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El hombre que nunca dejaba de sonreír

Había una vez un señor que estaba todo el día sonriendo. Cuando todo el mundo protestaba porque hacía mucho calor y se escondía bajo la sombra de los árboles, aquel hombre paseaba sonriendo, como si disfrutara del sol. Y cuando hacía mucho frío y la gente gruñía porque se le helaban hasta las ideas, aquel hombre sonreía mientras paseaba sintiendo el frío en la cara.

Si llovía, el hombre sonreía. Si había ruido en la calle, el hombre sonreía. Si tenía que hacer cola para comprar o pagar, el hombre sonreía. Si tenía que atender a una persona malhumorada, el hombre sonreía. Si alguien le negaba el saludo por la calle, el hombre sonreía. Y, cómo no, si alguien se burlaba de él porque estaba todo el día sonriendo, el hombre también sonreía.

Un día, entre unos cuantos chavales que se reunían en el parque todas las tardes para pasar el rato decidieron poner a prueba al hombre que siempre sonreía.

-Vamos a borrarle esta estúpida sonrisa de la cara -decían-. Pero, ¿qué se habrá creído ese?

Unos niños pequeños que escucharon decidieron ir a ver qué pasaba. Les caía bien el hombre que no dejaba de sonreír, y se preguntaban, al igual que todos, qué cara tendría sin su eterna sonrisa. Los niños fueron a buscar a sus padres:

-Mamá, papá, allí hay unos chicos que dicen que van a conseguir arrancarle la sonrisa al tipo ese que siempre está de buen humor -dijeron los niños.

-Eso habrá que verlo -dijeron los padres.

La noticia de que el hombre que no paraba de sonreír pronto perdería la sonrisa se fue corriendo. Mientras tanto, los chavales pulían su plan, ajenos al revuelo que se había formado por su idea.

Y así, mientras los chavales rodeaban al hombre que siempre sonreía, la gente iba llegando. Cuando se quisieron dar cuenta, los chicos tenía a su alrededor a cientos de personas expectantes.

-¡Qué reunión tan interesante! -dijo el hombre, tan sonriente como siempre-. ¿Ocurre algo?

Los chavales no querían hacer el ridículo, así que, adquiriendo su pose más chulesca, empezaron a decirle:

-Parece que te hayan tallado la sonrisa en la cara, so palurdo.

-Vaya sonrisa de idiota que te gastas, ¿no?

-A ti te voy a quitar yo esa cara de bobo de un buen manotazo, pardillo.

El hombre no solo no dejó de sonreír, sino que empezó a reírse, primero un poquito, y luego a carcajadas. 

El público contemplaba estupefacto la escena. Uno de los chicos empezó a dar palmas rítmicamente, marcando el tiempo, invitando con ello a que el público aplaudiera, y así armarse de valor y hacer más espectacular lo que tenía pensado hacer para que el hombre dejara de sonreír. Sin embargo, el hombre empezó a marcar un interesante ritmo sencillo, invitando a unos cuantos espectadores a seguirlo. Su sonrisa era cada vez más grande. A otro grupo le marcó otro ritmo más complejo, y así hasta montó una orquesta rítmica. Desde el centro, el hombre dirigía la orquesta a su antojo, marcando tiempos rápidos y lentos, combinando frases intensas y otras suaves, silenciando grupos enteros y haciendo todas las piruetas musicales que se le fueron ocurriendo.

El público, contagiado de la alegría y la emoción, participaba entregado. Mientras, los chicos se miraban sin saber qué hacer. Estaban rodeados y no podían salir, pero tampoco sabían cómo interrumpir la fiesta. Al cabo de un rato, el hombre paró. Todo el público aplaudió.

-¿Se puede saber por qué nunca dejas de sonreír? -le gritó uno de los chavales. 

-No es ningún misterio -dijo el hombre.

-Sí, sí que lo es -dijo el chaval-. Y encima te has reído de nosotros.

-No, muchacho, solo he hecho lo que hago siempre -dijo el hombre-. Le he buscado el lado bueno a la situación. He visto una oportunidad para que todos nos divirtiéramos. Podrías haberos unido a la improvisada orquesta y haberos divertido vosotros también. 

-Pero, ¡si íbamos a darte la paliza del siglo! -dijo el chaval.

-Pero no me habéis hecho nada. Ya veis lo fácil que puede ser a veces evitar la violencia -dijo el hombre-. ¿Os unís? 

El hombre empezó a aplaudir de nuevo y a marcar ritmos a la gente. Unos niños se acercaron a los chavales y les animaron a unirse a su grupo. Ante el ánimo general, ellos también se contagiaron del ritmo y empezaron a dar palmas. 

Desde entonces ya nadie se ha vuelto a meter con el hombre que siempre sonríe y, poco a poco, se van viendo menos caras largas en la ciudad. Hay que ver, qué poder puede tener la sonrisa de una sola persona, ¿eh?

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