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El duendecillo y la mujer

Viejas leyendas cuentan que, antiguamente, las mujeres campesinas tenían un compañero, un duendecillo, que les acompañaba en sus tareas domésticas. Hace tiempo, una mujer muy leída y con dotes para la escritura y la oratoria, también tenía un duendecillo como compañero. 

Un día visitó a la mujer y a su esposo un primo lejano al que no conocían aún, un joven seminarista muy culto. El joven escuchó los versos de la mujer y encontró que su poesía era excelente. 

-Tienes talento, prima -dijo el joven.

-¡No digas sandeces! -dijo el jardinero-. No le metas esas tonterías en la cabeza. Una mujer no necesita talento. Lo que le hace falta es saber atender a sus tareas en la casa y que no se te queme la comida.

-La comida la arreglo fácilmente -respondió la mujer-, y, cuando tú estás enfurruñado te doy besito y te contentas. Mírate tú, que parecía que solo te gustaba cultivar coles y patatas, y, sin embargo, bien te gustan las flores.

Y le dio un beso.

-¡Las flores son el espíritu! -añadió.

-Atiende a tu cocina -gruñó el jardinero mientra salía por la puerta hacia el jardín.

Entretanto, el seminarista tomó asiento junto a su prima y se puso a charlar con ella sobre cosas bellas y virtuosas. Pero en la cocina también estaba el duendecillo, vigilando el puchero que había quedado desatendido, para que el gato no se lo comiera.

El duendecillo estaba enojado con la mujer porque ella no creía en su existencia. Es verdad que nunca lo había visto, pero no tenía disculpa para no creer en él, pues su gran creatividad y erudición se debían a su presencia.

-Ella simplemente me niega, que soy cosa de su imaginación -dijo el duendecillo mientras miraba al gato -. Y ahí está, charlando con ese seminarista. Ya me cansé, así que me pongo de parte del marido. Que ella atienda su puchero. Ahora voy a hacer que se le queme la comida, por desagradecida. 

Y el duendecillo se puso a soplar en el fuego, que se reavivó y empezó a chisporrotear. 

-Ahora voy al dormitorio a hacer agujeros en los calcetines del seminarista este -continuó el duendecillo-. A ver qué tiempo le queda para escribir poesía mientras zurce los calcetines rotos. 

Al duendecillo se le ocurrió abrir primero la puerta de la cocina para que el gato comiera lo que se le antojara. El gato comió todo con gusto. Ya que le iban a echar la culpa de todo, al menos disfrutaría de la comida. 

Mientras tanto, la mujer le enseñó a su primo algunos de sus ensayos y versos, que este leyó y comentó con gran interés. La mujer le habló del carácter melancólico y triste de sus escritos.

-Solo hay una sola poesía que tiene carácter jocoso en la que expreso pensamientos alegres. No te rías, pero trata de mis pensamientos sobre la condición de una poetisa. Amo la Poesía, se adueña de mí, me hostiga, me domina, me gobierna. La he titulado “El duendecillo”. Seguramente conozcas la antigua superstición campesina del duendecillo, que hace de las suyas en las casas. Pues imaginé que la casa era yo y que la Poesía, las impresiones que siento, eran el duendecillo. En esta composición he cantado el poder y la grandeza de este personaje.

Y el seminarista leyó el título de la poesía en voz alta y la mujer escuchó, al igual que el duendecillo, que estaba al acecho para destrozar los calcetines mientras el gato se ponía las botas en la despensa. 

-¡Esto va para mí! -dijo el duendecillo-. ¿Qué debe haber escrito sobre mí esta desagradecida? ¡La voy a fastidiar! ¡Se acordará de mí!

Y aguzó el oído, prestando atención. Pero cuanto más oía de las excelencias y el poder del duendecillo más se sonreía. Estaba encantado de lo que se decía sobre él.

-Verdaderamente, esta señora tiene ingenio y cultura. ¡Qué mal la había juzgado! -dijo el duendecillo. Desde hoy la ayudaré más que nunca y la respetaré.

-¡Ay que ver! Ha bastado una palabra zalamera de la señora, una sola, para que el duendecillo cambie de opinión. ¡Qué astuta es la señora!

Y no es que la señora fuera astuta, sino que el duende era como son los seres humanos, que con halagos y adulaciones cambian de opinión, solo por sentirse importantes.

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