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Categoría: Misterios

En el fondo dos reflejos

Largos años he vivido solo, en los altos de un apartamento céntrico, en zona concurrida durante el día, pero solitaria y peligrosa por las noches. Un frágil portón metálico rodea el acceso principal del edificio, pero no siempre permanece cerrado por lo que cualquiera puede llegar hasta mis puertas sin obstáculo que se lo impida.

La puerta principal del apartamento comunica con la sala y el comedor, que comparten un mismo espacio con vista a la calle a través de un amplio ventanal. A la izquierda se advierte un pasillo que conduce a dos recámaras, también con ventanales, aunque no tan amplios, y un baño en el extremo final. La cocina es una estancia pequeña, insignificante.

Cada noche aseguro puertas y ventanas, y corro cortinas para dormir tranquilo, ya que los vecinos me han advertido de robos a domicilios en las inmediaciones, en días recientes. Redoblo las precauciones para conseguir ese tan ansiado sueño reparador, sin sobresaltos, después del ajetreo de los últimos días, mediante una silla adicional atrancada a la puerta principal.

Una mañana, tras haber reposado como no lo hacía en varios días, recordé las actividades de asueto, y aunque no revistieron mayor importancia, apresuré el ritmo para cumplir con un programa preparado con anticipación, durante la semana de trabajo.

Poco antes de salir descubrí una caja de cartón que podía bien contener un cuadro. Estaba dirigida a mi domicilio, con una etiqueta escrita a máquina, pero no señalaba más que esta dirección. Me resultó muy extraño el hallazgo, pues no recordaba estar a la espera de ningún envío, y tampoco consentiría nada a crédito.

Tentado por la curiosidad, revisé el paquete con cuidado. Consideré que podría tratarse de una equivocación, o incluso, de una broma. A pesar de que la curiosidad me corroía, me comprometí a no abrirlo hasta disponer de mayor información, precisa y clara.
Mi asistente doméstica siempre tomaba la precaución de avisar sobre cualquier incidente, pero su mensaje de ese día, lacónico, informaba simplemente que habían dejado eso para mí. No había mayor información, lo que daba todavía mayor extrañeza al ya misterioso envío.

Tendría que esperar que transcurriera el fin de semana para que la mujer me informara en persona sobre los detalles del paquete. Consideré la posibilidad de buscarla en su casa, pero ello significaría perder por lo menos dos horas y afectaría, sin duda, mi programa de actividades. No valía la pena conceder tanta importancia a una simple caja de cartón que podría contener quién-sabe-qué. Me había demorado y partí…

Realicé mis actividades con excesiva premura. Tenía necesidad de volver a casa y romper la promesa de no abrir un paquete que si bien no venía dirigido expresamente a mi nombre, estaba destinado para esa casa. Así lo creí…

Tras ceder a la curiosidad, descubrí que el misterioso envío era nada menos que un espejo gastado por el tiempo. Hay de espejos a espejos. El del baño, por ejemplo, no me refleja de igual manera que el recién llegado. Una capa de fino polvo lo cubría completamente, como si hubiese estado guardado durante mucho tiempo, y la madera lucía carcomida a pesar del fino labrado de sus bordes. Por otra parte, había partes opacas que no podían reflejar absolutamente nada. En cambio, el centro se mantenía intacto y por ello decidí acomodarlo en el pasillo del apartamento, sin descartar que el objeto pudiera ser reclamado posteriormente.

Advertí mi reflejo y sentí satisfacción. Tal vez la iluminación, la disposición del pasillo o incluso la distancia ante el espejo con respecto al foco de luz, determinan la calidad de las imágenes ante ciertos espejos en comparación con otros.

Como ya dije, el espejo del baño me refleja de otra manera. Siento que entre ambos espejos hay diferencia en su reflejo y, sin estar consciente de ello, observo una y otra vez que persiste una sensación de mayor satisfacción ante el reflejo del espejo recién llegado que con el espejo del baño, enmarcado en plástico barato y corriente. En otras palabras, en el recién llegado me veo mejor.

Desde muy temprana edad, los espejos han ejercido en mí fascinación o rechazo, y esto depende del grado de comodidad o incomodidad ante su reflejo. Siempre he sentido incomodidad ante la imagen que proyecta el espejo del baño, y ahora más cuando un nuevo espejo me favorece. Caigo en la cuenta de la futilidad de estas reflexiones y las abandono de momento.

Fue en vano obligarme a olvidar el asunto. Por el contrario, lo que resta del día y el siguiente, me sirven para hacer pruebas y observaciones constantes. Ya me cercioré que objetos y plantas no parecen reflejarse de manera diferente ante cada uno de los espejos, pero no hay duda que mi reflejo es diferente en uno y en otro. Las mismas pruebas que hago con un minino del edificio nos sobrecogen de temor. La imagen del animal presenta gracilidad y belleza acentuadas ante el espejo nuevo. En cambio, su reflejo es común y corriente ante el espejo del baño. Por último, el gato abandona la estancia precipitadamente y huye de casa.

Me obsesiono cada vez más con las imágenes, por lo que prosigo con los experimentos. Aprovecho la oportunidad para observar reflejos animados e inanimados. Es aventurado formular juicios, pero el espejo podría estar bajo algún embrujo o magia. ¡Qué tontería!

El fin de semana parece transcurrir con desesperante lentitud y no hay duda de ello porque caigo víctima de la desesperación. La impaciencia también se apodera de mí respecto al regreso de la sirvienta. No deseo más que interrogarla. Será un elemento de información indispensable y necesaria pero también de prueba. Observo que mis monólogos son ahora más frecuentes y no cabe duda que el motivo tiene que ver con el extraño espejo que ya se ha convertido en el centro de mi atención durante los últimos días. No consigo concentrarme en otra idea sin que el espejo me distraiga.

No hay plazo que no se cumpla, afirma la sabiduría popular. Y lo he esperado con anhelo. La chica que me asiste en casa llega hoy por la mañana y desde muy temprano estoy levantado para recibirla. La inquietud por interrogarla sobre el misterioso paquete me carcome. Sin embargo, he considerado prudente no demostrar aprensión, y todavía menos, dejar que el tema que tanto me perturba pudiese desbordarse en una crisis que sin duda alarmaría a la doméstica, y las consecuencias se traducirían en informes para terceros que, de momento, no me interesa compartir.

Mi asistente dijo creer que se trataba de un regalo, y que aparte del lacónico mensaje no sabía más. El hombre que se lo entregó, por la descripción hecha, no coincidía con ningún conocido; por el contrario, resultaba un perfecto desconocido. Agregó que nunca en su vida lo había visto y que en ningún momento preguntó por mí, que sólo confirmó la dirección. Mi reacción de frustración desconcertó a la muchacha, quien replicó que nunca le ha gustado parecer entrometida y por eso no hizo más preguntas.

La chica justificó su falta de suspicacia --a mi parecer-- hablando de los muchos amigos que tenía y que no le extrañaría que me obsequiaran cosas, en lo absoluto. Después de escucharla comprendí que si el remitente no se identificaba voluntariamente, sería vano iniciar cualquier averiguación. Tan sólo pedí que se mantuviera atenta ante cualquier reclamación y que si yo no estuviese, recabara toda la información necesaria por escrito como nombre, teléfono, domicilio, etc.
Terminadas las explicaciones preguntó intrigada cuál era el motivo de tanto alboroto. Cuando lo recibió creyó que se trataba de un cuadro, pero que no estaba segura. Para mantenerla en ascuas la reté a que lo descubriera por sí misma con sólo llegar al pasillo. Presa de la curiosidad y seguida por mí a prudente distancia, me percaté que ya estaba al frente del espejo y que su figura lucía espléndida ante él. Mientras se acomodaba el cabello y se aseguraba que su ropa estuviese bien ceñida frente al espejo aseguró que había espejos que favorecían a las personas y otros no. Este era uno de los que invitaban a observarse.

Momentos después, la mujer paró de hablar al respecto y dijo que esta plática y el espejo estaban quitándole tiempo y que terminaría sus labores muy tarde y no se lo podía permitir, a menos que le pagara más. Pero no la dejé continuar y la interrumpí para preguntarle si sentía alguna diferencia entre los únicos dos espejos que había en casa, incluyendo el recién llegado. Se quedó pensando por un momento y explicó: “En el espejo del baño me veo fea, y en este no tanto. Pero así es, una se ve bien en unos, pero en otros no”. Pregunté con ansia si veía algo más y aseguró que no, que no había nada más, con la obvia diferencia de que uno tenía un marco de plástico barato y corriente, mientras que el nuevo espejo, pese a lo viejo, realzaba la pared porque tenía un marco de madera antigua, tallado por artesanos.

Advertí que ella no podía “ver” lo que yo sí veía y decidí no involucrarla más. No era conveniente asediarla con el tema, ya era suficiente con mi propia obsesión para despertar otra. Pero tampoco descarté la posibilidad de escuchar otras opiniones, e incluso, encontrar a alguien que pudiera “ver” y comencé a considerar algunos candidatos. Sólo tendría que esperar la llegada de un amigo --como el gato-- asiduo visitante. Se trataba de un muchacho con carácter objetivo y aunque no podría confesar abiertamente mis aprensiones ante él, temeroso de una reacción burlona, escucharía su comentario.

La oportunidad se hizo presente en pocos días. No hubo necesidad de interrogarlo al respecto, pues él mismo, tras observarse en el nuevo espejo y preguntar dónde lo había adquirido, comentó que tenía buen gusto y que el espejo lo favorecía. Esperé más comentarios, una clave, algo que me dijera más, pero no hubo nada más que decir de su parte. No contaba con la llave para descubrir el enigma, pero comprendí que no lo sería con una persona tan práctica, tan impermeable a cuestiones sobrenaturales. Fue una pérdida de tiempo, lamenté.

En efecto, la palabra sobrenatural quedó flotando en la estancia tan pronto partió el visitante. La obsesión fue creciendo poco a poco, a medida que alternaba mi reflejo en uno y otro espejo. Me pareció advertir una diferencia creciente. Cada vez me veía mejor en el recién llegado.

Con el transcurso de los días mi carácter comenzó a cambiar. Hablaba poco y me hundía en profundas reflexiones, cada vez más inciertas sobre lo que significaba tener al nuevo espejo en casa y todo lo que ello entrañaba. Un compañero de trabajo, se percató de esa actitud extraña que pretendía ocultar ante los demás y se acercó para preguntarme si tenía algún problema o si algo me afectaba, puesto que mi apariencia lo acusaba. Ante mi silencio, agregó que parecía angustiado y que si yo quisiera, él podría ayudarme. Sentenció que siempre habíamos sentido confianza entre nosotros y que no podíamos defraudarnos.

Contesté que tal vez pudiera ayudarme, en efecto, pero que tendríamos que hablar tranquilamente, sin presiones ni miradas u oídos desautorizados. Necesitaba confiarme, pero debería prometerme discreción y confidencialidad absolutas. Quiso saber más en ese preciso momento, pero agregué que sólo hablaría del asunto estando en casa, y en ningún otro lugar. Tendría que ser paciente y esperar la oportunidad propicia.

Las imágenes de ambos espejos ya me atormentaban, pero no por eso dejaba de observarlas, cayendo entonces en una adicción y dependencia patológicas. Mi obsesión era continua e incontrolable y fue minando mi salud a medida que transcurrían los días.

Pactamos un encuentro en casa. Tres días fueron suficientes para mostrar un marcado deterioro en mi salud mental y física. Como cuando esperaba la llegada de mi asistente en ocasión anterior, fui presa de la impaciencia por la llegada de quien me había dicho que sin importar lo que me ocurriera, podría ayudarme. Tan pronto como llegó le franqueé la entrada sin que fuera necesario escuchar que tocara el timbre porque ya lo esperaba. Se asombró visiblemente, pero todavía más ante la impresión de encontrarme debilitado, ojeroso y hediondo.

Dijo que lucía terriblemente angustiado y que estaba dispuesto a ayudarme, pero tenía que confiarme en él para lograrlo. No quise adelantar conjeturas prematuramente por lo que en primer lugar lo conduje al baño y pedí que se observara en el espejo. No agregué nada más, pero pidió que me alejara un momento, que lo esperara en cualquier otro lugar del apartamento. Después, alcancé a ver, se mantuvo aproximadamente cinco minutos ante el espejo colocado en el pasillo, tiempo que me pareció una eternidad.

Cuando se reunió de vuelta conmigo ya sabía que el problema tenía que ver con los espejos. No hubo nada importante que explicar, con la sola excepción de que me parecía importante que supiera un detalle extraño pero concluyente para su información. El gato con el que había hecho una prueba única no había regresado a pesar de que el felino era un asiduo visitante a casa. Siempre había comida para él, pero repentinamente había perdido el interés a raíz del experimento que lo obligó a salir despavorido, como si hubiese visto un fantasma o incluso al mismísimo demonio.

El visitante se refirió a las extrañas circunstancias con nerviosismo, pero terminó diciendo que el problema radicaba en que mi persona había quedado atrapada en la dualidad de dos espejos. Por mi parte, no comprendí en absoluto a qué se refería y exigí una explicación coherente de aseveración tan extravagante y truculenta. En ningún momento reaccionó molesto, pero el tono que adoptó --me pareció-- excesivamente siniestro, como si estuviera a punto de ocurrir una tragedia enseguida de haber recibido el espejo. Repitiendo de cierta manera lo que había manifestado mi asistente doméstica y el otro muchacho, cuyas opiniones se habían limitado objetivamente, señaló que las personas lucían de manera diferente ante espejos diferentes. Pero a diferencia de ellos, agregó que bajo circunstancias extraordinarias, sólo una persona entre un millón caía en la trampa de los espejos. Se había documentado al respecto, y por ello hablaba con autoridad aunque no podía evitar el pensamiento de que fuese un charlatán con miras a aprovecharse.

Prosiguió explicando que se trataba de dos fuerzas opuestas, muy poderosas y con gran magnetismo, que implicaban el riesgo de quedar atrapado, y que las consecuencias serían espantosas de cualquier manera. El eufemismo por muerte, entendí… Con su habitual elocuencia para hablar sobre supersticiones y asuntos macabros, agregó que si una persona se dejaba arrastrar por virtudes y vicios a la vez, el punto de equilibrio terminaría por romperse, con implicaciones en contra de la salud e incluso de la misma vida, nuevamente para evitar decir la palabra muerte.

En mí, aseguró, se habían juntado la fascinación por una imagen y la repulsión por la misma a través del reflejo de dos espejos diferentes. A estas alturas, mi caso ya había alcanzado un grado peligroso, próximo a un umbral incontrolable en el que sería prácticamente imposible separar ambas fuerzas. Precisó también que ambas imágenes eran falsas. La solución, en el mejor de los casos, por dulcificarlo de alguna manera, consistiría en renunciar a una de las imágenes y que si bien la vanidad me llevaría a escoger la imagen favorecida, sería víctima de un craso error, un maleficio sin solución hasta que la excesiva fascinación terminara con mi vida en poco tiempo.

Por el contrario, mantener el espejo del baño tendría el menor impacto negativo sobre la salud. Podría conservar la vida con algunas dificultades, pero quedaba condenado a despreciarme porque esa era precisamente la fuerza estabilizadora pero con daño irreversible. En esta situación, aunque pudiera librarme, siempre resultaría perdedor.

Deshacerse de ambos espejos tampoco era la solución. Habría consecuencias igualmente funestas si actuara de esa manera. No podía ignorar que estaba atrapado, y creer que si los apartaba, destruía o eliminaba de mi existencia resolvería el acertijo, estaba igualmente equivocado. Podría después el deseo frustrado de recuperarlos hacer todavía más mella en mi debilitado ánimo, anticipando desgracias prematuras.

A nadie podría ceder ninguno de los espejos pues estaría causando el mismo perjuicio que se había gestado ya en una cadena interminable, y que él estaba ahí para impedirlo.

Sus palabras, lejos de convencerme fueron acumulándose en mi interior en forma de cólera contenida y temí que pronto estallaría. Lejos de haberme ayudado había empeorado mi ánimo, mientras seguía elucubrando teorías cada vez más descabelladas. En mi mano derecha sostenía un vaso de cristal que al ser sometido a una presión cada vez mayor terminó por romperse sin que ninguno de los dos comprendiera cómo había ocurrido. El visitante se levantó horrorizado por la reacción, escuchando resignado los insultos que proferí uno tras otro, colérico. Lo eché de casa a pesar de que insistía en que debía curarme.
Sangrando y con lacerante dolor fui extrayendo, bajo un potente foco de luz, uno a uno los cristales incrustados en la palma de mi mano. Por más que me esforzaba en explicarme lo que había pasado, no comprendía cómo había podido generar una fuerza tan extraordinaria como para fragmentar el grueso vaso de cristal únicamente con la fuerza de la mano. La operación de extracción fue dolorosa, pero al aplicar desinfectante profusamente sentí un ardor que recorrió no sólo la parte afectada sino el antebrazo y el brazo también. Vendé torpemente la herida, y presa de la curiosidad caí por enésima vez bajo la atracción de las fuerzas que ahora, aunadas al debilitamiento por la hemorragia, produjeron una respiración entrecortada y un estremecimiento generalizado en el cuerpo.
Tenía la firme decisión de actuar, pero no sabía cómo. Una y otra vez me preguntaba qué hacer, pero caía en la cuenta de que efectivamente, estaba atrapado entre dos fuerzas inciertas. Repentinamente, surgió una idea que me produjo alivio. El vidente no había mencionado en ningún momento si habría consecuencias en caso de cubrir con pintura oscura los espejos. Y precisamente, eso fue lo que hice. La pesadilla había terminado y respiré con alivio, con inocente credulidad infantil.

Al día siguiente amanecí con la firme determinación de escuchar la opinión de un especialista porque el malestar, lejos de menguar, se había recrudecido. Requería de ayuda profesional y no la descartaría. Todo lo demás eran estupideces. Me había dejado arrastrar por la superstición sin recurrir a la medicina especializada, en la que siempre había confiado, aun en las situaciones más difíciles, pero sin comparación con esta, admití.

Aunque no lo pude evitar, conté la experiencia a la siquiatra con vergüenza y ciertas omisiones. No me interrumpió en ningún momento. Escuchó pacientemente de principio a fin y por momentos sonrió para darme seguridad, alentándome a continuar el relato hasta su conclusión. Si en algún momento paraba o no me sentía capaz de continuar, la médica conseguía darme la suficiente confianza y pude terminar a pesar de que no tardé en comprender su proceder.
El diagnóstico fue “angustia y alucinación”. Preguntó si consumía drogas, enervantes o si bebía en exceso porque no podría recomendar calmantes ya que no recomendaba la ingesta simultánea. Insistió en la conveniencia de evitar el consumo de sustancias enervantes que pudiesen llevarme a tales estados de alucinación y a los que sólo se podía llegar como ya lo sabía, dando por hecho una adicción a la que no estaba sometido y que en ningún momento había admitido. No pude convencerlo de lo contrario. Renuente, recetó calmantes y un antibiótico para cubrir la posibilidad de infección en la mano, misma que revisó con cuidado. Advirtió que debía someterme a tratamiento y me recomendó estar acompañado en todo momento, por si necesitase ayuda.
Acepté el antibiótico únicamente. Esa noche concilié el sueño con dificultad, dando vueltas de un lado para otro y sudando tan copiosamente que fue necesario mudarme en dos ocasiones antes del amanecer, con gran dificultad por sentirme abatido.

Me había deshidratado a tal grado que no conseguía mantenerme de pie sin sentir terribles mareos. Beber agua en abundancia me permitió una ligera recuperación, suficiente para valerme nuevamente por mí mismo y humedecer la boca reseca y los labios agrietados.

Antes de decidir por mi reclusión en casa acudí a la catedral metropolitana, y aunque requerí de un gran esfuerzo para llegar por mi propio pie a una distancia de sólo dos calles, logré mantenerme en pie todavía sin decaer un momento. Busqué un confesionario y advertí que un sacerdote se disponía a confesar a los feligreses. Cuando llegó mi turno, lamentablemente, no pude iniciar la confesión y comencé a llorar sin poder emitir una sola palabra. El sacerdote, creyendo que estaba bajo el peso de una culpa muy grande aconsejó que me calmara sentado al frente y que cuando así ocurriera volviera para conversar con él. No llegó esa tranquilidad a pesar de estar en el templo y regresé a casa abatido.

A pesar de la insistencia de mi asistente para quedarse conmigo durante estos momentos de enfermedad, le pedí que me dejara solo. Argumenté, para convencerla, que no era necesaria su compañía puesto que llegaría un hermano de un momento a otro. No pareció convencida un ciento por ciento, pero advirtió que si la necesitaba, contaría con su ayuda y lo agradecí conmovido.
La verdad fue que me refugié en casa y no quise ver ni contar con la compañía de nadie. No contesté el teléfono ni abrí la puerta a pesar de la insistencia. Pensé que fuese quien fuese, se cansaría tarde o temprano y entonces me dejarían en paz.

No ocurrió así. Fui yo quien se rindió al timbre de la puerta dos días después. Abrí… Era nada menos que el vidente y supersticioso cuyas palabras me habían afectado tanto o más que la recepción del espejo y que me habían llevado a un estado de mortificación grave.

Mi actitud, advirtió, lejos de ayudarme empeoraría la situación en la que me encontraba. Quiso saber cuál había sido el final de los espejos y si había aceptado y consumado las medidas recomendadas. Ante mi silencio decidió cerciorarse por sí mismo sin que pudiera impedírselo. Tras percatarse de que ambos espejos habían sido cubiertos con pintura oscura reprobó con severidad lo que consideraba una acción contraproducente.

La reprimenda tuvo un efecto adverso, desfavorable. Sufrí una hemorragia nasal profusa, y fue necesario recostarme, asistido por el recién llegado. Se apiadó de mi estado para luego aplicar compresas frías en la frente. Entonces habló suavemente y me previno. Jamás podrían contenerse dos fuerzas tan formidables mediante simple pintura. Había cometido un acto suicida y tenía que remediarse inmediatamente antes de lamentar consecuencias catastróficas. Su tono fue admonitorio pero funesto. Él mismo se llevaría el espejo y el problema si bien persistiría, evitaría una muerte inminente.

Sin que admitiera su propuesta me levanté con las pocas fuerzas que me quedaban y exigí que partiera inmediatamente. Un puñal en la mano fue más que convincente para echarlo de casa. Pero antes de cerrar la puerta advirtió: “¡Morirás...!”
El esfuerzo fue mayúsculo. Apenas me quedaron fuerzas para llegar a la cama y me derrumbé… Mi febril estado se agravó y sudé en la forma de hilillos continuos. La hemorragia nasal se intensificó dejándome sumido en un sopor, próximo a la pérdida de la conciencia. No había la menor duda, dos fuerzas luchaban en mi interior. Me había equivocado al no permitir que el hombre sacara ese espejo. La muerte rondaba el apartamento…

Inesperadamente, animado como por una revelación, me levanté dando traspiés. Llegar al pasillo requirió de un esfuerzo sobrehumano pero lo conseguí. Ahuyenté la penumbra con luz artificial y con la poca fuerza que me quedaba sujeté el espejo, pudiendo contemplar una imagen que me inyectó fuerza, pero al llegar al baño comprendí que si miraba el otro espejo me derrumbaría, por lo que sin dar tiempo a desvanecerme interpuse un espejo frente al otro. En ese preciso momento, un crujido estremecedor terminó con ambos, cayendo en minúsculos fragmentos en mi derredor.

Sin menoscabo para mi debilitada existencia, esa noche dormí en paz. La pesadilla había terminado.

FIN
Datos del Cuento
  • Autor: Elumi Fa
  • Código: 15623
  • Fecha: 01-10-2005
  • Categoría: Misterios
  • Media: 5.47
  • Votos: 153
  • Envios: 5
  • Lecturas: 5379
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