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El ataúd negro

Un hombre de mirada profunda, con una cabellera negra y una piel oscura, meditaba sentado en una silla de material ligero. Tenía una contextura delgada y era de estatura mediana. Su vestimenta andrajosa lo hacía aún más tosco. Era una persona humilde y pobre. Toda su casa consistía en tablas y maderas añejas. Tenía una mesa y dos sillas en la parte central. Unos cuadros colgaban de las paredes, en las cuales había unas ventanas tapadas con cartón. Un florero era el sujetador de un retrato de una mujer anciana. En la parte inferior estaba escrito lo siguiente: “Perdona madre mía por haberte dejado en el hospital hasta tu muerte”
El hombre bebía alcohol en una taza. Tenía la botella de Pisco vacía. Sus ojos se caían lentamente por su rostro. En cada minuto que transcurría su mirada se distorsionaba. Era una noche estrellada, un momento lleno de belleza. Pero aquel pobre hogar no dejaba brillar luces de alegría.
Balbuceaba frases irreconocibles, mientras dejaba caer su cabeza entre los brazos. Una y otra vez maldecía su mala suerte, su pobre vida, su miseria incontrastable. Gritaba ferozmente palabras entrecortadas, en las cuales se distinguían locuras propias de un ebrio consuetudinario.
Se levantó apoyándose en las maderas de la pared, arrastrándose caminaba bajo el techo. Se dirigía hacía su dormitorio, que más bien parecía un cuarto abandonado. No tenía cama sino que un colchón viejo tirado en el suelo le servía como tal. Sus pasos leves, y su mirada triste parecían desvanecerse por la noche. Luego de un gran intento logró precipitarse sobre el colchón.
Ahí quedó inmóvil, contemplando el gran agujero que había en el lado izquierdo del techo de la habitación. Por ahí se divisaban las estrellas, y también descendía el sereno hasta su rostro.
Quedó en esa posición toda la noche.
Mientras unas moscas nocturnas se posaban en cada parte de su cuerpo, y las ratas devoraban los últimos restos de alimentos de la noche anterior, comenzó a abrir sus ojos, golpeados por un rayo de sol que entraba por el agujero.
Ya era mediodía, y su cuerpo le pesaba como si hubiera sido rellenado por una gran cantidad de rocas. Se levantó, y se dirigió a su pequeño comedor. Las ratas salieron corriendo asustadas por su presencia.
Se miró el rostro en un espejo que colgaba en la puerta de la casa. Estuvo contemplándose un gran rato. De sus ojos cayeron unas lágrimas, como gotas de cristal. Se tomó el rostro con sus dos manos, y se arrodilló. Lloró gran parte del día. Decía cosas contra el mundo, contra su vida, contra su maldita existencia.
Luego, estuvo sentado largo rato en una de las dos sillas. Bebió otra botella de Pisco y cayó nuevamente en su colchón.

Transcurrieron así semanas enteras, una y otra vez era preso del alcohol. Una noche, se quedó mirando las estrellas. Permaneció inmóvil como queriendo pedirle ayuda a una de ellas. Como siempre, lloró un gran rato. Y dijo muchas cosas sobre su vida de pobre. Nunca las estrellas le contestaron.
Se quedó dormido, y a la mitad de la noche despertó de sobresalto. Esperó hasta que apareciera una leve señal del alba, luego se precipitó desesperado hacia el interior de su hogar. Miró desde la puerta la miseria que cubría todo el lugar. Sus pequeños muebles estaban quietos y sucios, pobres y usados. La fotografía de su madre estaba cubierta por telas de araña. Todo estaba desastrado, era un hogar pobre, donde sólo vivían él y sus muebles. Entró mirando detalladamente sus cosas. Las contempló afanoso, luego dio un paso hacia atrás y salió a la calle.
Caminó por un gran sitio de piedras y tierra, cruzó unas pozas de lodo que había cerca de un canal. Estuvo observando las flores, el cielo, las aves y todo cuanto se le aparecía delante.
Cuando ya atardecía se detuvo frente a una funeraria. Se sentó en una piedra que había frente del local. Ahí esperó hasta que anocheció.
Cuando las luces del día desaparecieron, las gentes cesaron de trabajar y cada rincón del lugar se apagó y se perdió invadido por la noche, este hombre se dirigió directo a la funeraria. Miró a su interior, y vio como reposaban sigilosamente una cantidad enorme de ataúdes. Algunos estaban parados sobre la pared, y otros estaban ordenados en fila en el suelo. Era un lugar reservadamente oscuro y silencioso. De esa misma forma se introdujo por una ventana que había quedado abierta, miró la belleza del silencio, y cada uno de los ataúdes. Esa misteriosa morada donde vamos a dormir eternamente.
Miró uno por uno, los tocó y sintió una suavidad muy bella. Cada uno tenía su propio brillo mágico, eran una gran cantidad, él miró a todos durante toda esa noche. Pero se quedó gran parte junto a uno de color negro. Tenía sobre él la imagen de Cristo, una gran cruz reluciente. El color del ataúd y la cruz lo maravillaron. Lo miró por arriba, por los costados y por abajo. No se pudo contener y lo abrió. Dentro había una especie de almohadilla azul oscura. Era muy bella, y de un aspecto muy fino.
Este hermoso ataúd lo embelesó, quedó con su mirada clavada en el durante muchas horas.
Cuando amaneció, no quiso dejarlo. Sin vacilar lo subió sobre un carrito que había en el lugar, con gran sutileza lo colocó y lo envolvió con un paño rojo que colgaba en la pared. Abrió la ventana por donde había entrado, y salió. Se dirigió a la parte trasera del local, y a empujones y patadas logró forzar la puerta. Entró rápidamente, y sudoroso observó por última vez a los demás ataúdes. Con fuerza agarró el carro que sostenía al ataúd y se lo llevó.
El miedo lo invadió a medida que llegaba a su casa. El lugar que utilizó como camino era un sitio abandonado, como muchos que había por esos lugares. Nadie lo descubrió, él siguió obsesionado con el ataúd hasta su humilde hogar.
Aquella mañana fue eterna para aquel hombre, anduvo por grandes sitios, perdido y sin rumbo. Hasta que logró ubicarse detrás de un canal que arrastraba despiadado rocas y basura. En ese instante divisó su hogar, cruzó por un puente de madera, llevando detrás suyo el carro. El ruido que causaban las ruedas parecían como gemidos provenientes de algún lugar del cajón. Atravesaba lentamente, mientras su miedo se fusionaba con el rugido del canal. Era un puente pequeño, caminaba despacio y se daba vuelta para mirar como el paño rojo cubría tiernamente al ataúd.
Cuando llegó al otro lado del canal, levantó el paño, y observó el brillo incandescente del color negro del cajón. Nuevamente quedó maravillado. Era un color que parecía oscurecer al día, más negro que una noche con su cielo despejado.
Se acercó para verlo más de cerca, logró ver su rostro opaco en la tapa del cajón. Ahí vio sus ojos que lo miraban fijamente, notó su tristeza agobiante, sus mejillas llenas de dolor, su pobreza manifestada en sus labios hambrientos. Desesperado cubrió nuevamente al cajón con la tela roja, y asustado por el ladrido de un perro que desde lejos lo miraba siguió rumbo a su hogar.
Caminó detrás de unos arbustos, con sus pies llenos de tierra, y su cuerpo bañado por ramas que caían de la copa de los árboles más antiguos.
Al fin logró llegar a su hogar, ahí se detuvo a mirar si alguien lo había seguido, pero por la hora parecía que todos recién comenzaban a despertar. Entró cuidadosamente el carro por la puerta trasera, que era sólo un agujero hecho por él mismo, previniendo cualquier accidente que pudiese ocurrir dentro, y así ocuparlo como vía de escape.
Lo empujó, y el ruido fue muy escandaloso. Entonces guardó silencio unos minutos, y luego lo condujo al interior de su hogar. Las ratas de siempre comían los restos que él había dejado el día anterior. Cuando lo vieron entrar salieron corriendo hacia los rincones. Él desocupó el lugar, corrió la mesa y las dos sillas colocando el ataúd al centro.
Destapó el cajón y dejó el paño cerca de la fotografía de su madre. Luego se sentó a observar la gran maravilla que había robado. La casa parecía aún más triste con el ataúd al centro, pero él estaba encandilado mirándolo. La imagen de Cristo relucía sobre el color opaco y todas las cosas del hogar se reflejaban en el cajón.

Lo que ocurrió en la funeraria fue terrible. Cuando el dueño del local llegó a su trabajo vio que todos los ataúdes estaban abiertos, y que el más hermoso de ellos no se encontraba en el lugar.
El carro que ocupaba para trasladarlos de un lugar a otro también había desaparecido, y a la vez el paño rojo tampoco estaba.
De inmediato fue a mirar todo el lugar. Vio que la ventana estaba abierta y que la puerta trasera había sido forzada. Corrió a la parte principal donde tenía su escritorio, y tomó el teléfono para hacer la denuncia.
Su mirada imponente se clavaba en el vació que dejaba el cajón extraviado, su frente ancha dibujaba en su rostro la angustia de quien ha sido vulnerado.
Luego de hacer la denuncia cerró el local y salió a llamar la atención de la multitud del sector, para que así todos juntos lograran ubicar al ladrón.
Al atardecer era noticia en todos lados la desaparición del ataúd. Todos se organizaron. Hicieron grupos y se dividieron para buscar hasta en los rincones más ocultos. Los niños dejaron de jugar en la calle de tierra y se unieron a la misión.
El dueño de la funeraria era el líder y cercó como una niebla aplastante a todo el lugar. Anochecía y no había rastros del ladrón.

Mientras todo esto ocurría, junto al ataúd negro bebía el hombre alcohol, y lloraba como siempre. Al lado suyo estaba la fotografía de su madre, quien lo miraba con lástima. Bebió gran parte de la noche. El silencio poco a poco apareció en el hogar, hasta que su cabeza quedó atrapada entre sus brazos e inconsciente permaneció inmóvil.
Luego despertó abrazado al cajón y asombrado dejó brotar un grito estridente. Se levantó y lo observó, dentro de su estado de ebriedad comenzó a frotarlo con el pañuelo rojo, y observaba su rostro reflejado en el negro radiante. Estuvo haciendo eso durante largos minutos. El ruido suave lo adormecía, pero con gran ahínco quería borrar su imagen del ataúd.
Descontroladamente agarró el cajón, y enfurecido lo trasladó hasta el patio de su casa. Ahí lo insultó diciendo palabras absurdas, insinuando de que se estaba burlando de su realidad.
Lo trasladó desde las esquinas de su patio, que estaba lleno de piedras y malezas. Lo hacía girar por todos los lugares posibles, mientras lo insultaba una y otra vez.
El cansancio lo arrojó al suelo. Se levantó inmediatamente y entró a su hogar. Agarró la imagen de su madre, una taza que era la única que tenía y salió al patio. Abrió el cajón y las introdujo. Luego entró nuevamente y tomó unas latas que contenían unas monedas, además un espejo y una sabana blanca que tenía en su colchón. Salió al patio donde se encontraba el ataúd y lo abrió...

Transcurrieron cerca de dos días, las personas no se cansaban de buscar por todos lados al ladrón. El dueño de la funeraria había recorrido junto a la seguridad policial sitios inhóspitos, pero nada aparecía.
Unos niños que habían estado colaborando llegaron al frontis de un hogar pequeño. La fachada de madera y sus ventanas cubiertas por cartón daban una imagen de pobreza y tristeza. Ellos al ver que cundía un silencio espantoso entraron al lugar, abrieron cuidadosamente la puerta. Eran cerca de tres o cuatro niños, uno a uno entraron suavemente. En el lugar encontraron unas ratas que corrían de un lugar a otro. Ellos acostumbrados a la miseria las espantaron y vieron que no había nada, sólo una mesa, dos sillas y al fondo un colchón abandonado.
Algunos de ellos quisieron salir y volver donde el grupo que buscaba al ladrón del ataúd negro, pero hechizados por la curiosidad que causaba la humilde casa decidieron quedarse a investigar quien vivía en el hogar.
En hilera entraban más al fondo, en las esquinas colgaban arañas, en los rincones se oía el chillido de las ratas, las paredes estaban llenas de mugre y en la mesa descansaba un sucio pañuelo rojo.
Sin darse cuenta se vieron en la parte trasera del hogar y atónitos quedaron cuando vieron como fulguraba quieto el ataúd negro.
Aquellos pequeños salieron corriendo, y acudieron a la multitud que estaba muy cerca. Con la mirada inocente les dijeron que habían encontrado el ataúd. Todos se precipitaron al humilde hogar.
El dueño de la funeraria fue el primero en entrar, vio la miseria del lugar, todas aquellas cosas viejas que colgaban y la suciedad que bajaba lenta por las paredes.
No pudo encontrar a nadie, ni rastros de alguna persona que pudiera vivir allí. Entonces no vaciló en entrar atropellando la pobreza que densamente opacaba al hogar.
En el patio, precisamente, encontró su tesoro. El color negro estaba igual que siempre, el brillo de la cruz de Cristo permanecía con su tonalidad hermosa. Estaba tal cual como era, sin embargo, nadie se explicaba el motivo de su robo.
Decidieron no tocarlo, pues su valor era titánico. Sólo él se acerco para notar si había alguna lesión, pero no encontró ninguno luego de haber visto por todos lados, y haber intentado abrirlo sin lograr un resultado satisfactorio, pues estaba muy bien sellado.
Él notó que estaba todo en orden, y para evitar su nuevo robo quiso deshacerse de su más preciado ataúd.
Si procedía a quemarlo toda su belleza sería en vano. Si intentaba hacerlo pedazos sucedería lo mismo. Entonces convocó a una gran reunión para decidir sobre el fin del ataúd negro.
La ocasión se llevó a cabo en su hogar, un lugar hermoso lleno de lujos y pomposas joyas. En el gran comedor estaba el ataúd, y toda la gente sentada en sillas fastuosas escuchaba el discurso del “ gran señor ”, como lo llamaban.
El cajón se imponía con su bella forma y así estuvo durante toda la noche. Finalmente por votación popular se decidió sepultarlo en el cementerio del pueblo. Todos se sorprendieron, pues sólo una persona desconocida se abstuvo de votar, todos se preguntaban quien era, ya que nadie lo había visto nunca y tenía un aspecto extraño.
Al final ganó la mayoría, y quedaron dispuestos a que al otro día efectuarían el entierro.

Muy temprano, aquel día de cielo completamente azulado, las personas ocuparon en masa la esquina adyacente a la funeraria. Todos estaban con flores, coronas y una caravana de músicos cerraba la fila del cortejo que partiría al cementerio.
El dueño del ataúd pronunció un discurso antes de marchar, y agradeció a todos los que habían colaborado en la búsqueda del ataúd. Luego, cuatro hombres altos y vestidos de negro tomaron en cada esquina al ataúd, y partieron rumbo al cementerio.
En el transcurso caminaron alrededor de las casonas más opulentas del sector, donde los árboles enormes dejaban caer sombras espléndidas. Luego cruzaron unos sitios de tierra y llegaron al sector de la pobreza, decenas de humildes casas custodiaban al cortejo. Las pozas de barro eran el patio de muchos hogares. Algunas eran de cartones y maderas, otras sólo eran chozas de materiales diversos. Algunos niños con sus caras sucias y rodeados de moscas se asomaron a ver pasar a la multitud. Todos aplaudían y gritaban frases hermosas de despedida al hermoso ataúd, menos en el hogar del hombre que se enamoró del cajón negro. Ahí reinaba el silencio y la soledad, todos miraron el hogar que estaba desordenado, los cartones que cubrían las ventanas habían caído y la oscuridad atemorizaba.
En silencio llegaron al cementerio, unos cuantos pronunciaron solemnes discursos, algunos lloraron por la perdida de tan lujoso ataúd, ya que cualquiera hubiera deseado descansar eternamente en tan fastuoso cajón.
El dueño finalmente, dijo que como era tan valioso el ataúd, nunca lo hubiese podido vender. Nadie hubiera pagado una enorme cantidad de dinero. Cuando terminó de decir eso, el hombre que se abstuvo de la votación de la noche anterior, lanzó un insulto contra su persona y desapareció por los mausoleos del cementerio. Todos voltearon sus cabezas y lograron ver su sombra que se perdía por las tumbas.
Sin hacer caso al insulto procedió a sepultar el ataúd. La belleza se perdió en la tumba y el color refulgente se esfumó bajo el silencio atónito de la multitud. Los últimos vestigios de la fastuosidad quedaron colgados en las miradas y en el viento tibio de la mañana.

Cada uno de los que estaban presentes se fueron a sus hogares, tristes por la perdida del ataúd negro. El dueño de la funeraria cuando llegó al local, vio que en la puerta había un hombre bien vestido, de apariencia lujosa. Llevaba puesto un sombrero de copa, y fumaba una pipa. Cuando lo vio le preguntó que necesitaba, él le contestó que él había sido el del voto de la abstención. Sorprendido le preguntó que quería. Él le dijo que había votado de esa forma porque coleccionaba objetos valiosos y aquel ataúd era muy pomposo, por lo tanto estaba dispuesto a pagar lo que él hubiera pedido.
El dueño del ataúd angustiado por haber perdido tanto dinero le dijo que ya estaba todo perdido, el ataúd había sido sepultado y no había nada más que hacer, abrió la puerta de la funeraria y se despidió de él apretando fuerte su mano...

Pero nadie del pueblo, ni los niños pobres, ni los más ricos. Ni el dueño del ataúd, ni el millonario que quería comprar el bello cajón, nadie de los asistentes al entierro, encontró al ladrón. Sin embargo éste dormía, junto a su madre y sus pobres utensilios, bajo un suelo fértil. Encerrado entre cuatro maderas ostentosas y brillantes, despreocupado de la vida, solamente sumido en la maravilla que jamás pudo conseguir, bajo tierra tras haber decidido dormir una noche en el ataúd. Sin saber que la pobreza y la riqueza descansarían en las raíces de la tierra, con su antagónica pureza y encadenada realidad.
Datos del Cuento
  • Categoría: Sin Clasificar
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