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Cuando Clara conoció a Samuel supo que nada volvería a ser como antes. Era un chico retraído, sin conocimientos musicales y con una inmensa capacidad para distraerse en cualquier momento y ante cualquier cosa. Pero tenía una sensibilidad asombrosa, que ella no había encontrado en ninguno de sus amigos músicos. Tenía su misma edad, pero parecía un niño curioso e inquieto.
Llegó a su casa con el deseo de aprender a tocar el violín, pero a la semana de tomar clases ya se había cansado. No obstante, siguió yendo. Se aparecía cada semana de forma puntual sólo para escucharla tocar algo. No prestaba atención a las notas calantes o a las desafinaciones, tampoco le importaba si el vil instrumento decidía lanzar un grito ahogado; al escucharla, Samuel lloraba y sus lágrimas causaban tal impresión en Clara que la motivaban a tocar mejor cada día.
Con el correr de los meses, la semana de Clara se convirtió en una constante espera del día de la visita de Samuel: practicaba cada día preparándose para tocar para él. Pero un día, Samuel dejó de visitarla. Clara no tenía ninguna forma de llamarlo, de preguntar por él: era él el que venía a ella. Así que decidió esperarlo.
Pasó el tiempo. Una mañana, el director de la orquesta en la que tocaba le invitó a participar en un concurso para estudiar fuera del país, pero ella se negó rotundamente. Fue la primera de varias oportunidades con las que había soñado toda su vida y que dejó pasar.
Lentamente se fue quedando sola, en una espera interminable. Olvidó los concursos, los teatros, la vida brillante que siempre había deseado para ella. Se quedó a solas con su violín, que no volvió a sonar como antes y que siguió profiriendo sus caprichosos chillidos que hacían que ella se pusiera a sollozar como una niña, ya sin entender la razón de su tristeza.
Una tarde, mientras luchaba con una sonata que no parecía acomodarse a sus manos, Samuel llamó a su puerta y le pidió que tocara su violín como en las viejas épocas. Clara sintió que dejaba entrar en su casa a un auténtico desconocido: ya no era un niño inquieto y en su mirada no se reflejaba la sensibilidad que tuviera hacía tantos años. No obstante, lo hizo pasar.
Pero cuando tomó el violín entre sus manos éstas no le respondieron, y por mucho que lo intentó, su violín no fue capaz de ofrecer ningún sonido agradable. El silencio a veces es inapropiado, y entonces lo fue. Y, a diferencia de como había ocurrido en el pasado, esta vez fueron sus ojos los que lloraron: por todo lo perdido, por todo lo no intentado y por esa vida rota a causa de un joven que ni siquiera era quien ella había estado esperando todos esos años.
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