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El hombre, la montaña y el tesoro

~Voy a relatar un breve cuento sobre un hombre honrado, una montaña infranqueable y el más sublime de los tesoros. Sitúense mil años atrás sin importar en que época se ubica el presente, e imaginen cómo fue el lugar en el que se encuentran ahora. El mismo lugar, pero hace diez siglos. Ahí, justo ahí, existía una montaña donde comienza nuestra historia:
El hombre caminaba ladera arriba con un mapa bajo el brazo y una enorme pala a la espalda, bajo un sol sepulcral y un clima árido, cuyo viento le estriaba superficialmente la cara. Aún era la primera hora de la mañana y ya el sol se mostraba lleno de poder y rabia, irradiando un calor demoledor que hubiese derretido el mismo desierto. Por ello, y no queriendo morir abrasado, tenía que alcanzar la cima antes del mediodía, encontrar el emplazamiento exacto del tesoro y descender sin demora la falda de la montaña. Si lograba su cometido, se convertiría en uno de los hombres más poderosos de la Ínsula, y Sancho, el rey, le nombraría conde, o incluso marqués. Pero primero tenía que encontrar el viejo tesoro.
Hizo un alto en el camino. El sudor le empapaba el rostro y le recorría todo el cuerpo. Se desvistió la camisa y se refrescó racionalmente con el agua tibia de la cantimplora. No debía agotar sus provisiones de agua. Los manantiales y ríos que nacían en aquellas abrasadoras montañas manaban agua hirviendo.
Continuó avanzado por la montaña, sumido en el más completo bochorno, y una hora después llegó a la desolada cima. Una sonrisa se esbozó, codiciosa, en su rostro. Calculó la posición exacta del tesoro según el mapa y clavó la pala en la tierra. Comenzó a excavar en las entrañas de aquel enorme monstruo terráqueo. Pero, pese a su entusiasmo, pasaron los minutos y el tesoro no aparecía. Siguió cavando hondo y profundo mientras el peligroso sol se acercaba a su punto culminante. Como sujeción, ató el extremo de una cuerda a una roca cercana y el otro a su cintura, y prosiguió cavando un metro tras otro, hasta que después de haber abierto un túnel de seis metros de profundidad, la pala chocó contra un sonido de metal.
Lo había encontrado.
Era una caja de acero. No le costó mucho abrirla porque las bisagras estaban oxidadas. Lo que vio le iluminó el rostro. Oro y más oro. Cientos de kilos de oro. Lanzó un grito de triunfo. Era rico. Lo había conseguido.
Con el tesoro bajo el brazo, trepó por la cuerda. Pero cuando pasó la mano por encima del agujero, profirió un alarido de dolor. El fuego del sol le había calcinado los dedos. Se desplomó en el fondo del agujero con la mano abrasada. Mientras tanto, el tesoro, y lo que contenía, se derrumbó sobre él.
Lo que luego le sucedió al hombre honrado ya lo sabéis.
 

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