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El anciano de la montaña

Juan era un pastorcillo que desde muy pequeño cuidaba de su rebaño de ovejas. De tarde en tarde iba al colegio y solo había aprendido a leer despacio, escribir mal y un poco de las cuatro reglas de ortografía.

Cierto día, cuidando su rebaño en la montaña, oyó por allí cerca una tos. Pensando que había alguien, se acercó y se encontró con un anciano que estaba recostado junto a un árbol. Parecía muy cansado.

 

-¿Qué le ocurre a usted?- preguntó Juan-. ¿Necesita alguna cosa?

El anciano, haciendo un esfuerzo, se incorporó y dijo:

-Es  muy poquito lo que necesito ya pequeño; vengo de muy lejos y estoy muy cansado, pero me vendría bien algo de comida. ¿No podrías socorrerme?

A Juan le dio mucha pena ver al anciano tan cansado y fue corriendo hacia donde tenía la merienda, sacó parte de ella y volvió junto al pobre viejo.

-Esta es la merienda que me ha puesto mi madre; coma usted todo lo que quiera.

El anciano tomó el paquete y comió con gran apetito.

 

Después de comer, el anciano dio las gracias a Juan y luego habló así:

-Hace muchos años abandoné mi casa y mi familia; yo era pastor, como tú, y quise conocer otras tierras y otras gentes, así que me fui muy lejos.

-¿Y dónde se fue, señor?

-A las selvas de Brasil; me dijeron que hacía falta gente, colonos, y allí fui en busca de fortuna.

No me fueron muy bien las cosas; me hice rico pero al final lo perdí todo. Hasta que decidí volver a mi pueblo con mi familia. Pero hasta aquí he llegado pobre, cansado y hambriento.

Juan se quedó pensativo y luego dijo:

-¡Pobrecillo! Pero no se apure usted. Desde hoy y mientras esté aquí, vivirá en la choza de los pastores y yo le traeré la comida y le haré compañía.

El anciano, emocionado, exclamó:

-Eres un buen chico, pero ¿cómo podré pagarte lo que haces por mí?

-Muy fácil, me contará esas maravillosas aventuras, lo que ha visto viajando tanto. ¡Yo nunca he visto más que estos prados y mi rebaño!

-De acuerdo –contestó el anciano-. Te contaré cosas que jamás habrás imaginado.

 

A partir de aquel día el viejo contaba a Juan maravillosas aventuras en las que se mezclaban las correrías de los indígenas, las fieras salvajes, el clima y un montón de cosas más.

-¡Cuánto daría yo –decía Juan- por ver todas esas cosas que has visto tú!

El anciano se reía y miraba a Juan como si fuera su hijo. El cariño entre ambos había ido creciendo.

Un día, cuando Juan llegó con su rebaño, vio que el anciano no estaba en la puerta de la cabaña, esperándole, como hacía cada día. Juan se dijo:

-¡Qué raro! ¿Le ocurrirá algo a mi amigo?

Cuando entró en la cabaña vio al anciano tumbado en la cama, con los ojos cerrados y respirando con dificultad. Al abrir los ojos y ver a Juan, dijo con una voz muy débil:

-Hijo mío: has sido muy bueno conmigo; seguramente lo mejor que he tenido durante toda mi vida. Soy muy viejo y me parece que ha llegado mi última hora. ¿Cómo podré pagarte todo lo que has hecho por mí?

El pastorcillo, casi llorando contestó:

-No tienes que agradecerme nada. He sido feliz durante todo este tiempo gracias a tus historias y sobre todo a tu compañía. ¡Cuánto mundo he visto con la imaginación! ¡Cuántas cosas he aprendido con tus historias!

 

Pocos días después el anciano murió y como todo el pueblo estaba enterado de la amistad entre Juan y el forastero, su muerte fue muy sentida. Era como si hubiese muerto un amigo de todos.

Y Juan volvió a quedarse solo cuidando a sus ovejas. Pero desde entonces Juan había cambiado, ya no parecía el mismo.

-¡Qué raro está este chico! –decía su madre, viéndole salir cada mañana con el rebaño, camino de la montaña-. ¿Qué le puede ocurrir?

El padre siempre contestaba lo mismo:

-Es la edad; el chico está cambiando y se está haciendo un hombre.

-Lo raro –decía su madre- es que ahora le ha dado por escribir; todos los trozos de papel que encuentra y todos los cuadernos, los llena de cosas que le ocurren. ¿No será malo que escriba tanto?

El padre no decía nada pero también estaba muy preocupado con el cambio del pequeño Juan.

Pasaba el tiempo. Juan iba creciendo y el niño que era cuando conoció al anciano de la montaña  había desaparecido para convertir al muchacho en un mozo alto y fuerte. Sin embargo, su afición a escribir crecía cada día.

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