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El ladrón disparatado

Había una vez un ladrón tan disparatado que, cada vez que se llevaba algo que no era suyo, dejaba en su lugar otra cosa. Lo más raro de todo es que las cosas que dejaba en el lugar de las robadas solían ser tan valiosas o más, la gente no denunciaba el robo. 

La fama del ladrón se extendió a la misma velocidad que nacía la picaresca de muchas personas, que dejaban puertas y ventanas abiertas para que el ladrón entrara y se llevara cosas viejas que dejaban a su alcance. Eso sí, las cosas de más valor quedaban bien protegidas.

Pero un día el ladrón dejó de intercambiar los productos robados por cosas valiosas y empezó a dejar tremendas birrias. En pocos días, la comisaría de policía se llenó de gente denunciando al ladrón.

Ante aquella avalancha de denuncias, la policía tomó cartas en el asunto y decidió investigar. El caso se dejó en manos del inspector Fernández, el más hábil de todos los policías de la ciudad.

Tras recabar la información de los hechos y constatar que todos los denunciantes eran unos auténticos aprovechados y caraduras, el inspector Fernández reunió a los presuntos afectados y les dijo:

-Cierren sus casas y negocios a cal y canto. Vigilaremos la ciudad día y noche excepto un lugar concreto que yo solo conozco. Hacia él atraeré al ladrón y le detendré. Tengan paciencia.

Todos los vecinos obedecieron las órdenes. El ladrón solo tardó dos noches en entrar a robar al lugar previsto por el inspector Fernández, que no era otro que su propio domicilio.

En cuando el ladrón entró por la ventana, el inspector Fernández le echó el guante.

-En nombre de la policía, está usted detenido -le dijo. El ladrón intentó escapar, pero no llegó muy lejos.

-¿Se puede saber por qué roba usted y deja a cambio otra cosa? -le preguntó el inspector Fernández al ladrón-. ¡No ve usted que es un enorme disparate!

-Lo sé, pero dejo cosas porque no puedo evitar robar -dijo el ladrón-. Es una fuerza superior a mí. Y como me siento culpable dejo siempre algo a cambio. 

-Ya, ya, lo sé -dijo el inspector.

-Lo que no sé es por qué ahora, después de tantos años, me busca la policía -dijo el ladrón. 

-Porque ahora le han denunciado en masa -dijo el inspector-. Antes usted dejaba cosas de valor, incluso algunas más valiosas o útiles que las que se llevaba. Como ahora lo que deja son auténticas porquerías la gente se ha ofendido.

-Yo nunca miro el valor de lo que me llevo -dijo el ladrón-. Es parte de mi problema. Cojo lo primero que encuentro, sin dañar nada. Lo que dejo a cambio son cosas que he robado días anteriores.

-Y como últimamente solo roba cosas birriosas son cosas birriosas las que puede dejar -dijo el inspector.

El inspector Fernández llevó al detenido a la comisaría. Allí el ladrón y el propio inspector explicaron a los ciudadanos lo que había ocurrido. Los presuntos afectados, avergonzados por ser aprovechados y avariciosos, decidieron quitar la denuncia.

El ladrón disparatado siguió haciendo de las suyas, pues no podía evitarlo. Pero desde ese día, los vecinos se turnan para facilitar las cosas al ladrón y dejar que se lleve algo debidamente etiquetado con los datos de su propietario. De esta forma, cuando el ladrón deja un objeto robado en casa de alguien, este se pone en contacto con el dueño para devolverle lo que es suyo.

Y así acaba este disparatado cuento sobre las cosas disparatadas que puede llegar a hacer la gente cuando se deja llevar por la avaricia y la codicia.

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