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El valiente caballero Don Teimoso

Había una vez un valiente caballero andante llamado Don Teimoso. Don Teimoso se ganaba la vida ayudando a personas en peligro, protegiendo pequeñas aldeas y llevando mensajes importantes de un lado a otro a través de peligrosos caminos. 

Pero Don Teimoso era también un caballero muy testarudo. Tal era la testarudez del insigne caballero que en más de una ocasión había tenido que reconocer cuán dura tenía la cabeza. 

Sin embargo, a pesar de todo, Don Teimoso no terminaba de aprender la lección, y una y otra vez volvía a ser el caballero testarudo que no hace caso a nadie más que a sí mismo, el caballero al que no había manera de hacer entrar en razón.

De reino en reino se extendía la noticia de la valentía de Don Teimoso, y la fama del buen hombre crecía día a día. Pero no solo su fama de valiente, sino también de testarudo. La gente lo recibía con los brazos abiertos y le ofrecía lo mejor que tenían a cambio de sus favores, pues sabían que Don Teimoso no fallaría. Y, en efecto, nunca fallaba, ni su valentía, ni su testarudez. Pero como la gente ya sabía lo terco y cabezota que era no se lo tenían en cuenta.

Entre los malvados de todo el reino también crecía la leyenda de Don Teimoso, y solo con oír que estaba cerca muchos se retiraban. Pero hubo una vez que uno de estos malhechores, uno al que llamaba Vango Malbona, tuvo una idea malvada que a punto estuvo de acabar para siempre con Don Teimoso. 

-Nosotros vamos a acabar con Don Teimoso, y seremos los más famosos de todos los malhechores del mundo -dijo el Vango Malbona a sus secuaces-. La gente de la peor calaña se postrará ante nosotros y nos pedirá que le enseñemos nuestras malvadas artes.

-Nadie puede contra el valiente Don Teimoso -dijo uno de los secuaces.

-Nosotros sí podremos -dijo Vango Malbona-. Aprovecharemos su punto débil y lo volveremos contra él.

-Don Teimoso no tiene ningún punto débil -dijo otro de los secuaces.

-Su testarudez será su perdición -digo Vango Malbona-. Este es el plan. Pequetrasto, el más joven de nosotros, se acercará a la aldea donde se aloja Don Teimoso y le dirá que su familia está en peligro. Pequetrasto le dirá que use un atajo que él solo conoce, un atajo que, aunque puede ser peligroso, es más rápido. Don Teimoso, que no teme al peligro, lo cogerá. Pero por el camino se encontrará un precipicio. Y como es tan testarudo, intentará saltarlo. Si consigue saltarlo, cosa difícil, lo habremos perdido de vista durante mucho tiempo, porque no se puede saltar desde el lado contrario, pues no hay forma de coger carrerilla para tomar impulso y saltar. Si no llega al otro lado, que es lo más probable, Don Teimoso desaparecerá para siempre perdido en el fondo del precipicio.

-¿Y qué hacemos nosotros entonces? -dijo otro de los secuaces.

-Aprovechamos para robar en la aldea y en todas las aldeas de los alrededores -dijo Vango Malbona-. Vamos, Pequetrasto, es el momento de ponerse en marcha.

Pequetrasto fue a la aldea, avisó a Don Teimoso y, como era de esperar, el valiente caballero marchó a ayudar a la familia del chiquillo por el corto pero peligroso camino que le indicó, a pesar de que la gente de la aldea le advirtió que ese camino no le llevaría a ningún sitio y que el chaval era hijo de ladrones.

Don Teimoso cabalgó raudo y veloz hasta llegar al precipicio. El caballero paró y analizó el salto.

-Puedo saltar, sin duda -dijo Don Teimoso-. Pero, ¿por qué el muchacho no me avisó de esto? No he encontrado signo alguno de peligro por todo el camino, salvo esto. 

Con la mosca detrás de la oreja, Don Teimoso de encaramó a un árbol altísimo que se elevaba junto al precipicio para ver qué había más allá. Cuál fue su sorpresa al descubrir que lo que había era un gran superficie desértica de kilómetros y kilómetros, sin nada que probara que por allí vivía alguien.

-¡Me han engañado! -exclamó Don Teimoso. Y regresó rápido como el viento. 

Cuando los malhechores los vieron llegar intentaron huir, pero iban tan cargados que apenas podían avanzar. Don Teimoso los derribó y los ató a los árboles mientras llegaban los guardias del rey, que ya habían sido avisados.

-No intentastes saltar, ¿eh? Eres un cobarde -le dijo Vango Malbona.

-Seré testarudo, pero no soy tonto -dijo Don Teimoso-. Tendrás tiempo de entender la diferencia en el calabozo.

Ese fue el último día que Don Teimoso se negó a escuchar a la gente. Y no porque su testarudez pudiera costarle la vida, sino porque la vida de los demás le importaba de verdad, y si para ayudarlos tenía que dar su brazo a torcer, bien merecía la pena el esfuerzo.

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