disparó un certero flechazo que impactó de lleno en su corazón, ya sabemos como son estas cuestiones del amor, creemos ser los que conquistamos cuando en realidad somos los conquistados, y cuán sutiles pueden llegar a ser muchas veces las armas empleadas por ellas para tal cuestión. Tan sutiles que realmente nos hacen pensar; ¡ya la tengo! ¡la maté! y tonterías por el estilo.
Pero volvamos a la cuestión que nos ocupa, era tal el estado de nervios y sensaciones varias que se apoderaron de él, al verla aparecer por la puerta de aquél bar, que su corazón se desbocó en salvaje galope hacía algún desconocido lugar de la inmensidad del nunca jamás saber que hacer, ¡maldita sea!.
Tan solo los separaban escasos cinco metros y entonces sus manos comenzaron el más frenético y loco temblequeo digno de un parkinson alucinante que parecía no iba a terminar sino en algún desastre bochornoso, culminante de una relación que ni siquiera había empezado. Ya se estaba
preguntando porque estúpida razón le había pedido a Fredy, que le comentara a su novia Paula, para que ésta le dijera a su hermana (Marita), que le gustaba mucho y que le preguntara si quería, un día de esos, salir a tomar algo juntos. Siempre delegando en los demás cuestiones que jamás deben delegarse.
Estaba hecho. Ahora la cuestión era otra, debía controlar sus manos ¡ya!, si no...
Tan solo dos metros y entonces, por enésima y muchas veces más hizo lo que siempre hacía, recurrir a él. Y de pronto sucedió, como por arte de magia (negra?) sus manos dejaron de temblar, su idiotez desapareció, su corazón cesó en su galope y él recuperó esa fría postura del que se sabe ganador.
¡Y vaya si ganó! Después de aquél primer encuentro, esa misma noche, Marita, supuestamente fue suya. Esa misma noche, después de varios escarceos amorosos producto de una adolescencia bastante agitada y calenturienta, y ya en estado de relajación, una vez más volvió a recurrir a él, y él le dio lo que siempre le daba, sirviéndolo como el genio sirve a su amo, aunque no estaba muy en claro quién era quién.
Y así fue pasando la vida, arrojándole a su paso cientos de situaciones similares a la anterior, las cuales siempre supo resolver, no sin contratiempos, gracias a él. Pero como toda relación dependiente, ésta se torna enfermiza con el paso del tiempo, y aunque sabemos y sufrimos el daño causado por tal cuestión, se nos hace difícil prescindir de esa compañía que por tanto tiempo supo acompañarnos y que tantos buenos o malos servicios nos prestó. A veces sucede que en nuestro interior, sabemos con certeza el mal destino que nos aguarda al final de tal relación, otras, escondemos la sospecha para que siga siendo eso y no certeza, allá atrás, bien lejos en el fondo de nuestra mente.
Sabemos que hay relaciones que matan, porque todos los días sentimos como morimos un poquito más, es lento, casi imperceptible al principio, pero no por eso menos implacable y tenaz, no por eso dejará de avanzar hasta llegar.
Un mal día, se sintió peor que otras veces, bastante peor, así que una llamada al servicio médico de la obra social terminó en internación. Ya en la clínica dijeron que había que hacer una serie de análisis y que debía quedar en observación, que lo que le había sucedido no era común a su edad y por lo tanto nunca estaba de más ser precavidos en esas cuestiones inesperadas.
Pasaron los días y ya nunca volvió a su casa, su repentina enfermedad no dejó de devorarlo ni un solo instante, cada hora, cada minuto, cada segundo que pasaba le quitaba un poco más de vida.
Al principio tuvo muchas visitas, amigos, compañeros de trabajo, algún que otro vecino, los pocos familiares que aún le quedaban y por supuesto su esposa Mara y sus hijas, ambas ya grandes y empezando a encaminar sus propias vidas. Pero su deterioro fue tan rápido y feroz que poco a poco las visitas se hicieron ausencias y la única que estaba a su lado casi todo el tiempo era su esposa, y cuando podía, alguna de sus hijas.
Así somos las personas, en lo posible tratamos de ocultar lo feo de la vida, tratando de convencernos de que a nosotros nunca nos va tocar lo mismo, que la vida nos tiene deparado otro destino diferente al de las personas que sufren o les va mal. Así de necios somos.
Pero lo que más le dolió y le costó sobrellevar, fue la gran ausencia, la peor de todas, una ausencia que jamás se imaginó ni siquiera intentándolo. Él no estaba allí y no estuvo ni un solo día a partir de su internación, fue una dura batalla la que le tocó librar hasta llegar a entender que ya jamás volvería a verlo, ni a sentirlo en sus manos, ni en sus labios, ni a oler ese aroma suyo tan conocido y particular. No podía entender, en esas últimas noches de delirio, que él lo había abandonado y que ahora estaba en otras manos, siendo acariciado por otros labios, esparciendo su aroma en otras habitaciones, pero ya nunca más en la suya. Y así fue que una noche fría de junio, la vida también lo dejó, quizás cansada de cargar con tanta estupidez a cuestas, decidió que ya no valía la pena otra oportunidad y se marchó de ese cuerpo enfermo y desgastado, ultrajado por su dueño al que jamás le importó.
Después de estar un largo rato sollozando, mientras tomaba las manos de quién en vida fuera su esposo, Marita se levantó de la silla arrimada junto a la cama y caminó lentamente hacia la ventana de la habitación, estiró su mano derecha hasta tomar la manija de hierro y la giró, tirando luego de ella. Al abrir la hoja, una bocanada de aire frío abofeteó su rostro, suspiró profundamente y mientras los recuerdos la alcanzaban, metía su mano izquierda en el bolsillo de su campera, cuando hizo contacto con el paquete lo tomó y sacándolo lentamente extrajo un cigarrillo y se lo llevó a la boca, en esos momentos, él era la certeza de un bálsamo, era la seguridad del camino que la llevaría a la calma y sosiego, era la claridad de la luz para sus pensamientos perdidos en las tinieblas del no saber que hacer ante determinadas situaciones. Con calculada calma lo encendió y aspiró el humo, manteniéndolo por unos placenteros segundos en sus pulmones, luego lo fue liberando poco a poco, también con calculada calma. Miró a su esposo quieto y frío en su lecho de muerte y de nuevo lloró.


deepkalavera
Datos del Cuento
  • Categoría: Urbanos
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