No hablemos de milagro cuando hagamos referencia al llamado caso de Pértigo Porco. Porque lo que sucedió con él es más bien un asunto de extremo sentido de culpa. Sí, verá, Porco iba un día muy sentado en un carro de metro colmado de gente, cuando ascendió al tren subterráneo una viejita que comenzó a hacer lo que magistralmente saben hacer algunas mañosas señoras de su condición, esto es: mirar el techo con ojos de borrego a medio degollar, suspirar sonoramente y a mecerse simulando una caída inminente, todo de manera tal que quien observa entre seriamente a incomodarse. Y eso sucedió sin más con nuestro personaje en cuestión el que insuflado, de pronto, con el poderoso veneno de la culpa se acercó a la dama y, arrodillándose ante ella, con los ojos anegados en lágrimas, le suplicó tomara su lugar. Además, para compensar su grave desatención le dio todas sus tarjetas de créditos y la totalidad de las llaves que portaba y que incluían las de su domicilio y las de su auto último modelo. Por último, le dijo que haría todo cuanto ella deseara en ese momento. Y como el deseo de la alegre abuela fue que se arrojara por la ventanilla, pues, a Porco —caballero como era— no le quedó otra que cumplir con la palabra empeñada. Por eso a nadie le permito hablar de milagro cuando mencione el hecho —ya bastante manoseado por la prensa— del instante en que Porco, en su mismo velorio, se levantó del ataúd para preguntarle con voz cavernosa a una aterrada señora: “¿No gusta descansar un ratito?”.